Y la luna cesó de
trepar hacia el cielo, y el trueno murió, y el rayo
no tuvo ya luz, y las nubes se
suspendieron inmóviles, y las aguas
bajaron a su nivel y se estacionaron, y los
árboles dejaron de
balancearse, y los nenúfares ya no suspiraron, y no se oyó
más
el murmullo que nacía de ellos, ni la menor sombra de sonido
en todo el vasto desierto ilimitado.
Silencio, Edgar
Allan Poe
o estoy en el Leonora. Eso es lo único que puedo asegurar cuando veo frente a mí
un cielo gris de nubes quietas, casi inmóviles. En mi espalda siento la presión
de algunos guijarros de mayor tamaño a través del tejido ultrarresistente de la
escafandra, que se adapta sin problemas a la alta presión y los ciento cuarenta
bajo cero. Definitivamente, tampoco estoy en la Tierra.
Alrededor de mi cuerpo inerte crece un
bosque. O algo parecido a un bosque. Esos árboles, si se miran con más cuidado,
no son nada como los árboles de la Tierra sino que parecen gigantescos
calamares emergiendo del suelo y tienden sus tentáculos hacia arriba como queriendo
apresar el círculo de opaca luz que se desplaza por el cielo. Cada vez el
círculo está más cercano a desaparecer tras el macizo de montañas que se dibuja
a mis pies y yo sigo aquí, sin poder mover más que la cabeza y levemente las
manos, sin poder levantarme del suelo pedregoso mientras que el bosque se
agita. Sí, no solamente se mueven las ramas-tentáculo en su danza
incomprensible, sino que la maleza gris también se balancea y esas flores como
bocas sonrientes oscilan sin parar. Se acercan y se alejan de mi estrecho campo
de visión para ofrecerme el espectáculo de su extrema palidez. Pero no hay
viento.
El roce entre las hojas llenas de espinas,
el sordo crujir de los troncos negros que se mecen, los guijarros que presiono
bajo las palmas de mis manos, todo eso llega a mí a través del audio-receptor y
los sonidos rebotan dentro del casco, dándole a mi situación cierto aire de
irrealidad. ¿O seré yo? No me siento bien, todo esto parece un sueño y no
recuerdo nada. No sé dónde estoy ni como llegué... Ese ruido, esos motores.
¿Será el Leonora? Tiene que ser.
Reúno fuerzas, me volteo, apoyo las manos tomando impulso. Una rodilla, luego
un pie, consigo erguirme y por un segundo lo veo, justo antes de que mis
piernas fallen y caigo de bruces.
Vaya golpe. Las sienes latiendo
desaforadamente. Solo veo piedras y tierra. El cristal del casco lleno de
arañazos por fuera, y por dentro salpicado con gotas de la sangre que sale por
mi nariz, y se mezcla con sudor y con lágrimas. Ahora lo recuerdo. La razón por
la que estoy aquí y el destino que me espera, y tengo miedo.
Fue en el momento de alzarme por encima
de la maleza, casi tan alta como un hombre, cuando vi al Leonora. Allá, siguiendo la brecha entre árboles y plantas
espinosas, después de pasar un estrecho aunque turbulento río de aguas negras
como alquitrán, estaba mi nave. Lenta pero inexorablemente se despegaba del
suelo y se alejaba por encima de las montañas que rodean este valle. Quiero
levantarme otra vez. Gritar. No puedo. ¡El intercomunicador! Y entonces, ¿qué
les diré? Que habla su capitán, que no despeguen porque falta su capitán. Ellos
lo saben. No, ahora lo recuerdo todo y sé lo que está pasando. Comunicar con
ellos serviría solo para aumentar su placer. Les daría una oportunidad para
vanagloriarse por lo que han hecho.
Finalmente puedo sentarme. Eso no es
tan difícil ni me causa mareos. Solo tengo que echar la cabeza hacia atrás
hasta que el sangramiento se detenga. Y pensar,... pensar con calma. Lo demás
no tiene remedio y de cierta forma sabía que iba a ocurrir.
Es como si la presión en mi cerebro, al
atenuarse, fuera liberando los recuerdos. Pero no es solo eso. Los sensores de
la escafandra marcan junto a las condiciones del ambiente y las reservas de
oxígeno y energía, datos muy interesantes sobre mi estado metabólico. Una
potente droga todavía circula por mis venas y su concentración aún es efectiva.
Hijos de puta. Sabía que tramaban algo desde el incidente en Tanos. Lo notaba
en el odio mal disimulado que se filtraba por sus ojos, los cuchicheos en los
corredores y sobre todo en la obediencia total, pero fría. En la academia para
oficiales siempre lo dicen: nunca un soldado es más obediente que cuando planea
traicionar. Nadie cuestionó mis órdenes en los últimos días, así que decidí
andar con sumo cuidado. Pero bajé la guardia. Tampoco es que pudiera rechazar
aquel trago, brindar junto a la tripulación y los científicos por el próximo
regreso. Aquello sería empeorar las cosas, pensé. La tensión pesaba en la
atmósfera del Leonora y olía a motín.
A medida que la droga abandona mi
cuerpo, el bosque se hace más real, los sonidos más claros. Ya puedo sentir
como fluye el río negro a pocos pasos de aquí. Ahora es el valle en toda su
extensión el que ejecuta la sinfonía de inexplicables movimientos. No hay
viento, las nubes apenas si se mueven. Y en medio de todo esto empieza a
atardecer.
Despacio para no caer, voy enderezándome
hasta conseguir una visión más completa del paisaje y de mi situación en
general. Antes no, pero ahora sé dónde estoy. Atmósfera de metano e hidrógeno
en su mayor parte, vegetación exuberante, sin vida animal registrada. Si le
agregamos la presión atmosférica y temperatura, entonces no hay duda posible:
estoy en Edén.
Sí, tiene lógica. Días atrás nos
ordenaron pasar por Edén antes de regresar a casa. Las escalas en este planeta
nunca se extienden demasiado a causa del satélite natural que lo orbita. Una
luna de metal extraño, capaz de generar corrientes electromagnéticas de alta
potencia en la atmósfera de Edén. Los exploradores le temen a esta luna roja
que bautizaron como Sangre, y que puede convertir al planeta en una trampa sin
salida para las naves. Cualquier dispositivo eléctrico se dañaría demasiado
para servir de algo en la noche que tarda cuarenta y seis horas terrestres en
esta región, próxima al Ecuador si es correcta mi estimación con respecto al
norte magnético indicado por la brújula y la posición del sol.
Ah, el sol. Empieza a hundirse en el
horizonte, llenando la atmósfera turbia con su tinte dorado. También las
flores-boca han cambiado su color absorbiendo los últimos rayos, y hasta creo
que se balancean más rápido. Más rápido voy sin percatarme, en dirección al sol
y casi echo a correr. No sé por qué. Creo que es miedo a la noche roja. No
quiero morir aquí, en este planeta extraño. No quiero morir.
No. Tengo que calmarme.
Seguir caminando, pero con paso más
calmado y haciendo resonar las piedras bajo mis botas. Esa es mi terapia.
Escuchar el rumor de los matorrales, de los árboles, del valle. ¿Cuáles son mis
opciones? Me queda oxígeno y líquido en la escafandra para dos ciclos
rotacionales. Unas ciento cuarenta y seis horas terrestres. Basta con usar mi entrenamiento
y reducir el consumo hasta el límite. Hay cuatro inyecciones de nutrientes en
mi cinturón. ¡Muy considerado de su parte, muchachos!
Es lo que ellos llamarían verdadera
justicia. No me dejaron completamente desvalido, pero tampoco me dieron ninguna
ventaja. Cuento con el equipamiento y las reservas reglamentarias de cualquier
explorador en un planeta con las condiciones de Edén. Hasta me dejaron el rifle
sónico, que es el único rifle de asalto autorizado para las expediciones en
atmósfera de hidrógeno y metano, y la cuchilla de nanofilamentos. No quieren
que muera, ese no es exactamente el propósito que persigue todo esto. Ojo por ojo. No tengo más probabilidades
de sobrevivir que aquel muchacho, que según ellos abandoné a su suerte, pero
tampoco tengo menos probabilidades. Todo depende de mis habilidades y de las
sorpresas que pueda depararme este condenado planeta. Jardín sin color, tanta
vida y a la vez tanta muerte. Pero yo voy a salir de aquí, lo juro.
El Leonora
debe reportarse muy pronto a la estación. Ellos fingirán estar devastados por
la pérdida de su capitán, sobre todo ese hipócrita, ese rastrero jefe del
equipo científico. Entonces harán el relato de mi desaparición misteriosa o
dirán que caí en uno de esos ríos negros y que la corriente arrastró mi cuerpo.
Pero ahí fallan, no soy un simple explorador, soy un oficial, un oficial
valioso, con futuro. Se formará una comisión. Vendrán a Edén enseguida, al
lugar exacto registrado por la bitácora del Leonora
y yo estaré allí. Lo juro. Ellos van a pagar por esta insubordinación.
O tal vez no. Pruebas no tengo, solo mi
palabra y ya se han visto casos. Oficiales que se pierden en un planeta
desconocido durante exploraciones y el protocolo establece un límite de tiempo
para la búsqueda, así que la nave se marcha, y cuando regresan el oficial los
acusa por negligencia, cobardía, a veces motín, pero nada ocurre. Dirán que
estoy en shock. Ya en este momento no deben quedar rastros de la droga en mi
sangre, no habrá pruebas de eso tampoco. El jefe de científicos será el primero
en abrazarme entonces, luego vendrán otros corriendo, pero la mayoría de la
tripulación se quedará atrás, en silencio, mientras los médicos de la comisión
realizan el chequeo y los investigadores sonríen satisfechos de sí mismos y de
su trabajo. Luego, en el viaje, me llamará aparte el jefe de científicos y me
hará la pregunta. ¿Cómo es la noche de Edén? No, no son solo elucubraciones
mías, conozco a ese hijo de puta, querrá saber. Ningún hombre ha conocido la
noche de Edén. Quién sabe, me dijo una vez en el laboratorio de a bordo, quizás
la fauna de Edén es nocturna.
Quizás. Si en algo coincido con los
hombres de ciencia es en eso. Involuntariamente estoy mirando las hojas
espinosas, las flores-boca que empiezan a rociarlo todo con un polvillo gris.
Es ilógico pensar que las bacterias metanógenas evolucionaron solamente hacia
formas vegetales en un planeta como este, con una historia biológica tan
extensa. Tiene que haber fauna. Al menos algún tipo de polinizador, algún
herbívoro, quizás algún depredador.
En expediciones anteriores, un análisis
del lodo que reposa bajo las piedras, aún viscoso en la mañana, dio positivo
para materia orgánica y buena parte de esa materia no se correspondía con la
estructura genética que se observa en las plantas del planeta. Sabemos que la
vegetación aquí se descompone a gran velocidad cuando muere. Podría entonces
ocurrir lo mismo con los animales, en caso de existir. Nadie lo puede afirmar
con certeza. Nadie lo ha visto y puede que yo sea el primero.
Perdóneme, señor jefe de científicos,
si no salto de alegría.
Las flores-boca se han vuelto negras
igual que todo. La noche acaba de cerrarse sobre el valle como una lápida, y yo
no he hecho más que buscar un terreno abierto en medio de la vegetación. Y lo
encontré. Aquí las piedras son enormes y forman un túmulo, elevándose por
encima de la multitud de flores-boca. Voy a subir al túmulo y esperar.
Observar. No hay otra opción si los árboles de Edén no tienen ramas fuertes
como para armar una tienda. Solo queda esperar.
Un matiz rojizo ha empezado a cubrir un
extremo del horizonte y casi no lo noté. Es mejor que tome precauciones. Le
saco las baterías al rifle sónico y
despliego los nanofilamentos de mi cuchilla hasta formar una hoja larga
y ancha como un machete. Luego interrumpo el flujo eléctrico y la dejo a mi
lado. Desconecto el sistema inteligente de la escafandra y los sensores se
apagan, desaparecen los indicadores en el cristal de mi casco, los hologramas
interactivos. Se apaga el audio-receptor y el valle entero enmudece de pronto.
Nunca pensé en el audio receptor y en cuánto lo necesitaba. Es algo terrible el
silencio. Ahora no soy más que un hombre aislado en su traje hermético, en un
mundo desconocido, y puedo verlo todo, pero todo es silencio. Sangre empieza a
escalar el firmamento. Va entre las nubes, sinuosa y amenazante. Es enorme y
roja. Siento frío y un cosquilleo en la boca del estómago cuando la miro.
Veo las flores-boca adquirir una
tonalidad sanguinolenta, como las fauces de algún animal salvaje. Se agitan con más y más fuerza. Allá en lo
alto, las ramas tentáculo también se mueven. Imagino que ver y oír algo así
debe ser escalofriante, pero por alguna razón esta escena resulta, en su
mutismo, mucho más desagradable. Me inquieta saber que ahora mismo pueden
avanzar por entre la maleza criaturas inimaginables, haciendo crujir los
guijarros o desperdigándolos al arrastrarse como serpientes o con una multitud
de patas inquietas y alargadas que en algún punto se conectan a un cuerpo
achaparrado, repulsivo como el de una araña. Malditas arañas, odio a las
arañas... No, no es eso,... o puede ser cualquier cosa. ¿Puedo estar seguro de
algo en este silencio que me duele en los oídos? Pueden estar ahí bajo el
túmulo, o más adelante,... detrás.
Esto no puede seguir así o me volveré
loco. Tengo miedo, lo admito, pero hay que controlarlo. Respirar más lento, más
suave. No puedo desperdiciar oxígeno por culpa del miedo.
El miedo. Siempre estuvo aquí. No en
Edén, digo aquí, dentro de mí. Yo
quería ser un buen oficial y me esforcé, pero vino aquella expedición en Tanos
y todo se salió de control antes de que pudiera darme cuenta. ¿Qué iba a hacer
si tenía miedo? Claro que nunca lo admití. Dije muchas cosas, bellas cosas
sobre el deber y lo que un líder tiene que hacer en situaciones como esa, hablé
de las decisiones difíciles que había que tomar... Pero la verdad es que tenía
miedo. Igual que ahora. Yo abandoné al muchacho, un buen chico. Solo tenía que
sacrificar un par de horas en aquella caverna y quizás lo hubiéramos encontrado
o quizás no, pero entonces habrían culpado a la caverna, a los terremotos, a la
suerte, al Destino, no sé. Pero empezaron a temblar las paredes y se desprendieron algunas rocas
y sentí miedo. No era tan grave, hubiéramos podido seguir, ahora lo sé pero
entonces estaba aterrado. No pensaba en cuántos de ellos podrían morir tratando
de salvar a un solo hombre. Pensaba en mí, en mi muerte, lo que viene después,
la nada, el silencio. Odio el silencio.
Desde aquí, desde el túmulo, el valle
se ha convertido en algo extraño bajo la roja luz. Sangre ha emergido por
completo y puedo apreciarla en todo su esplendor. Es un perfecto círculo
carmesí con cráteres y mares como la Luna de mi infancia, pero cinco veces más
grande, y aterradora. El bosque entero se agita y se retuerce como celebrando
su presencia y al fin tengo una visión abrumadora de la vida nocturna en Edén.
Bajaron de las montañas y, pasando por
encima del bosque, unos puntos han comenzado a crecer. Los contornos se van
definiendo. Aleteos. Sacudidas. Se posan en las flores-boca y se unen a ellas.
Solo entonces las flores-boca dejan de moverse
y luego se desprenden las criaturas, batiendo el aire con varios juegos
de alas membranosas hasta posarse encima de otras flores-boca, ahora más cerca
del túmulo y sumergen una protuberancia brillante, similar a una cabeza con
trompa, en la cavidad que se cierra sobre ella suavemente, como en un beso.
Me quedo inmóvil. En parte para no
ahuyentar a los seres voladores, en parte para que ninguna criatura note mi
presencia. Acurrucado entre dos rocas de gran tamaño imagino los chillidos que
llenan el aire. No importa que tan extraños, o si no emiten ningún sonido salvo
el aleteo. Preferiría poder escuchar.
Algo más se está moviendo por el
bosque. Estoy seguro. La forma en que se doblan los tallos y las flores-boca
está cambiando en algunos lugares. Algo salta de su escondite hacia la roja
claridad de la noche, no muy lejos de
donde estoy y se lanza a correr en dirección al túmulo en un torbellino
de patas largas y delgadas, de muchas articulaciones. Salto hacia atrás
aferrando la cuchilla y pierdo el equilibrio mientras lo veo pasar sin que note
mi presencia. Todo fue rápido y antes de darme cuenta voy rodando hasta la base
del túmulo. Aún sostengo la cuchilla en una posición segura, el cuerpo rígido y
reprimiendo un quejido. La criatura se
acerca a un árbol-calamar y trepa ágilmente, pero se detiene antes de
llegar a los tentáculos.
Aúllo de dolor. Grito. De pronto se me
hace placentero escuchar algo, aunque sea mi propia voz.
—Asqueroso planeta. Jajá. ¡Y llamarlo
Edén!
Debo parecer un loco. Pero no hay nadie
aquí para hacérmelo notar. Puedo saborear mi miedo. Canto, río, lloro. Camino
sin rumbo: de frente, hacia atrás, a los lados.
Toqué algo con el pié.
Ah, otra de esas criaturas zancudas que
se aleja veloz. Me tiene miedo. Eso es bueno, así me siento menos cobarde.
— ¿Qué coño miras?
Tiene muchos ojos y cada uno brilla
como nervioso. Las patas encogidas, se pliega sobre sí misma la criatura, pero
no es a mí a quien mira. Busca algo entre las hojas espinosas, cerca del suelo.
—Parece, parece,...—repito. Siento un
placer incalculable en oír el timbre de mi voz. ¿Estaré enloqueciendo?— parece
que hay algo ahí. ¿Verdad?
Me acerco. El zancudo se mueve
lentamente hacia los espinos, muy despacio, como si estuviera librando una
lucha interna, como indeciso. Me acerco aún más. El zancudo advierte mi
presencia, se estremece el grotesco cuerpo y sale disparado hacia el tronco de
un árbol-calamar.
—Maldito cobarde. Eso eres. — le grito
pero no responde y miro hacia los matorrales.
—Deberías revisar.
Una voz me aconseja. No es mi voz.
Entonces, ¿por qué la escucho? ¿Regresaron por mí?
—Sí, vinimos a buscarte. El Leonora está esperando.
Creo que es él. Ese hijo de puta. El
jefe de científicos.
— ¿Dónde está?
—Por aquí, ven. —dice. Reconozco la
silueta alta y delgada que me saluda desde la maleza inquieta y no sé si
abrazarlo o cortarlo en pedazos con la cuchilla de nanofilamentos. Ya me abro
camino, lanzando tajos y mutilando los tallos y hojas. Las flores-boca se ríen
de mí. Se oyen las carcajadas como saliendo del fondo de una cueva. El suelo no
se mantiene quieto bajo mis pies, tiembla y salta mezclándose con el cielo y ya
no estoy seguro donde empieza uno y el otro acaba.
— ¡Cobarde!—gritan las flores-boca y de
un golpe de cuchilla saltan varias. Pero es inútil, por cada una que se corta
más bocas aparecen. Son demasiadas.
Nada de esto tiene sentido. No puede
ser real.
Tengo que permanecer en calma.
— ¡Cobarde!— aúllan las bocas y sus
labios se tuercen como señal de desprecio. Esto no puedo soportarlo.
¡Insubordinación! ¿Qué tipo de capitán soy si mi tripulación me insulta en mi
cara?
Soy un torbellino lanzando cuchilladas
a las sombras de ojos blancos que
resaltan en el fondo rojo de la noche. Un coro de risas. El corazón me quiere
estallar de tanta furia. La cuchilla termina resbalando de mis dedos
engarrotados y no puedo levantar los brazos.
No puedo más.
Será el cansancio, pero estoy viendo
todo muy diferente ahora. El círculo de ojos blancos continúa alrededor mío
pero no encajan en ninguna silueta de hombre sino que salen de la tierra.
— ¡Cobarde!
Es cierto, soy un cobarde. Trato de
caminar pero no puedo. Debe ser el terror.
O tal vez esa lengua oscura que se me
pega al cuerpo, se me enrosca en las piernas y sube por el torso hasta
envolverme completo. Y esa boca descomunal abriéndose bajo mis pies. Entonces el
silencio regresa de golpe y, de cierto modo, ya no es tan desagradable.
Sobre el autor:
Alexy
Dumenigo Águila (Placetas, Villa Clara, 1991). Ingeniero en Ciencias
Informáticas. Es egresado del XVI Curso de Técnicas Narrativas del Centro
“Onelio Jorge Cardoso” y miembro del taller literario “Espacio Abierto”. Ganó
el V Concurso Oscar Hurtado en la categoría de cuento fantástico y obtuvo
mención en el Concurso Mabuya 2013. En 2014 resultó ganador del Premio Mabuya,
mención en la categoría de cuento de CF del VI Concurso Oscar Hurtado y
finalista de los concursos de minicuento El Cuentero y Papeles de la Mancuspia.
Ganador del XIII Certamen Internacional de Microcuento Fantástico miNatura
2015.