miércoles, 18 de junio de 2014

El Dogo de Burdeos por Pablo Martínez Burkett



Pablo Martínez Burkett (Argentina) [1]
Ilustrador: Jonathan González Gómez (España)

Por un lado, la certeza de que tanto en las grandes corporaciones como en los gobiernos, muchos jerarcas que adhieren con insospechado fervor a las políticas (públicas o empresarias) que se declaman y proclaman, en realidad piensan exactamente lo opuesto. Y aún tratándose de pensamiento tan antípoda lo llevan hasta la última consecuencia porque obtienen de ello una ventaja, la más de las veces, patrimonial.
Y por el otro, es uno de mis “temas” favoritos retratar lo que sucede cuando un evento azaroso, imprevisible y hasta inaudito, rompe el silogismo pacificador en el que nos gusta encorsetar a eso que llamamos realidad.

El mundo no sería más que una inmensa tautología eterna y arbitraria, tan necesaria y absurda en cada uno de sus detalles como en su totalidad.
Ilya Prigogine, La nueva alianza.


l cansancio le carcomía los huesos y apenas si lograba seguir caminando. Aunque al borde de la extenuación, el vértigo de las últimas horas lo mantenía vigilante. De repente, se abrió un claro en la selva y se topó con el río que venía buscando. Esperaba atinarlo bastante más adelante. Seguramente se había extraviado. Sonrió por lo que también significaba ese pensamiento. En el cielo, unas nubes de bordes violetas y panza naranja se arremolinaban para verlo emerger de la bóveda de árboles y lianas como zarpas. El río bajaba henchido por la lluvia y bendijo su aparición. Feliz de haber alcanzado la frontera, comenzó a nadar con el último esfuerzo y en la otra orilla se dejó mecer por la corriente. Se puso a cantar una vieja canción de cuna iraní. Era la primera vez que se oía la voz en casi una semana. Fueron unos pocos días en el vientre de la jungla y ya sentía que había pasado una eternidad desde que se despidió de su fiel Ousmane. Al aide de chambre senegalés no le gustó nada quedarse en el caserío al pie de las montañas, pero por más que insistió, el coronel se mantuvo firme. Hay ciertas cosas que un hombre tiene que hacer en soledad.
Todo se precipitó una semana atrás. El catalizador se presentó en el hotel que usaba de cuartel general. En la sala de situación rechinaba un desvencijado ventilador de techo. El calor envolvía los cuerpos como una mortaja sinuosa. Mientras Ousmane le deslizaba la navaja por la calva, se concentraba en un mapa con los últimos desplazamientos de la guerrilla. El televisor en blanco y negro pasaba retazos de un noticiero extranjero que, insólitamente, había logrado eludir los Comités de Pureza Ideológica. Una mujer de voz monocorde comentaba los últimos hechos de barbarie en la región, mientras imágenes de matanzas étnicas ilustraban el análisis. En un momento, la filmación lo captó sobre la caja de un jeep, asistiendo a una ejecución pública. No pudo reconocerse en ese rostro de imperturbable somnolencia.
Se llamaba Jean Jacques Philip François de Saint-Loubés, mejor conocido como “El Dogo de Burdeos”. Nunca se sintió merecedor de los blasones familiares y había dejado de ser teniente coronel de la Legión Extranjera unos cuantos años atrás. En la última década ofició de contratista, asesor, observador, entrenador y alguna otra etiqueta que la inventiva de sus patrones diseñaba para disimular su condición de soldado de fortuna. Un mercenario, eso era. Nunca tuvo el más mínimo reproche de conciencia. Desde Caín para acá, los hombres se han revelado incapaces de resolver sus diferencias de forma civilizada, y su trabajo consistía, precisamente, en hacer razonar al enemigo. Así de simple. Se desempeñaba con orden y método. Era minucioso, era paciente. Era letal. Si bien tenía ciertos límites respecto de mujeres, niños y ancianos, la dinámica del combate podía quitarle el carácter de regla infalible. Con todo, hacía rato que en esta guerra no se sentía cómodo. Profesaba un desprecio visceral por el Dictador Supremo, a la sazón un cabo de intendencia autoproclamado presidente vitalicio, luego de perpetrar un coup d’Etat bajo el auspicio de un grupo multinacional codicioso. Pero no era allí donde debía buscar la causa de su ofuscación. Si fuera por falta de simpatía al mandamás de turno, no podría desempeñarse con su reconocido profesionalismo. Esta vez, por alguna razón que no podía precisar, era otra cosa y el eco de la incertidumbre estaba empezando a irritarlo. Y la última vez que se sintió así, tuvo que huir luego de pegarle un tiro en la frente a un general de tres estrellas que deshonraba el uniforme de la Legión traficando armas con los insurgentes.
Como un león enjaulado, llevaba unas cuantas semanas dándole vueltas al asunto. Si había algo que lo fastidiaba era no poder resolver un rompecabezas. En la linealidad de su mente militar, descreía del azar y atribuía cualquier falta de soluciones al transitorio desconocimiento de las condiciones que convergen sobre un proceso. Nada que no pudiera zanjarse con perseverancia. En una larga carrera como hombre de armas, su inteligencia privilegiada y un distintivo estoicismo, le habían permitido anticipar las leyes que ordenan la realidad. Pero de un tiempo a esta parte había empezado a preguntarse qué hacía en ese país de nombre impronunciable y gentes peores que fieras.
La primera respuesta era casi obvia, su presencia quedaba justificada por las obscenas cantidades de dinero que le depositan en una cuenta numerada en Suiza, o, por mejor decir, por el buen pasar que ese dinero puede comprar. Gruñó desaprobando una mentira que no tolera el más mínimo escrutinio. La mayor parte del tiempo está sepultado entre pajonales, durmiendo al raso o con el agua hasta el cuello, en compañía de sanguijuelas, mosquitos y otras alimañas que en nada se parecen a las sábanas de algodón egipcio a las que solía ser aficionado. Su cuerpo membrudo ha padecido menos por las heridas que por las curaciones de algún nativo con más de brujo que de médico. Y aunque nunca fue devoto de los amores de ocasión, supo demorarse con una amante camboyana que, además de pegarle la Flor de Vietnam, lejos estaba de parecerse a una dama de la sociedad parisina. O tal vez, quién sabe. Mejor intentar otra excusa.
Después se justificó pensando que lo hacía por sus hijos, para que pudieran seguir asistiendo a uno de los mejores colegios internacionales de Ámsterdam. Sus hijos, una vaga sombra de recuerdo. Ya adolescentes, cada regreso al hogar se tornaba un diálogo entre desconocidos. Definitivamente no se batía por el sistema que cobijaba a la insensible juventud de sus hijos.
Acudió al salvoconducto de pensar en su mujer. De verdad la quiso mucho. Su lánguida belleza lo había cautivado tanto como a ella la tradición nobiliaria de su apellido. Pero pronto sus caminos se perdieron en infinitas bifurcaciones. Se le arremolinó el estómago recordando cómo la belle Geneviève gasta el dinero en ropa que ni usa, zapatos que machaca por única vez, y claro, en redecorar. Siempre que le escribía, estaba redecorando alguna porción de la mansión familiar. Si seguía por esa línea de pensamiento, la náusea sería aún peor.
Pensó entonces en los compañeros de promoción en Saint-Cyr que han tenido el decoro de hacerse matar en el campo de batalla. Pensó en la Patria y comprendió que hacía rato que dejó de tener una. Ni siquiera una bandera. Quizás ya no tuviera honor.
Mecha sketch 3
Afortunadamente, fue llamado de improviso a una reunión en el Estado Mayor. Como hombre de acción, consideraba a las reuniones en el Palacio de la Revolución como un incordio. Sólo servían para engreídas exhibiciones de poder y ordalías de servilismo, pero por esta vez la oportunidad resultaba excusa suficiente para dejar de pensar. En la oficina del Mariscal del Aire fueron llegando el Comisario Político y el titular de la Oficina de Asuntos Domésticos, eufemismo para la feroz policía secreta. Mientras aguardaban al Edecán visualizó un ejemplar del Manual del Caos Revolucionario. Se trataba de la obra más prohibida en el Índice de la Reorganización Nacional, cuya posesión era castigada con la muerte. Atribuyó la inesperada presencia a alguna requisa o posiblemente, a una excentricidad del temible Comisario, quien disfrutaba con salmodias del tipo: “para vencer al enemigo hay que leer sus textos, cantar sus canciones y fornicar a sus mujeres”. Sin dudas, era otro de sus aberrantes experimentos. Se forzó para olvidar siquiera que lo había visto. El Edecán hizo su entrada, interrumpiendo el canje de trivialidades sobre el monzón. Mientras se repetían los taconazos y los saludos pomposos, las tapas coloradas del Manual oficiaron como silencioso imán, y para el estupor de todos, el mismísimo Monje Negro comenzó a hojear el libro con desparpajo, mientras comentaba algunos pasajes. Primero con tibieza, luego con impudor, todos, salvo el Dogo, se entregaron a discutir las aristas del pensamiento subversivo, celebrando las bondades de ciertos silogismos. La evidencia de simpatizar con la doctrina enemiga les impuso un incómodo silencio, y si bien tenían demasiado poder dentro del Régimen como para temer, rápidamente se dedicaron a tramar las próximas maniobras de exterminio.
Pero como un cáncer la semilla estaba plantada en el espíritu atormentado del Dogo. De regreso a su cuartel general fue repasando lo acontecido. Era obvio que ninguno de los jerarcas compartía la doctrina del Dictador, y sin embargo, daban sostén ideológico a un Régimen que cada vez se parecía más a un carnaval sangriento. Por una extraña asociación de ideas, recordó sus épocas de estudiante y el título de un poema de Stéphane Mallarmé: “Un golpe de dados nunca suprimirá el azar”. El detalle de cinismo no fue suficiente para apagar el fuego que le escocía el estómago.
Hasta ese instante había tenido la convicción de que el universo funcionaba como una especie de reloj cuyo inmutable peregrinar responde a leyes eternas. Y más allá de alguna ignorancia ocasional, todo puede ser explicado a su tiempo porque todo hospeda un nexo causal que repele el azar. Pero si la máscara de su propio rostro había dinamitado estas convicciones, la discusión sobre el Manual había terminado por aniquilar la fe en un mundo predecible. Comprendió en ese momento el engaño de creer en leyes transitorias y erróneas. Comprendió con dolor, que lo único inexorable era la incertidumbre. Y entonces alumbró la idea que sería una traición pero también su rescate.
A través de Ousmane, los delatores habituales fueron anoticiados de que el Dogo se internaba en la jungla para llevar nuevas órdenes al escondrijo donde se resguardaban las reservas de la Nación. Sin muchas palabras, se despidió de su ayudante, dejándole instrucciones precisas. En la aldea, los pobladores se preparaban la cena mientras los fogonazos de la artillería rebelde delataban la cordillera.
Adentrándose en la espesura, fue indolente en cubrir sus huellas. Aún la inepta patrulla que lo venía siguiendo podía secundar su derrotero. Igual, jugó con ellos. En los días se divertía ahogándolos en fangales y por las noches los hacía dormir sobre peñascos. Un par de veces los oyó darse ánimos con arengas tomadas del Manual del Caos Revolucionario. Después de tenerlos errando una semana, los orientó hasta los silos repletos de armas, víveres, lingotes de oro, diamantes y medicamentos. Fue su manera de rendirse al caos aleatorio. A pesar de todo, se batió junto al destacamento de Guardias de la Revolución, sorprendidos por el horror de lo inesperado. Gritó órdenes, organizó defensas inútiles. Como hormigas enardecidas, los guerrilleros fueron reventando cada portalón, allanando cada depósito, tomando cada almacén. Festejaban como chicos. Nunca sabrá a qué bando atribuir las balas que le abrieron un par de surcos en la carne. Cuando lo dieron por muerto, se dejó engullir por la selva. Caminó sin destino, con una superpuesta sensación de agobio y libertad. Aunque tomó los recaudos del caso, se le infectaron las heridas. En una última ofrenda al dolor, omitió usar morfina. De cualquier modo, pronto olvidaría que alguna vez fue el Dogo de Burdeos. El río lo recibió con generosidad y nadó hasta la otra orilla. Aferrado a un raigón, se dejó mecer por la corriente mientras cantaba una canción de cuna iraní. Quizás Ousmane nunca pueda encontrarlo. No tuvo que esforzarse para sonreír cuando descubrió a una libélula aleteando sobre los dos retazos carmesí que le florecían el pecho.

Sobre el Autor:
Pablo Martínez Burkett. Nació en 1965 en Santa Fe (Argentina) pero vive en Buenos Aires. Es
abogado y docente universitario. Autor de los libros de relatos Forjador de penumbras (Ediciones Galmort, 2011) y Los ojos de la Divinidad (Editorial Muerde Muertos, 2013). Escribe para revistas del país y el extranjero. He participado en numerosas antologías, las dos últimas El libro de los muertos vivos –Antología zombie (LEA, 2013) y Buenos Aires Próxima-Antología Fantástica (Ediciones Ayarmanot, 2014). También he incursionado en los ensayos literarios. Recibió premios en una docena de concursos literarios.
Cultiva el llamado “fantástico rioplatense”, con relatos donde se produce un extrañamiento de lo cotidiano que se vuelve anómalo, siniestro o aterrador. Está escribiendo El retorno de la crisálida, un folletín por entregas sobre vampiros anarquistas en un futuro estragado por el Apocalipsis climático; Pozo del Diablo, una novela negra con trazos de terror sobrenatural y El regreso del Uñudo, una novela ambientada en un pueblito de la pampa argentina estragado por vampiros chinos.
Tiene un blog: www.eleclipsedegyllenedraken.blogspot.com. Después de leerlo no vas a poder decir que la realidad es monótona y aburrida.



Sobre el Ilustrador:
Jonathan González Gómez (Santa Cruz de Tenerife, Islas Canarias, España, 1985) artista Conceptual freelance. Estudió en la escuela de Arte Fernando Estévez (Santa Cruz de Tenerife).






[1]  Integra su último libro de relatos “LOS OJOS DE LA DIVINIDAD” (Editorial Muerde Muertos, 2013).

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