Por un lado, la certeza de que
tanto en las grandes corporaciones como en los gobiernos, muchos jerarcas que
adhieren con insospechado fervor a las políticas (públicas o empresarias) que
se declaman y proclaman, en realidad piensan exactamente lo opuesto. Y aún
tratándose de pensamiento tan antípoda lo llevan hasta la última consecuencia
porque obtienen de ello una ventaja, la más de las veces, patrimonial.
Y por el otro, es uno de mis
“temas” favoritos retratar lo que sucede cuando un evento azaroso, imprevisible
y hasta inaudito, rompe el silogismo pacificador en el que nos gusta encorsetar
a eso que llamamos realidad.
El mundo no sería más que una inmensa tautología eterna y arbitraria,
tan necesaria y absurda en cada uno de sus detalles como en su totalidad.
Ilya
Prigogine, La nueva alianza.
l
cansancio le carcomía los huesos y apenas si lograba seguir caminando. Aunque
al borde de la extenuación, el vértigo de las últimas horas lo mantenía
vigilante. De repente, se abrió un claro en la selva y se topó con el río que
venía buscando. Esperaba atinarlo bastante más adelante. Seguramente se había
extraviado. Sonrió por lo que también significaba
ese pensamiento. En el cielo, unas nubes de bordes violetas y panza naranja se
arremolinaban para verlo emerger de la bóveda de árboles y lianas como zarpas.
El río bajaba henchido por la lluvia y bendijo su aparición. Feliz de haber
alcanzado la frontera, comenzó a nadar con el último esfuerzo y en la otra
orilla se dejó mecer por la corriente. Se puso a cantar una vieja canción de
cuna iraní. Era la primera vez que se oía la voz en casi una semana. Fueron
unos pocos días en el vientre de la jungla y ya sentía que había pasado una
eternidad desde que se despidió de su fiel Ousmane. Al aide de chambre senegalés no le gustó nada quedarse en el
caserío al pie de las montañas, pero por más que insistió, el coronel se
mantuvo firme. Hay ciertas cosas que un hombre tiene que hacer en soledad.
Todo se
precipitó una semana atrás. El catalizador se presentó en el hotel que usaba de
cuartel general. En la sala de situación rechinaba un desvencijado ventilador
de techo. El calor envolvía los cuerpos como una mortaja sinuosa. Mientras
Ousmane le deslizaba la navaja por la calva, se concentraba en un mapa con los
últimos desplazamientos de la guerrilla. El televisor en blanco y negro pasaba
retazos de un noticiero extranjero que, insólitamente, había logrado eludir los
Comités de Pureza Ideológica. Una mujer de voz monocorde comentaba los últimos
hechos de barbarie en la región, mientras imágenes de matanzas étnicas ilustraban
el análisis. En un momento, la filmación lo captó sobre la caja de un jeep,
asistiendo a una ejecución pública. No pudo reconocerse en ese rostro de
imperturbable somnolencia.
Se llamaba
Jean Jacques Philip François de Saint-Loubés, mejor conocido como “El Dogo de
Burdeos”. Nunca se sintió merecedor de los blasones familiares y había dejado
de ser teniente coronel de la Legión Extranjera unos cuantos años atrás. En la
última década ofició de contratista, asesor, observador, entrenador y alguna
otra etiqueta que la inventiva de sus patrones diseñaba para disimular su
condición de soldado de fortuna. Un mercenario, eso era. Nunca tuvo el más
mínimo reproche de conciencia. Desde Caín para acá, los hombres se han revelado
incapaces de resolver sus diferencias de forma civilizada, y su trabajo
consistía, precisamente, en hacer razonar al enemigo. Así de simple. Se
desempeñaba con orden y método. Era minucioso, era paciente. Era letal. Si bien
tenía ciertos límites respecto de mujeres, niños y ancianos, la dinámica del
combate podía quitarle el carácter de regla infalible. Con todo, hacía rato que
en esta guerra no se sentía cómodo. Profesaba un desprecio visceral por el
Dictador Supremo, a la sazón un cabo de intendencia autoproclamado presidente
vitalicio, luego de perpetrar un coup
d’Etat bajo el auspicio de un grupo multinacional codicioso. Pero no era
allí donde debía buscar la causa de su ofuscación. Si fuera por falta de
simpatía al mandamás de turno, no podría desempeñarse con su reconocido
profesionalismo. Esta vez, por alguna razón que no podía precisar, era otra
cosa y el eco de la incertidumbre estaba empezando a irritarlo. Y la última vez
que se sintió así, tuvo que huir luego de pegarle un tiro en la frente a un
general de tres estrellas que deshonraba el uniforme de la Legión traficando
armas con los insurgentes.
Como un
león enjaulado, llevaba unas cuantas semanas dándole vueltas al asunto. Si
había algo que lo fastidiaba era no poder resolver un rompecabezas. En la
linealidad de su mente militar, descreía del azar y atribuía cualquier falta de
soluciones al transitorio desconocimiento de las condiciones que convergen
sobre un proceso. Nada que no pudiera zanjarse con perseverancia. En una larga
carrera como hombre de armas, su inteligencia privilegiada y un distintivo
estoicismo, le habían permitido anticipar las leyes que ordenan la realidad.
Pero de un tiempo a esta parte había empezado a preguntarse qué hacía en ese
país de nombre impronunciable y gentes peores que fieras.
La primera
respuesta era casi obvia, su presencia quedaba justificada por las obscenas
cantidades de dinero que le depositan en una cuenta numerada en Suiza, o, por
mejor decir, por el buen pasar que ese dinero puede comprar. Gruñó desaprobando
una mentira que no tolera el más mínimo escrutinio. La mayor parte del tiempo
está sepultado entre pajonales, durmiendo al raso o con el agua hasta el
cuello, en compañía de sanguijuelas, mosquitos y otras alimañas que en nada se
parecen a las sábanas de algodón egipcio a las que solía ser aficionado. Su
cuerpo membrudo ha padecido menos por las heridas que por las curaciones de
algún nativo con más de brujo que de médico. Y aunque nunca fue devoto de los
amores de ocasión, supo demorarse con una amante camboyana que, además de
pegarle la Flor de Vietnam,
lejos estaba de parecerse a una dama de la sociedad parisina. O tal vez, quién
sabe. Mejor intentar otra excusa.
Después se
justificó pensando que lo hacía por sus hijos, para que pudieran seguir
asistiendo a uno de los mejores colegios internacionales de Ámsterdam. Sus
hijos, una vaga sombra de recuerdo. Ya adolescentes, cada regreso al hogar se
tornaba un diálogo entre desconocidos. Definitivamente no se batía por el
sistema que cobijaba a la insensible juventud de sus hijos.
Acudió al
salvoconducto de pensar en su mujer. De verdad la quiso mucho. Su lánguida
belleza lo había cautivado tanto como a ella la tradición nobiliaria de su
apellido. Pero pronto sus caminos se perdieron en infinitas bifurcaciones. Se
le arremolinó el estómago recordando cómo la belle Geneviève gasta el dinero en
ropa que ni usa, zapatos que machaca por única vez, y claro, en redecorar.
Siempre que le escribía, estaba redecorando alguna porción de la mansión
familiar. Si seguía por esa línea de pensamiento, la náusea sería aún peor.
Pensó
entonces en los compañeros de promoción en Saint-Cyr que han tenido el decoro
de hacerse matar en el campo de batalla. Pensó en la Patria y comprendió que
hacía rato que dejó de tener una. Ni siquiera una bandera. Quizás ya no tuviera
honor.
Mecha sketch 3 |
Afortunadamente,
fue llamado de improviso a una reunión en el Estado Mayor. Como hombre de
acción, consideraba a las reuniones en el Palacio de la Revolución como un
incordio. Sólo servían para engreídas exhibiciones de poder y ordalías de servilismo,
pero por esta vez la oportunidad resultaba excusa suficiente para dejar de
pensar. En la oficina del Mariscal del Aire fueron llegando el Comisario
Político y el titular de la Oficina de Asuntos Domésticos, eufemismo para la
feroz policía secreta. Mientras aguardaban al Edecán visualizó un ejemplar del Manual del Caos Revolucionario. Se
trataba de la obra más prohibida en el Índice de la Reorganización Nacional,
cuya posesión era castigada con la muerte. Atribuyó la inesperada presencia a
alguna requisa o posiblemente, a una excentricidad del temible Comisario, quien
disfrutaba con salmodias del tipo: “para vencer al enemigo hay que leer sus
textos, cantar sus canciones y fornicar a sus mujeres”. Sin dudas, era otro de
sus aberrantes experimentos. Se forzó para olvidar siquiera que lo había visto.
El Edecán hizo su entrada, interrumpiendo el canje de trivialidades sobre el
monzón. Mientras se repetían los taconazos y los saludos pomposos, las tapas
coloradas del Manual oficiaron
como silencioso imán, y para el estupor de todos, el mismísimo Monje Negro
comenzó a hojear el libro con desparpajo, mientras comentaba algunos pasajes.
Primero con tibieza, luego con impudor, todos, salvo el Dogo, se entregaron a
discutir las aristas del pensamiento subversivo, celebrando las bondades de
ciertos silogismos. La evidencia de simpatizar con la doctrina enemiga les
impuso un incómodo silencio, y si bien tenían demasiado poder dentro del
Régimen como para temer, rápidamente se dedicaron a tramar las próximas maniobras
de exterminio.
Pero como
un cáncer la semilla estaba plantada en el espíritu atormentado del Dogo. De
regreso a su cuartel general fue repasando lo acontecido. Era obvio que ninguno
de los jerarcas compartía la doctrina del Dictador, y sin embargo, daban sostén
ideológico a un Régimen que cada vez se parecía más a un carnaval sangriento.
Por una extraña asociación de ideas, recordó sus épocas de estudiante y el
título de un poema de Stéphane Mallarmé: “Un golpe de dados nunca suprimirá el
azar”. El detalle de cinismo no fue suficiente para apagar el fuego que le
escocía el estómago.
Hasta ese
instante había tenido la convicción de que el universo funcionaba como una
especie de reloj cuyo inmutable peregrinar responde a leyes eternas. Y más allá
de alguna ignorancia ocasional, todo puede ser explicado a su tiempo porque
todo hospeda un nexo causal que repele el azar. Pero si la máscara de su propio
rostro había dinamitado estas convicciones, la discusión sobre el Manual había terminado por aniquilar
la fe en un mundo predecible. Comprendió en ese momento el engaño de creer en
leyes transitorias y erróneas. Comprendió con dolor, que lo único inexorable
era la incertidumbre. Y entonces alumbró la idea que sería una traición pero
también su rescate.
A través
de Ousmane, los delatores habituales fueron anoticiados de que el Dogo se
internaba en la jungla para llevar nuevas órdenes al escondrijo donde se
resguardaban las reservas de la Nación. Sin muchas palabras, se despidió de su
ayudante, dejándole instrucciones precisas. En la aldea, los pobladores se
preparaban la cena mientras los fogonazos de la artillería rebelde delataban la
cordillera.
Adentrándose en la espesura, fue indolente en cubrir sus huellas.
Aún la inepta patrulla que lo venía siguiendo podía secundar su derrotero.
Igual, jugó con ellos. En los días se divertía ahogándolos en fangales y por
las noches los hacía dormir sobre peñascos. Un par de veces los oyó darse
ánimos con arengas tomadas del Manual
del Caos Revolucionario. Después de tenerlos errando una semana, los
orientó hasta los silos repletos de armas, víveres, lingotes de oro, diamantes
y medicamentos. Fue su manera de rendirse al caos aleatorio. A pesar de todo,
se batió junto al destacamento de Guardias de la Revolución, sorprendidos por
el horror de lo inesperado. Gritó órdenes, organizó defensas inútiles. Como
hormigas enardecidas, los guerrilleros fueron reventando cada portalón,
allanando cada depósito, tomando cada almacén. Festejaban como chicos. Nunca
sabrá a qué bando atribuir las balas que le abrieron un par de surcos en la
carne. Cuando lo dieron por muerto, se dejó engullir por la selva. Caminó sin
destino, con una superpuesta sensación de agobio y libertad. Aunque tomó los
recaudos del caso, se le infectaron las heridas. En una última ofrenda al
dolor, omitió usar morfina. De cualquier modo, pronto olvidaría que alguna vez
fue el Dogo de Burdeos. El río lo recibió con generosidad y nadó hasta la otra
orilla. Aferrado a un raigón, se dejó mecer por la corriente mientras cantaba
una canción de cuna iraní. Quizás Ousmane nunca pueda encontrarlo. No tuvo que
esforzarse para sonreír cuando descubrió a una libélula aleteando sobre los dos
retazos carmesí que le florecían el pecho.
Sobre
el Autor:
Pablo
Martínez Burkett. Nació en 1965 en Santa Fe (Argentina) pero vive en Buenos
Aires. Es
abogado y docente universitario. Autor de los libros de relatos Forjador
de penumbras (Ediciones Galmort, 2011) y Los ojos de la Divinidad (Editorial
Muerde Muertos, 2013). Escribe para revistas del país y el extranjero. He
participado en numerosas antologías, las dos últimas El libro de los muertos
vivos –Antología zombie (LEA, 2013) y Buenos Aires Próxima-Antología Fantástica
(Ediciones Ayarmanot, 2014). También he incursionado en los ensayos literarios.
Recibió premios en una docena de concursos literarios.
Cultiva
el llamado “fantástico rioplatense”, con relatos donde se produce un
extrañamiento de lo cotidiano que se vuelve anómalo, siniestro o aterrador.
Está escribiendo El retorno de la crisálida, un folletín por entregas sobre
vampiros anarquistas en un futuro estragado por el Apocalipsis climático; Pozo
del Diablo, una novela negra con trazos de terror sobrenatural y El regreso del
Uñudo, una novela ambientada en un pueblito de la pampa argentina estragado por
vampiros chinos.
Tiene
un blog: www.eleclipsedegyllenedraken.blogspot.com.
Después de leerlo no vas a poder decir que la realidad es monótona y aburrida.
Jonathan
González Gómez (Santa Cruz de Tenerife, Islas Canarias, España, 1985) artista
Conceptual freelance. Estudió en la escuela de Arte Fernando Estévez (Santa
Cruz de Tenerife).
[1]
Integra su último libro de relatos “LOS
OJOS DE LA DIVINIDAD” (Editorial Muerde Muertos, 2013).
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