Ilustrado por Jonathan González Gómez
El cuento nace
de mi deseo obsesivo de realizar una reescritura de "La Bella y la
Bestia", de Madame Leprince de Beaumont, en clave de fantasía heroica. Por
mucho tiempo, este ha sido uno de los leitmotiv de escritura y ensayo. Al
final, "El hambre y la Bestia" fue una adaptación muy libre, apenas
referencia. Se ubica en uno de mis universos, aún en proceso de escritura, que
denomino "Devorador", yque tiene continuidad en mi próxima novela
"El trono de Ecbactana".
A Cindy, que me ha
acompañado en cada tiempo y realidad,
sin perder lo esencial
e invisible.
A Pável, de los fieles
Stark.
“… quiero anular el
tiempo
en que nos conocimos de
otra forma”.
Lina
de Feria.
abía
aprendido a mirar al mundo del que había venido su abuelo – el mundo que
existía detrás los muros lejanos de Ohno- con ojos hambrientos, pero sin soñar
más. Todas sus esperanzas de volver a
aquel sitio habían muerto con el padre de su madre, aquel hombre que tenía la
sangre de los traidores y una casta que rescatar del olvido. Diara lo recordaba
como un personaje escapado de sus pesadillas de niña, sentado a las puertas de
la cabaña donde ella misma había nacido, y donde sin dudas nacerían sus propios
hijos. El viejo no era parte, ni lo sería jamás, de aquellas tribus de hombres
cubiertos de barro. Era más bien una silueta oscura, escapada del tiempo, que
llevaba al cinto una espada cubierta de óxido y de costras que bien podían ser
sangre.
Diara
recordaba los ojos del viejo que se cebaban en su carne y le decían: Ven aquí, sucia, mientras la miraba de
los pies a la cabeza como a una alimaña, como a un animal indefenso, y volvía a
decirle: Qué maldita mi sangre, nada más
que da hembras. Vete, sucia, te morirás
como todos en este lodo, pero… si hubieras nacido hombre.
Eran
siempre las mismas palabras, el mismo miedo que se colaba en la piel de Diara
cada vez que su abuelo la llamaba a su presencia. Era cierto que el viejo no
hablaba mucho, y casi nunca se dirigía a ella. Prefería conversar con la madre
de Diara bajo el sol que las ramas de los árboles no podían contener, o bajo
las gotas persistentes de la lluvia.
Su
madre no era hermosa: había perdido toda la belleza con el trabajo interminable
de la caza; miles de cicatrices le cortaban el rostro. No era hermosa, pero el
abuelo encontraba razones suficientes para hablar con ella, porque aquella
mujer - su hija - todavía tenía algo en la sangre que le recordaba los tiempos
dorados de Ohno, sabía hablarle de las bibliotecas y las armerías. Aunque ella
nunca las había visto, rememoraba por los libros que había salvado su madre en
la huida, la exacta descripción de los salones y las fiestas; conocía también la
escritura y algo de eso le enseñó a Diara, sólo que muy poco: nunca había
tiempo y sí mucha caza.
A
Diara, en definitiva, no le importaban demasiado aquellos insectos minúsculos
de tinta que se escurrían en las páginas; así que un día decidió poner el
papel, la tinta, los libros bajo la lluvia, hasta que todo aquello se convirtió
en un engrudo uniforme. La madre gritó (después también el abuelo) y alguien
más golpeó a Diara en la boca.
Pero
ya era demasiado tarde. Los libros estaban muertos, y su abuelo escupió en el
suelo: Sucia, te cortaría la cabeza,
y luego movió la espada – el trozo de óxido que nunca soltaba de las manos-
sobre el cuerpo de Diara, pero la madre gritó a tiempo: Señor, no. Él bajó el acero. Había vergüenza en sus ojos. No estaba
dentro de Ohno y Diara no era más que una niña.
Luego,
volverían a pasar los años.
Diara
recordaba poca cosa más del abuelo, solo aquellas palabras que siempre eran las
mismas, una y otra vez mientras las estaciones pasaban entre las ramas de los
árboles, y el tiempo hacía muecas salvajes. Los años pasaron, y Diara pronto
dejó de jugar con los muchachos de la aldea; se le permitió tener un arco y un
carcaj lleno de flechas para cazar a las bestias de los bosques.
The Man y the archive por Jonathan
González Gómez (España)
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Era
casi una mujer, pero su abuelo seguía llamándola sucia, ven, sucia, vete. Diara no decía nada. No podía decir nada.
No tenía las palabras hermosas de su madre, ni podía perder el tiempo junto a
aquella estatua de hombre que permanecía siempre a la entrada de la choza,
mirando entre los árboles hacia un punto indefinido, rumiando venganzas
imposibles mientras sostenía la espada entre sus dedos. Y así, en esa posición
exacta, el abuelo envejeció cada vez más, se volvió pequeño, como las raíces de
los árboles que se pudren por dentro. Fue quedándose ciego, y después sordo. Se
volvió un montoncito tembloroso, pero nunca abandonó aquel lugar, ni nadie lo
obligó a hacerlo.
Diara
volvía de la caza, un día como otro cualquiera, cuando vio a su madre a la
entrada de la cabaña, justo al lado de la estatua humana que era el anciano. Tenía
las manos del padre entre las suyas y le susurraba las hermosas palabras que él
tanto gustaba de oír. Diara pasó de largo, pero la madre la detuvo: Se muere, dijo, se muere. La joven fijó sus ojos en el cuerpo del abuelo y vio en
él, claramente, los símbolos de la muerte. Sí,
se muere, susurró, y fue a sentarse junto a su madre para acompañarla (no
por él, no por la estatua que apenas conocía, sino por la criatura que le había
dado la vida, por estar junto a ella). No se puso de rodillas, ni cogió la mano
del abuelo, pero estuvo ahí hasta que la mano del viejo, sobre la empuñadura de
la espada, cedió, y el metal cayó al suelo, justo a los pies de Diara
Su
madre dijo: Ya está, y luego ninguna
de las dos habló.
Lo
enterraron en los lindes del bosque, lejos de los túmulos de los hombres de la
aldea. La madre habría querido llevarlo hasta algún sitio donde se vieran las
cúpulas de Ohno, pero Diara dijo: No,
para qué, es peligroso y podríamos ser cazadas por los vigilantes de otra
tribu. Los muertos no pueden enterrar a muertos, que sea aquí. Ella misma
escogió la tierra donde sembrarían al viejo, y luego vio a su madre llorar: Si yo hubiera sido hombre, dijo, o al menos tú… y las manos le temblaban.
¿Por qué no podemos
volver a Ohno?, preguntó Diara por primera vez, después
de tantos años. ¿Cuál fue la traición?
Tenía ambiciones,
contestó la madre y alzó ambas manos, en un gesto que pretendía disculpar al
hombre muerto. Qué podía hacer, había
nacido para llevar una corona y nunca la tuvo. A nadie le importó su sangre ni
sus derechos, ni lo que reclamó durante años. Ohno era una ciudad de sordos, y
él se cansó de gritar sin que nadie lo escuchara. Ya alguien más poseía el
poder. Tu abuelo tenía solo veinte años. Debió haber guardado silencio, pero
era tan joven que no supo cómo. Fue entonces que decidió soltar a la Bestia.
¿Qué Bestia?,
volvió a preguntar Diara, como si el caudal de sus preguntas se hubiera desbordado.
La Bestia… El
Devorador… El Dios…, contestó la madre con
un hilo tembloroso de voz. Qué triste, qué
error, pero solo tenía veinte años y una espada entre las manos, ¿qué podía
hacer con ella salvo soltar a la Bestia? Quería ser escuchado, y fue hasta los
calabozos de Ohno, rompió los sellos de la Magia y liberó al monstruo…
¿Y entonces?,
Diara se estremeció, deseó vomitar, los recuerdos de las mil historias de la
Bestia venían a su cabeza, uno detrás del otro: niños muertos, desmembrados,
aldeas que sacrificaban a sus hijos sobre rocas ensangrentadas para ofrecer un
tributo anual al dios que vivía en el bosque, con un hambre que no podía ser
satisfecha nunca.
Ah, entonces comió… y
Ohno se cubrió de sangre. Por todo un año. Un año entero en que nadie pudo
salir a las calles sin el riesgo de perder la cabeza, porque la Bestia
deambulaba en busca de carne.
¿Y mi abuelo?,
inquirió Diara ¿Nunca se arrepintió?
No lo sé. Pero siempre
tuvo la vergüenza entre los ojos: él quería ser un rey, no un tirano. Solo
quería que alguien lo escuchara, porque era su derecho, y al final no pudo.
La madre volvió a alzar las manos al cielo. Él
mismo tuvo que huir de Ohno, con mi madre que me llevaba en el vientre; tuvo
que huir para salvarnos porque la Bestia no tenía dueño, no obedecía a voz
alguna. Se llevó sólo una espada, la espada de su padre, y la promesa de
regresar cuando el monstruo se hubiera marchado, para poner todo en su
verdadero orden y traer la paz. ¿Ves, Diara? Hubiera sido un buen rey, quería
ser un buen rey, pero sólo tenía veinte años, ¿qué podía hacer ante un error
tan tremendo?
Morir,
hubiera querido decir la joven, pero los ojos de su madre guardaban mucho
dolor.
Por
un momento, Diara se imaginó aquella huida de Ohno. La ciudad devastada, sus
abuelos disfrazados entre una marea de campesinos, soldados, caballeros,
nobles, una marea indistinta: todos eran iguales y corrían sin vergüenza, querían sobrevivir. La gente caía en las calles, en
los puentes, eran aplastados por los pies de los que venían atrás, nadie oía ni
veía nada. Ohno era de verdad una ciudad de sordos y de ciegos y, entre ellos,
con ellos, estaba el abuelo y la abuela preñada. La mano del abuelo estaba
escondida bajo la capa, puede que también escondiera el rostro, ya había sido
llamado traidor y su cabeza tenía un precio casi mayor que la de la Bestia; se
miraba a los pies y veía cómo la gente caía una vez y para siempre, y eran
luego aplastados en las avenidas, en los puentes, bajo carretas o bajo piernas.
Ohno era una diáspora inmensa. Todos huían de la muerte. Nadie se preocupaba
por mirar los rostros de aquellos que tenían al lado: importaba correr lejos.
Entonces fue que se escuchó un grito, venía de la marea sin nombre de gente que
huía: Que viene la Bestia, que viene el
Devorador. Con el grito llegó el caos y la sangre. Estaban ante las puertas
del Norte, era un paso estrecho, sólo cabían tres hombres por vez. Era casi
imposible pasar, pero la gente empujaba, todos querían ser el primero, y la
Bestia era rápida, comenzaba a comer de la carne de los más rezagados. El suelo
de Ohno se bañaba de sangre, era la masacre, eran los gritos y la agonía por
ver quién pasaba primero por las Puertas del Norte. El abuelo miró atrás, ya no
le importaba que se viera su rostro. Su mujer se tocaba el vientre y también
gritaba, pero las Puertas todavía estaban lejos, muy lejos, y la Bestia tan
cerca. Alguien empujó a la embarazada contra una de las paredes de piedra. Mientras
más avanzaban hacia la puerta, más se cerraba el túnel, y era siempre hacia
adelante, no había paso atrás porque la Bestia acechaba. Mucha gente
retrocedió, decidió no entrar en el túnel angosto que conducía a la Puerta, a
la salida, a la libertad de los bosques, mucha gente se quedó dentro de Ohno
esperando otra oportunidad mejor de escape, pero ya para ese entonces no había
forma de retroceder: hacia el túnel o hacia la Bestia, eran sólo dos opciones.
La embarazada fue impactada por un cuerpo y cayó hacia el suelo con un grito.
Se protegía el vientre con las manos para evitar las patadas de la gente que
huía: el tiempo se acababa para todos y Ohno estaba cubierta de sangre. Aquel
hombre de veinte años, el traidor al que ya no le importaba ni su cabeza ni su
rostro, logró tomar a la esposa por el brazo y ponerla de pie, pero ambos
estaban oprimidos contra una pared de piedra. La entrada al túnel estaba tan
lejana y la Bestia era rápida, él no sabía qué hacer, pero la esposa dijo: Sangre, oh, dioses, dioses, sangre, y se
llevó una mano al vientre, hacia el montón de coágulos que manchaban su vestido
y sus piernas.
La
ciudad entera era un charco rojo, pero aquella sangre era suya, la habían
lastimado y el hombre de veinte años no sabía qué hacer, salvo decir: Aguanta, por los dioses, mujer, aguanta, por
tu hijo, por mí, aguanta. Entonces fue la desesperación la que empuñó la
espada por él, fueron los tajos, el acero ciego, de izquierda a derecha, de un
lado a otro, indistintamente contra cualquiera que se interpusiera entre él y
su esposa y la libertad de la Puerta. Su mujer todavía gritaba, por los
muertos, por la carnicería, por la cercanía de la Bestia, por su propio dolor
gritaba, mientras aquel muchacho de veinte años envejecía diez con cada golpe.
Nadie le opuso resistencia. Se dejaron cortar la vida como si fuera mala
hierba. Alguien, a lo lejos, aulló una maldición, quizás sólo fuera un hechizo
de menor cuantía, pero él no escuchó, el golpe de la Magia nunca llegó, no era
lo suficientemente poderoso. Su rostro había sido sustituido por una máscara de
ira y de miedo. Entonces, el joven vio que el camino hacia el túnel estaba
abierto y retrocedió, tomó a su mujer por ambas manos y corrió sin mirar atrás,
hacia la libertad, hacia la salida, hacia los bosques.
¿Qué más podía hacer?,
volvió a decir la madre de Diara, a tantos años de distancia. Era solo un muchacho y tenía tanto miedo.
¿Qué pasó después?,
preguntó Diara.
Nací yo,
fue la respuesta, y ella murió en el
parto. Mi madre. Y él se quedó solo,
en el bosque, conmigo, con una espada y la promesa de volver y ser, de verdad,
un buen rey.
¿Qué pasó después?
Huimos lejos. Él cambió
su nombre. Luego, naciste tú.
¿Qué pasó después?
Envejeció.
¿Qué pasó después?
No pudo olvidar a Ohno,
pero nunca pudo volver.
¿Qué pasó después?
La ciudad. Abandonada
para siempre. Y la Bestia todavía vive en ella.
¿Qué pasó después?
No lo sé,
contestó la madre con aquellos ojos tan llenos de dolor.
Diara
contempló el túmulo de su abuelo.
Tenía tanta ilusión
cuando tú naciste…, murmuró la madre. Pensó que serías varón, que podrías llevar
su nombre y volver un día a Ohno para arreglar su error. Y luego llegaste tú,
una niña preciosa. La madre sonrió y le acarició los cabellos largos y
despeinados. Y sufrió tanto.
¿Por eso me odiaba?,
era una pregunta, pero a la vez no lo era. Porque
fui hembra…
No te odiaba, Diara,
por qué dices eso.
Me decía sucia… Ven, sucia, vete, sucia.
Ah, Diara, no le
guardes rencor. Tú y yo éramos demasiado diferentes a él… Por más que lo
intenté durante todos estos años, él era un hombre de Ohno y yo nací en este
bosque. Y tú… ah, hija. Es triste. Era sólo un pobre exiliado, fuera de su
tiempo y de su tierra. Tú y yo nunca fuimos su familia. Éramos dos extrañas con
su sangre, y nada más. Si mi madre hubiera sobrevivido, a lo mejor él habría
aprendido a ser feliz, pero… Ah, Diara, es sólo digno de lástima. Lo perdió
todo, excepto el sueño de volver a Ohno y poder enmendar su error.
¿Y por qué nunca lo
hizo? ¿Por qué decidió esperar por un hijo o por un nieto? ¿Por qué no lo hizo
él?
Se sentía viejo. No
tenía fuerzas.
Era un cobarde.
Diara escupió hacia un costado, no a la tumba, para no ofender a su madre. Un cobarde, no lo justifiques.
A lo mejor. Quizás
tenía miedo, reconoció la otra y volvió a alzar las
manos al cielo, sin decir otra palabra.
***
Había
pasado un año después de su muerte.
Pude
contemplar toda una nueva muda de los árboles y, con el tiempo, tomé la
costumbre de mirar hacia Ohno. A veces soñaba con mi abuelo, pero casi siempre
era la Bestia la que venía a morderme los sueños: veía las calles rojas de Ohno
y yo caminaba descalza por ellas, me iba embarrando de sangre, buscaba el
túnel, la libertad hacia los bosques, pero no podía encontrar la salida de la
Puerta Norte. Entonces, la pesadilla se hacía aún más terrible, y yo comenzaba
a correr por las calles. La Bestia aullaba detrás de mí, olía mi carne y yo
corría, pero no estaba sola. A mi lado trotaba mi madre, mi abuelo que llevaba
una máscara en el rostro (no quería ser visto) y corría también, sólo que más
lentamente, una muchacha de vientre inflado - mi abuela- con las piernas cubiertas de coágulos y un
grito sobre la boca.
A
veces soñaba con Ohno, a veces con mi abuelo, pero siempre con la Bestia.
Había
pasado todo un año desde que habíamos enterrado al viejo, y ya se acercaba para
la tribu el Día de la Caza. Yo tenía un sueño: quería ser seleccionada entre
las mejores cazadoras para salir a bosque cerrado y traer un animal portentoso
como alimento. Quería ganarme el arco de fresno y las flechas rojas de aquel
año. Quería ser llamada Cazadora.
Sin
embargo, no fui yo la seleccionada, sino otras tres mujeres y mi madre. Mi
madre, que aún tenía los ojos más sagaces de toda la tribu, incluso mejores que
los míos. Cuando fue escogida entre tantas otras, me sonrió; su sonrisa era una
disculpa: Te traeré las flechas y el
arco, Diara, serán para ti. Ella no necesitaba otra gloria que cazar. Te traeré las flechas y el arco, me
dijo.
No
pudo.
Me
la trajeron a ella. Sus pedazos. Un trozo de rostro, un brazo, las piernas
intactas, y nada más. Las mujeres que habían marchado en el mismo grupo de
cazadoras no sabían decirme nada. Solo gritaban, locas de horror, y señalaban a
los pedazos de mi madre con manos temblorosas. Yo no podía llorar. No tenía
ninguna pregunta, pero alguien dijo: Fue
el Devorador, como si aquellas palabras pudieran explicar todo.
Quemé
sus trozos con el arco y las flechas que habían sido suyos, y luego pensé en
regar sus cenizas sobre la tumba de mi abuelo, pero en el último minuto me
arrepentí: aquella era su culpa, la culpa de un traidor que venía cabalgando
por encima de las generaciones hasta tocar a mi madre. Decidí comerme las
cenizas (no eran demasiadas), hasta que sentí la garganta correosa y vi mis
manos manchadas de gris. Mi abuelo me habría dicho sucia, salvaje, bárbara, y
habría tenido razón, como mismo la tuvo mi madre cuando dijo que entre él y
nosotras sólo había un vínculo de sangre. Ni yo era, ni sería nunca, una mujer de
Ohno, ni guardaría los ritos funerarios de sembrar a los muertos en la tierra;
ni él comprendería nunca por qué decidí comerme las cenizas.
Pero
lo hice, y luego tomé arco y flechas (no eran los prometidos por mi madre antes
de su última cacería), y caminé lentamente hacia la ciudad de Ohno.
Había
pasado todo un año después de la muerte de mi abuelo.
***
La
ciudad era un cadáver de hierro y piedra. Las puertas estaban abiertas como la
boca de un monstruo enorme. No se escuchaba un sonido. Ni siquiera protestaban
los insectos. Todo estaba muerto, y Ohno parecía el esqueleto de un tiempo
pasado.
Era
la ciudad de sus abuelos, donde había sido engendrada su madre, donde había
nacido su sangre de traidora. Pero Diara no sintió nada especial al verla. Los
latidos de su corazón se mantuvieron unánimes incluso cuando atravesó las
puertas de la ciudad y estuvo adentro.
La
había imaginado distinta, un cadáver esplendoroso de otros tiempos, pero a sus
ojos solo se mostraba una ruina, la infinita decadencia que no era muy distinta
de la vida de la aldea de la que tanto había renegado su abuelo. ¿Por esta ciudad hizo lo que hizo?, se
preguntó y quiso reír. Ohno era un sitio estúpido, hecho nada más que de hierro
y piedra. Las calles ni siquiera eran rojas. La sangre había desaparecido. No
se veían cadáveres. Sólo en una esquina vio unos trocitos de hueso desperdigados,
pero Diara no se detuvo a ver si eran de hombre o animal. No le interesaba.
Aquel sueño de su abuelo le parecía nada más que una demencia de viejo, un recuerdo
idealizado por los años. Diara escupió en el suelo y siguió adelante. Buscaba a
la Bestia. Al Devorador. Al monstruo.
En
dos horas recorrió la ciudad. Y no lo encontró.
***
Fue
él quien me halló a mí.
Cuando
ya me creía perdida, me encontró.
Pensé
que estaría en el castillo, como los dragones que se arrojan sobre su tesoro
para resguardarlo de los extraños. Pensé que aquel sitio sería su tesoro,
conquistado durante años con mucha sangre y un poco de suerte. Imaginé que se
quedaría allí para siempre, en la sala del trono que dejó vacía de vida y de
hombres. Pero a él no le interesaba el castillo. “Me mata”, me confesaría mucho
después, “estar encerrado en la oscuridad.”
Sin
embargo, aquellas no fueron sus primeras palabras. Yo estaba perdida. La desesperación
comenzaba a echar raíces en mi cuerpo porque quería hallar a la Bestia y no la
encontraba, y aquel viaje hacia Ohno me parecía amargo y tan estúpido. Me había
sentado en la plaza, sobre un montón de piedras dispuestas en orden aleatorio.
El cansancio me mordía los ojos, pero aún tenía el arco entre mis manos cuando
escuché la voz: “Buscas a la Bestia”, era una afirmación, no una pregunta, no
esperaba una respuesta mía. “Dónde estás”, inquirí. No puedo explicarme cómo,
pero en aquel momento no tuve dudas de que era él, el Devorador, la Bestia
oculta en el esqueleto que era la ciudad de Ohno, y me había hallado. “Sal a la
luz”, le dije, mi voz estaba calmada, era mansa como un río. “Mataste a mi
madre y quiero ver tus ojos cuando yo te mate”. “No sé a quién maté”, volvió a
decirme desde la oscuridad de su escondrijo, la noche había caído sobre mí,
apenas podía ver la palma de mis manos, “pero he matado a mucha gente, a lo
mejor también a tu madre.”
No
dijo más. Lo escuché dando vueltas en círculos a mi alrededor. Me moví con urgencia,
pero la Bestia siempre era más rápida y encontraba mis espaldas. “Todos tienen
miedo cuando vienen aquí”, susurró, pude sentir el ritmo de su respiración
agitada y el olor de la sangre reciente, “¿para qué vienen entonces?” “Para
matarte”. “Hacen bien, alguien debería hacerlo, pero hasta ahora nadie se
atreve”. “Sal a la luz y te mataré”, le respondí. “Es posible que no quiera
morir”, dijo, y yo sentí una leve contracción en su voz, un espasmo que podía
significar mil cosas. “Tengo siempre hambre”, agregó. “Por eso morirás, te
comiste a mi madre”, casi le grité, daba vueltas en un mismo sitio siguiendo el
sonido de su voz y de su respiración. Me sentía estúpida. Una cazadora nunca
conversa con su presa. Lo sentía también estúpido a él. Un cazador nunca
conversa con su presa, y en aquel instante ambos éramos dos cazadores y dos
presas, faltaba definir quién era quién.
“Por
qué me hablas”, le pregunté. La ira sustituía a mi antigua calma. “Se supone
que las bestias atacan y no hablan.” “Esta bestia sí”, contestó, y yo sentía
cada vez más que me encontraba dentro de una pesadilla. Había venido para matar
y sólo daba vueltas en un mismo sitio. “¿Cuándo aprendiste a hablar?” “Siempre
he sabido”, dijo, y luego rió con una risa que era a medias humana, a medias
animal. “Sal a la luz y deja el juego”, comenzaba a sentirme mareada, mis ojos
estaban cada vez más turbios. “Quiero hablar contigo”, me contestó. “Todos
estos años has matado, ¿y ahora quieres hablar?”. “Contigo”, volvió a decir. “Por
los dioses, sal a la luz y déjame matarte”. “Qué te apura, dices que maté a tu
madre, ya no te espera”. “No te atrevas a hablar de ella”. “El haberla matado
me da derecho a hablar”.
Dijo
aquello, y mi ira estalló junto a sus palabras. Fue entonces que lancé la
primera de las flechas a la oscuridad, al punto indefinido de donde parecía
provenir la voz y esperé, rogué por escuchar un gemido, pero solo fue la risa.
“Se
te gastarán las flechas, y luego seré yo quien te matará a ti”, susurró.
“Sal
a la luz”, grité. “Te arrancaré los ojos”.
“Hueles
a miedo, no arrancarás nada”, y comenzó a correr dando vueltas a mi alrededor,
y yo a moverme más rápido en círculo, temía un ataque por la espalda y la
oscuridad era terrible.
“Dices
que maté a tu madre”, susurró. Muchas de sus palabras eran arrancadas por el
viento y la velocidad de la carrera, pero aquellas las escuché a la perfección.
“Por
eso vine a cazarte. La mataste hace dos noches.”
“No
sé, no recuerdo. Nunca recuerdo a quien mato, lo hago y ya, son cosas que pasan,
tengo que calmar mi hambre”, murmuró y yo sentí de nuevo la ira, y tiré otra
flecha a la oscuridad que no dio en el blanco. “La mataste, era una mujer
rubia…” “No me digas más”, la voz se volvió ronca, peligrosa. “Me da lo mismo
como haya sido, cuando mato no recuerdo si son rubias o morenas, nada más me
importa el rojo”. “Qué rojo”, pregunté y de inmediato me sentí tonta. “La
sangre”, dijo él y de repente dejó de correr. “El rojo me recuerda al hambre”.
“Sal
a la luz y terminemos esto”, cuando me escuché a mí misma, sentí que mi voz
tenía mucho de súplica. “Siempre tengo hambre”, volvió a decirme, “y siempre
tengo que comer. He matado a mucha gente, pero sólo recuerdo de ellos el rojo,
todos sangran igual, así que nunca sé a quién he matado. Dime tu nombre. Cuando
vengan tus hijos podré decirles que te maté y ellos sabrán que fui yo, tendrán un
motivo para cazarme. Dime tu nombre, serás la primera que recordaré de todos,
prometo no olvidarlo”. “No tengo hijos”, dije y escupí en el suelo, “ni
familia, y no te diré mi nombre”. “Viniste a buscar a la Bestia, entonces
dispara”, rugió desde la oscuridad, y yo sentí el tufo de la boca abierta y los
dientes podridos. Disparé la tercera flecha.
Tampoco
hizo blanco.
“Cuando
llegue el amanecer”, susurró la voz, “seré yo quien ataque. Dime tu nombre, y
no te olvidaré”.
Pero
no lo dije.
***
Pasó
la noche. Una noche sin estrellas. Diara estaba agotada. Sus piernas apenas la
sostenían. Había perdido más de la tercera parte de sus flechas en disparos
inútiles hacia la garganta de la oscuridad.
Y
la Bestia todavía estaba allí.
Cuando
llegaron las primeras luces del amanecer, Diara pudo ver al monstruo con los ojos
empañados por el cansancio. Intentó hacer blanco en aquella mole de vellos y de
dientes, pero la Bestia reía mientras Diara disparaba. Cada flecha alcanzaba su
cuerpo. Ya no era una cuestión de la oscuridad o el movimiento. El monstruo
estaba quieto y había llegado la luz del día, pero aquella mole era
impenetrable. Diara vio cómo las puntas de las flechas se torcían al chocar
contra la piel de la Bestia, y entonces supo que todo esfuerzo era inútil. Rió
amargamente. La Bestia le hizo eco y también rió: “Nunca habrías podido”, le
dijo desde lejos. “Nada entra aquí”, y se tocó la piel con las garras.
Diara
volvió a reír con una histeria de niña pequeña, arrojó lejos el arco y el
carcaj lleno aún de flechas inútiles, se sentó sobre las mismas piedras
dispuestas en un orden aleatorio y siguió riendo mientras la Bestia se
aproximaba a ella.
“Si
hubiera tenido la espada de mi abuelo…”, pensó por un segundo, pero aquella
había sido enterrada en el túmulo, un año atrás. Además, era muy probable que
no hubiera servido de nada, como tampoco sirvieron el arco y las flechas.
“¿Y
ahora qué?”, le preguntó a la Bestia. “Me dirás tu nombre”. “Diara”, contestó
ella, daba lo mismo decirlo o no, ahora que todo se acababa. “Diara”, repitió el
monstruo y abrió las fauces.
***
No
fueron las primeras palabras que escuché de él, ni tampoco las últimas.
“Me
mata estar encerrado en la oscuridad”, me dijo. Había llegado la luz del sol, y
la claridad se filtraba por encima de las casas ruinosas de Ohno.
“¿Por
qué no terminas conmigo?”, le pregunté. Todo me parecía demasiado ilógico. Había
abierto sus fauces para destruirme y luego nada, sólo aquellas palabras que
pudo haber dicho mi abuelo o mi padre, palabras de mundo civilizado: no había
nada salvaje en ellas. Caminábamos por las calles de Ohno, uno al lado del
otro, como dos viejos amigos que se reencuentran después de muchos años.
“¿Quieres
que termine contigo?”, me preguntó, y por un momento vi un brillo de hambre en
sus ojos.
“No”,
contesté de inmediato.
“Entonces
no preguntes más.”
Las
calles de Ohno eran largas, y todas estaban vacías. “¿Adónde vamos?”, le pregunté
al Devorador. “Me mata estar encerrado en la oscuridad”, volvió a decirme, “y
no quiero estar solo.” “No entiendo”. “Ya entenderás”, y entramos juntos al
palacio, a la ruina que alguna vez fue el hogar de mi abuelo, a la oscuridad.
Hasta
que toqué los barrotes de una jaula.
“De
aquí vengo”, escuché la voz de la Bestia, no demasiado lejos de mi cuerpo, y
otra vez las mismas palabras: “Me mata estar encerrado en la oscuridad, pero ya
tengo de nuevo hambre.” “¿Qué quieres?”, le pregunté, pero la verdad ya se
abría paso a través de mis ideas. “Ya sabes lo que quiero, te propongo un pacto.
Quiero que te quedes. Conmigo. Aquí en la oscuridad. Comeré de todo lo que
caces. De todo lo que me traigas, así sea sólo hierba, porque mi hambre es
grande y eterna. Pero me quedaré aquí, tras los barrotes, en la jaula, no
saldré, es una promesa, y no cazaré a nadie a menos que me lo pidas. Y prometo
también nunca quejarme de aquello que caces para mí. Seré tuyo, y tú serás
mía”. “No soy de nadie”, fue mi respuesta. “No podría quedarme contigo, de
ninguna manera, vine a matarte”. “Y no pudiste, así que quédate. Si no, volveré
a salir y cazaré. Tengo mucha hambre, Diara. Me mata estar encerrado en lo
oscuro, me mata estar solo, así que quédate, hagamos un pacto. No hay nada más
que decir”, dijo la Bestia y me miró, en busca de una piedad que no podía
hallar mis ojos. “¿A cuántas le dijiste lo mismo que a mí?”, volví a preguntar,
tenía esa manía de las preguntas infinitas. “No lo sé, a algunas, a muchas, a
todas, pero no tengo un número exacto, sólo recuerdo de ellas el rojo”. “Nadie
se quedó, entonces”, “Nadie se quedó”, la Bestia repitió mis palabras y luego
dijo: “Era preferible morir de una mordida o un zarpazo. ¿Qué quieres tú?”
Yo
no podía responder. Estábamos otra vez en la oscuridad y la Bestia daba vueltas
a mi alrededor. Solo a veces escuchaba cómo movía la mandíbula, me llegaba ese
olor a sangre y a podrido de sus dientes, y no podía responder, pero el
Devorador insistía:
“Si
no te quedas, terminaré comiéndome a este mundo y a todos los otros que vendrán,
porque mi hambre es infinita. Pero si te quedas, comeré sólo lo que tú me
traigas, así sean hierbas o tubérculos”. “No sé”, susurré con media voz. “Vine
aquí a matarte”. “Y no pudiste, como nadie puede, y ahora yo te doy la
oportunidad de vivir: a ti y a muchos otros”. “¿Y si no puedo alimentarte, y si
lo que cazo es insuficiente?”, el terror, la risa histérica volvió a mi boca.
“¿Cómo confiar en ti, tú que mataste a mi madre?”.
Escuché
sus pasos. Estaba tan cerca de mí que habría podido romperme los huesos de un
solo zarpazo. “Podría acabar todo ésto ahora, ¿qué quieres?”, me dijo, y sentí
cómo se apartaba de mí y se acercaba a los barrotes de la jaula. “Pero si te
quedas y me hablas, y apartas la oscuridad, quizás pueda olvidar el rojo por
algún tiempo, no para siempre. Los lazos de los Antiguos, la Magia de Ohno que
alguna vez pudo contenerme ha desaparecido de esta tierra y algún día, cuando
ya no estés, volveré a sentir hambre y comeré, Diara, pero no ahora. Una vida
humana puede ser increíblemente larga. Entonces, ¿te quedas o quieres que todo
termine?”
Pensé
en mi madre, prometiéndome aquella última flecha y arco que nunca llegarían a
mis manos.
Y
en mi abuelo, que me llamaba sucia y maldecía su sangre porque sólo traía a
mujeres, y a ningún hombre que limpiara su crimen.
Había
pasado un año y algunos días más de su muerte cuando yo, Diara, de la sangre
del destructor de Ohno, volví a la ciudad y encerré a la Bestia tras los
barrotes de una jaula que no habría podido contener, de cualquier modo, el
embate de la fuerza del monstruo, si este hubiera querido derribarla. Pero no
quería.
Decidí
quedarme en este sitio por miles de motivos, todos insuficientes. Tenía cientos
de excusas que esgrimir para justificarme el por qué tomé una decisión
semejante. Yo, que no era una hija de Ohno – aunque su sangre corría en mis
venas - sino una mujer de la tribu, una cazadora, escogí ser la guardiana del
Devorador, quedarme en la ciudad y cambiar mi vida.
Ya
para entonces había aprendido a mirar al mundo – al real mundo fuera de las
murallas de Ohno- con ojos hambrientos, pero sin soñar más.
***
Envejeció.
Como todas las mujeres. Como todos los hombres, pero aún era hábil con el arco
y podía cazar a las presas: animales pequeños casi siempre. Luego, ramas y
tubérculos que recogía de las tierras pocos fértiles de Ohno para calmar el
hambre infinita de la Bestia.
Envejeció.
Se hizo pequeña y arrugada. Sus silencios se extendieron. Los frutos de la caza
se hicieron cada vez más escasos.
En
la Jaula, desde la oscuridad, el Devorador preguntaba: “Qué pasa, por qué no
hablas”, y siempre recibía la misma respuesta: “Qué va a pasar. Nada.”
Entonces,
la Bestia volvía a dormir, convencida de que la vida humana podía ser infinitamente
larga, inacabable.
***
Tuve
mil excusas para escapar. Al fin y al cabo, la culpa de mi abuelo no era mía,
como tampoco lo fue de mi madre. Tuve mil oportunidades, y no tomé ninguna.
Preferí que el tiempo me pasara por encima, y quedarme tranquila junto a él. A
veces me hablaba. A veces prefería el silencio, y los años fueron pasando así,
ya no uno, sino diez, veinte, cincuenta años que se acumularon.
En
ocasiones me sentía heroica. Y luego estúpida. Son esas impresiones que se
suceden cuando uno tiene demasiado tiempo para pensar a solas. No había nada de
heroicidad en mi vida, y tampoco nada de estupidez. Tan sólo había aceptado la
carga de mi abuelo, aquella carga de culpa que había cabalgado por encima de
las generaciones hasta llegar a mí.
A
él, a mi Bestia, al monstruo, al Devorador, le hice las historias de mi pueblo,
pero siempre callé la de mi abuelo, aquel hombre que lo había dejado en
libertad por la corona de una ciudad que ahora- a casi un siglo de distancia-
era un cascarón de tinieblas.
Lo
alimenté como pude. Con lo que tenía a mano. Con conejos. Con hierbas. Con
tierra. Con promesas de mañana habrá
algo, aguanta un poco, y finalmente con nada, hasta que escuché su voz tras
los barrotes; una voz hambrienta que pedía comida. Volví a mentir: hasta mañana, pero lo cierto era que mis
ojos no eran los mismos y yo estaba cansada y vieja, convencida de mi
heroicidad y de mi estupidez, de ambas cosas al unísono. Ya no tenía excusas ni
oportunidad para escapar.
Me
dijo: “Tengo hambre,” y fui mi respuesta: “Ve y come”, y luego escuché cómo los
barrotes cedían entre sus garras, y todo era desgajado bajo su fuerza de
monstruo. Entonces pude llorar, porque realmente llevábamos seis días sin
comer, él y yo, porque no pude encontrar nada en la tierra seca, ni hierbas ni animales,
y con cada día la distancia que podía recorrer se iba haciendo más pequeña. Ya
no tenía sentido su promesa porque la mía había sido rota mucho antes. “Ve y
come algo”, y el monstruo pasó por mi lado, se detuvo y me miró desde la oscuridad
con sus ojos terribles. “Es el rojo”, susurró con aquella voz que yo
desconocía. “El rojo de nuevo”. “Lo sé”, le dije. “Ve, ya no tiene sentido, ve
y come”.
Dije
aquello pensando en mi carne. Podría comerla de inmediato para calmar su
hambre. Por eso me sorprendí cuando la Bestia me dejó atrás, ante la jaula
abierta, y salió a la noche de Ohno sin haberme matado.
Estuve
inerte, de rodillas, hasta que los huesos comenzaron a dolerme y la luz del sol
a penetrar por las rendijas de la celda.
Fue
entonces que él llegó. Con las fauces ensangrentadas y repletas de una carne a
medio masticar. El olor de la sangre era parte de su cuerpo. Se acercó a mí. Me
había vuelto a hallar, como aquella primera vez en la ciudad de Ohno, cuando aún
no sabíamos quién era el cazador y quién la presa. Ahora todo estaba demasiado
claro: él era la Bestia, y yo una vieja heroica y estúpida, muriéndome de
hambre.
Arrojó
la carne cruda en el suelo, con un sonido agónico. Fue su voz la primera en
romper el silencio al decirme: “Come”. Luego yo pregunté: “De qué es esta carne”,
y él: “La he cazado, es lo que caza un monstruo”. Aquella era toda la respuesta
que yo necesitaba oír porque las promesas no tenían – y quizás no tuvieron
nunca- un sentido. Sin embargo, dije: “No, no comeré”, y él apretó los labios y
mordió aún más la carne. “Sí comerás. Te
estás muriendo de hambre”, y era cierto.
Se
agachó a mi lado y susurró, mientras volvía a ofrecerme la carne - aquella carne
que solo un monstruo podía cazar- con las zarpas abiertas: “No miraré mientras
comes, te lo prometo”, y giró el rostro.
Y
yo comí, ocultándome de su mirada. Me llevé la carne a la boca, y la sentí
masticada, ablandada por sus dientes. Pude tragarla sin mucha dificultad. La
punzada del hambre desapareció de mi vientre y lloré, mientras la sangre se
escurría por mi boca y los dientes que conservaba intactos.
“Ya no tengo hambre”, musité con la boca aún
llena.
“Mañana.
Otra vez”, me dijo, no era necesario agregar más. Ambos nos entendíamos sin
palabras, estábamos hermanados en el hambre, parecidos como nunca antes. “Mañana.
Otra vez”, afirmé en el silencio, en la oscuridad de la jaula, sin atreverme a
pedirle que volviera allí. “Cuéntame de tu madre”, me pidió él, sin moverse. Sentí
su zarpa encima de mis dedos y, por primera vez, no aparté la mano - mi mano
callosa y envejecida-, sino que la dejé quieta. “Cuéntame de ella”, y yo
comencé a narrar, sin detenerme en anécdotas tontas, hasta que la Bestia me
detuvo, y dijo aquellas palabras que había repetido unas mil veces: “La
oscuridad me mata, sabes, la oscuridad me da miedo” y yo dije: “Sí, lo sé”.
Sobre el ilustrador:
Jonathan González
Gómez (Santa Cruz de Tenerife, Islas Canarias, España, 1985) Freelance
Concept artista.
Sobre
la autora:
Elaine
Vilar Madruga (La Habana, 1989)
Narradora,
poeta y dramaturga. Estudiante de Dramaturgia del Instituto Superior de Arte.
Graduada de Nivel Medio de Música en la especialidad de guitarra clásica.
Graduada del XI Curso de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Miembro de
la AHS. Coordinadora y fundadora del Taller de Literatura Fantástica Espacio
Abierto. Entre sus premios se encuentran: mención en el Concurso Iberoamericano
de Relatos BBVA- Casa de América 2007, ganadora del Decimosegundo premio “Indio
Naborí 2008” de décima. Mención Especial del David 2009 de poesía y del
Calendario (ciencia-ficción 2006, poesía y narrativa infantil 2009), ganadora
del Premio Extraordinario del Concurso Internacional “Garzón Céspedes” 2008,
Segundo Premio de Cuento Juventud Técnica 2008, 2009 y 2012, Premio
Internacional de Poesía Fantástica Minatura 2009, Caballo de Fuego de poesía
2009, de la Beca de creación La Noche 2010, Primer Premio del Concurso
Internacional de Cartas de Amor 2010 “Escribanía Dollz”, del Premio Farraluque
de Poesía Erótica (2011 y 2013), mención del Luis Rogelio Nogueras de ciencia
ficción 2010, Premio de Poesía Especulativa “Oscar Hurtado 2011”, Segundo Premio
Internacional de poesía mitológica “Evohé La Revelación 2011”, mención en el
concurso de poesía Benito Pérez Galdós 2011, Primera Mención del Premio
Colateral Nuestro Tiempo del Concurso de Cuento “Ernest Hemingway 2011”,
finalista del I Certamen Internacional de Relato Fantástico “Descubriendo
Nuevos Mundos”, en la categoría de relato largo; ganadora del Segundo Premio
del III Certamen Internacional de Poesía “El mundo lleva alas”, mención del XVI
concurso literario Ciudad del Ché de poesía, Premio Especial de monólogo
teatral hiperbreve del certamen “Garzón Céspedes 2011”, Premio de Dramaturgia
Elsinor 2012, Mención en el concurso Celestino de cuentos 2012, Accésit del II
Concurso Internacional de Novela Oscar Wilde 2012, Premio (modalidad de castellano)
del I Certamen Internacional de Cuentos Infantiles Carmen Ros 2012, Primera
Mención del Concurso de Cuento “Ernest Hemingway” 2012, Mención honrosa del
Concurso Hispano-Americano de Poesía "Gabriela 2012", de poesía de
temática amorosa, Segundo Premio Internacional de Tanka Grau Miró 2012, Premio
del IV Concurso de Glosa Jesús Orta Ruiz 2012, Premio de cuento breve para
adultos de los XI Juegos Florales del Tercer Milenio 2012. Además, conquista
los Premios Internacionales del certamen “Garzón Céspedes” 2012 de microficción
dramatúrgica, soliloquio teatral hiperbreve, monólogo teatral hiperbreve, y
monoteatro sin palabras hiperbreve. Obtiene el I Accésit Thalía de Dramaturgia
del Certamen Internacional de Teatro AIREL ART(E) T(H)EATRO XXI del año 2013, por
la obra Alter Medea.
En
el 2013, alcanza el Premio Calendario de ciencia-ficción, con la noveleta
Salomé, y el Premio Calendario de literatura infantil y juvenil, con el libro
de cuentos Dime, bruja que destellas; así como el Premio Pinos Nuevos de Narrativa,
con el texto La hembra alfa. Ganadora del Primer Premio Internacional de poesía
“Mil poemas por la paz de Colombia 2013”, Premio Nacional de poesía “El árbol
que silba y canta 2013” y Gran Premio Hispanoamericano “Décima al filo 2013”.
Ha
organizado los Eventos Teóricos de Arte y Literatura Fantástica “Behíque 2009”,
así como las dos ediciones de “Espacio Abierto 2010, 2011, 2012 y 2013.”
Co-editora de la revista de literatura de Ciencia- ficción y Fantasía cubana
“Korad”.
Conduce
el espacio Punta de Flecha, dedicado a la promoción y la crítica de los jóvenes
escritores, y el diálogo con los procesos culturales contemporáneos.
Ha
publicado la novela Al límite de los Olivos, Editorial Extramuros 2009; La
hembra alfa, Editorial Letras Cubanas 2013; Promesas de la Tierra Rota,
Editorial Gente Nueva, año 2013; Salomé, Casa Editorial Abril, 2013 y Dime,
bruja que destellas, Casa Editorial Abril, 2013.
También
ha compilado y prologado Axis Mundi: antología de cuentos cubanos de fantasía,
Editorial Gente Nueva 2012 e Hijos de Korad: antología del taller literario
Espacio Abierto, Editorial Gente Nueva, año 2013.
Su
obra ha sido publicada en diversas antologías en España, Inglaterra, Italia,
Venezuela, Argentina, Uruguay, México, Estados Unidos, Chile, Brasil, Puerto
Rico, Australia y Cuba.
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