Ilustrado por Alejandro
Colucci
Mi
más grande frustración es que no puedo dibujar, no sé, por más que lo intento,
solo puedo dibujar con palabras, así que admiro muchísimo a los ilustradores y
dibujantes, particularmente a los que dedico el cuento. Es una suerte de
homenaje a esos que crean un personaje hasta hacer que los que disfrutamos de
sus peripecias lo veamos como una criatura real. Además, como puedes ver en la dedicatoria, este cuento se me fue un poco de las manos, lo había concebido
como algo diferentes hasta que Juan Pablo me sugirió un camino... y ya ves...
¿algo más que puede decir? no sé, que me divertí mucho escribiéndolo.
Para Duchy Man y John Howe,
Para Neil Gaiman, por supuesto,
por pintar sueños,
Y para Juan Pablo
que desde el principio, incluso
mejor que yo, supo de qué iba esto… gracias JuanPa
ourth
Nanko fue rodeado por los cuerpos de sus Iluminados. Hasya, el más fiel y
antiguo, maestro de los otros cinco, se dirigió respetuoso a su señor.
––Estamos
atrapados, nos alcanzarán, Milord. Podríamos buscar una ventana, pero solo
puedes escapar tú ––
No
sería la primera vez. Ojos de Agua, Dina, Oryo y Makesta se habían sacrificado
de la misma forma en otras ocasiones.
Algunos
mundos no caían de rodillas así tan fácil y era una delicia aplastar toda
resistencia, pero también un riesgo. Un riesgo que había que correr para seguir
siendo el mejor, el más poderoso y temido, y para llevar a todos los universos
la verdad.
––Me
quedaré –– suspiró –– Esta vez no huiré, afrontaremos esto juntos, los siete.
––Pero
mi señor…
––Calla,
Hasya, nuestra Señora no nos abandonará, porque sabe que todo lo hacemos por su
gloria, por llevar Su nombre e Imagen a todos los universos. ––
Hasya
apretó los dientes y sus dedos se engarfiaron en torno al arma.
Dourth
abandonó la protección de sus Iluminados y se colocó junto a ellos, como un
guerrero más y no como el señor que era.
––¡Mátalo! ––
había ordenado Gabe, y Selene tembló como si aquella voz le hubiera ordenado
cortarse las venas.
Había estado
riendo un chiste (Gabe no hacía un solo chiste del que no te pudieras reír) y se
atragantó la risa.
––¿Eh? ––
preguntó de una forma más bien estúpida, con lágrimas de risa aún corriéndole
por una mejilla y dándole el aspecto vulnerable que no se debería tener al
recibir una orden como esa.
Gabe se acomodó
en su poderosa silla, tras el poderoso escritorio que le correspondía a su
casta de poderoso editor. El cuerpo enorme llenaba la poltrona y presidía la
oficina intimidando a todos los que iban a verle. Las manos de gruesos dedos se
enlazaron en un gesto que tal vez el Gran Caudillo de la agencia consideró
tranquilizador, pero que a Selene le pareció una pantomima de ahorcamiento de
sus sueños.
––Pues que lo
mates, niña, es demasiado viejo y popular. La época de los héroes de tebeo con
más de diez años ya ha pasado, la información se mueve demasiado rápido y la
competencia es atroz. Presiento que este tipo caerá pronto y es mejor que lo
matemos ahora que todavía es oro, antes que se nos haga tierra en las manos ––
Los
presentimientos de Gabe hasta ahora habían resultado acertados. Pero podía
estar equivocado, aunque fuera esa única vez.
La criatura
arquetípicamente masculina, impredecible y poderosa, líder de multitudes,
guerrero habilísimo, prototipo de un género de belleza a la vez maligno y
angelical, era para Selene su hijo, su amante, su esclavo y amo, y su amigo más
fiel.
La gente había
caído rendida a sus tiranos pies en el momento mismo que abrió las páginas del
primer tebeo. En esa aventura Selene pensó colocar en el papel principal a
otro, pero el novicio guerrero Dourth Nanko lo mató y se hizo con el
protagonismo. La dibujante pensó que no era lo que había pensado al principio,
pero el carisma del nuevo personaje bien valía desechar la idea original.
Aquella
impresión debutante era en papel barato, los colores económicos resultaban
demasiado chillones, demasiado ordinarios para la profundidad y belleza de la
historia. Dourth Nanko se hubiera visto apagado y común si no estuviera
investido con el encanto que ahora, años después y en mejor impresión, se había
consolidado ganando multitudes de fanáticos a favor y en contra.
Batallones de
padres, clérigos, senadores, críticos y maestros le habían jurado la censura, a
causa del exceso de violencia que derramaba desde las páginas, hilvanada con
una coherencia casi poética y algebraica.
Los chicos,
luciendo cortes de pelo iguales al de Dourth Nanko y vestidos con camisetas
donde campeaba su imagen, acechaban cada estreno; y las tiendas especializadas
debían llamar a la policía cuando la caterva adolescente (no tan adolescente a
veces) se solazaba en contiendas tumultuarias.
Los cuadernos
escolares mostraban dibujos copiados de la saga por manos infantiles y
adolescentes, y líneas completas de mercadería, productos de escritorio,
camisetas, portavasos y todo género de cosas inútiles, explotaban la imagen del
guerrero sacerdote para alimentar el insensato consumismo de un público
enamorado de Dourth.
Los expertos
coleccionaban cada número y los pagaban con largueza, incluso aquellos feos
primeros folletos de dudosa calidad. Y el mejor regalo que podía hacer un amigo
era el último número de las aventuras guerreras, asesinas, diplomáticas o
amorosas de Dourth Nanko.
Varios estudios
de animación se disputaban los derechos a llevarlo al cine y los salones de
arte gráfico eran considerados un fiasco si Dourth Nanko no estaba presente
como tela de conferencia para detractores y apasionados.
Incluso habían
olvidado que era obra de ella. La creación había opacado definitivamente a su
creadora y Selene, antaño gris dibujante de portadas para ediciones baratas,
sentía ese olvido como la confirmación de cuán genial era la saga del Tirano de
los Universos.
Él seguía siendo
el mismo del principio, más rudo, más triste. La dibujante lo había marcado un
poco, solo un poco, acariciándole los párpados con arrugas tan leves como
pelillos, afilando los pómulos y la barbilla, apretando la boca y agriándole una
pizca la expresión. Nadie lo había notado, pero ella sí.
Y así debía ser.
Al principio solo era un niño, un pichón de guerra, frágil semilla de secuoya
que amenazaba con romper el terreno y amoldarlo al gusto de sus raíces para
presidir sobre la tierra como un árbol poderoso y enorme. Pero ahora era un
hombre, un hombre hecho que se había tintado el alma con sangre ajena, que
había perdido o matado amantes, amigos, hermanos, y tenía toda una hecatombe de
pueblos ardiendo en la conciencia. Había pasado de ser una amenaza planetaria a
una plaga del multiverso, como una suerte de Atila ultradimensional incitado
por su particular interpretación religiosa, de la que no se daban detalles en
ninguna aventura, solo vagos indicios.
Era un hijo de
puta con mayúsculas. Todo diabólico hasta la náusea y el pavor. Y de cuando en
cuando la coraza del monstruo dejaba escapar unos filones súbitos de ternura y
justicia que subrayaban la ambigüedad de su espíritu.
Esas cualidades
y el tipo de vida que llevaba debían cambiar su cuerpo, envejecer su alma,
marcar su rostro, y hacerlo de forma que nadie lo viera como alguien distinto,
sin que perdiera su magia ni dejara de ser él. Tenía que crecer y Selene lo
había hecho crecer con toda deliberación.
Había sufrido
con él, matado con él. Cada momento de su vida en el papel ella lo había vivido
intensamente, acompañando al no-héroe en sus avatares por una multitud de
mundos. Había sido sus amantes, sus amigos y hasta sus enemigos, despojándose
entera de sí misma para entregársele. Él la acompañaba en su vida solitaria,
iba a su lado cuando caminaba por calles oscuras, protegida con su presencia.
Selene era Dourth Nanko.
Y ahora Gabe,
Bola de Hierro, le pedía que lo matara.
Hasya
cayó el último.
Algo
en la forma de luchar de los atacantes le reveló a Dourth que trataban de
capturarlo vivo.
––Me
venderé muy caro –– gruñó y tiró el arma inútil, recalentada por la actividad
excesiva y casi a punto de explotar en sus manos.
Aún
tenía su espada y pensaba empaparla de sangre enemiga, llevándose por delante a
todos los adversarios que pudiera.
Desactivó el escudo y se lanzó sobre uno de ellos, la espada encontró carne.
Era un
sacrificio impensable: Él era su máxima creación.
Todos los
personajes de la saga estaban bien hechos, tanto que matar a Ojos de Agua casi
desencadenó un linchamiento cuando centenares de chicas furiosas la acorralaron
en una convención de artes gráficas. Y Ojos de Agua era solo un personaje
secundario, una criatura que, bien analizada por entendidos, era una parodia contraria
de Bola de Hierro: ligera y pequeña como él era enorme y pesado, rápida como él
era lento, morena ella y él rubicundo; torpe e insociable Ojos de Agua, a
diferencia de Gabe Bola de Hierro, que flotaba con éxito como una ballena
ingeniosa por las aguas revueltas de cualquier evento. Y como colofón: la
pequeña mercenaria hacía los peores chistes de la historia, remedados de las
estupendas bromas de antología que el editor atesoraba y compartía con todo el
mundo.
Bola de Hierro
la adoraba, entonces Selene la mató con todo refinamiento y crueldad.
Valió la pena
luego que las fanáticas, mentalmente retratadas en aquella belleza adolescente,
tan torpe, la pusieran en un tris de morir. Esa noche, doliéndole aún los
moretones, la dibujante encargó una cena principesca, se bañó en toda su
provisión de almendra amarga y se puso el vestido más caro del ropero, para
salir en la parranda más costosa y loca de toda su vida.
Si matara a
Dourth Nanko no quería ni pensar en lo que le harían los fanáticos, además de que…
matarlo a él… a él… Eso superaba todas sus barreras.
Lo amaba, no
podía matarlo.
––Es que yo…
––¡Tú nada,
hijita! Mátalo que es lo mejor. Mira, te lo estoy diciendo yo, el que llena tus
cheques. –– Selene se
estremeció y se tragó el final de la frase, aquella insólita declaración donde
hubiera expresado cuánto amaba a Dourth Nanko, el dolor que le causaría
destruirlo después de hacerlo tan amorosamente, puliendo y engarzando pieza a
pieza como lo haría con una joya invaluable.
Se levantó de la
cómoda butaca que ahora le parecía una trampa para fieras rebeldes y retrocedió
hasta la puerta, apretando la carpeta con sus esbozos, amparándola de Bola de
Hierro.
––Hazlo ––
insistió Gabe –– Puedes irte ahora sin contestarme, pero quiero que cuando
vuelvas me traigas los esbozos con la muerte de Dourth Nanko. Puedes hacerla
como quieras, pero que se muera de una vez, es hora. ––
Shinji
Nagashima, Neil Gaiman, Hugo Pratt o Enric Sió la entenderían, o a lo mejor no:
ninguno parecía haber desarrollado con uno de sus personajes el tipo de
obsesión que ella tenía con su héroe.
El camino a casa
fue de pesadilla, apretando la carpeta contra el pecho y temiendo, como en los
viejos tiempos de las baratas carpetas rotas, que se le cayeran los esbozos y
se desparramaran por el piso lodoso estropeándose sin remedio.
Se acercó
aprensiva al kiosco de la esquina de su casa para conversar un poco con el
vendedor. No sabía ni cuál era su nombre, solo era el viejo de la esquina, pero
sí sabía sin lugar a dudas que el hombre adoraba sus tebeos y a Dourth Nanko,
mientras que odiaba a los demás héroes de papel.
––¿Qué hay,
princesa? –– le preguntó al viejo –– ¿Cuándo me traerán a Nanko? Este mes hay
algún retraso y los chicos se han dejado caer por acá a preguntarme, me están
volviendo loco. ¿A quién destripará ahora el maldito? ¿Qué mundo piensa
arrasar?
––No sé, no sé.
Eso se va resolviendo por el camino, mientras estoy trabajando en una aventura
no tengo ni idea de qué hará en el próximo número ––
Hablaban de él
como de una persona real y tangible y a Selene le gustaba que fuera así. Y en
realidad la historia se resolvía por el camino, en la ficción de que Dourth
Nanko tomaba cada sorpresiva decisión independientemente de ella.
––Me pregunto
qué pasará el día que tenga que acabar con él ––
El viejo
vendedor inclinó la cabeza para verla por encima de las gafas. Su mirada fue
súbitamente seria y preocupada.
––Eso no pasará
–– señaló con gravedad –– Dourth Nanko no muere, es inmortal. Primero moriremos
nosotros que él. Siempre estará ahí porque no existe nadie capaz de matarlo.
Está hecho para sobrevivir, desde el primer número en que parecía que el dueño
del cuento sería otro hasta que Nanko se lo cargó.––
Selene sintió un
escalofrío ante la idea de que Dourth pudiera por sí mismo “cargarse” a alguien
y de que otra persona fuera de ella hubiera notado cómo él se hacía con el
protagonismo pasando incluso por encima de las intenciones primarias de su
creadora. Notó la carne de gallina en el brazo Un cuervo pasó sobre mi tumba
rió para sus adentros, tratando de quitarle importancia al asunto, y enseguida
se dedicó a comentar otras menudencias y chismes de barrio.
A la postre se
despidió y escapó hacia su departamento, echando miradas al viejo para ver si
no la seguía con la vista.
Subió las
escaleras sin mirar ninguna puerta y llegó a su ático acezante por el esfuerzo
de correr. Las llaves se le cayeron varias veces antes de poder acertar en las
cerraduras.
Pronto estuvo en
su estudio y solo allí, segura en la matriz donde nacían Dourth Nanko y todos
sus compañeros de aventuras, pudo relajarse y respirar con más libertad.
Colocó la
carpeta sobre su mesilla anexa, debajo de un retrato de su héroe que muchos
fanáticos habían tratado de comprarle a precios absurdamente espléndidos.
Caminó hacia la banqueta de la mesa de trabajo y a medio camino desistió, así
que se sentó en el suelo, junto al estante donde tenía bien ordenados los tubos
de colores, las plumas y pinceles, las espátulas, el papel y los rollos de lienzo.
¿Por qué no
había luchado? Dourth Nanko merecía que gritara, que tirara los papeles de
Gabe, que pegara un puñetazo en su mesa ofensiva, ignorante seguro desde hacía
siglos del rasgueo de las plumas, desde que Gabe era Bola de Hierro y dibujaba
como poseso sobre ese mismo buró la saga de la Hermandad del Fuego.
El héroe merecía
que ella lo protegiera con uñas y dientes y le restregara en la gorda cara al
jefe que ya no era el dibujante musculoso de cara de halcón que manejaba el
imperio de la Hermandad con talento y humor, sino un gordo chistoso e hijo de
puta que destruía o encumbraba carreras como si fueran cosméticos destinados al
público medio.
Apoyó la cabeza
en una de las esquinas del estante. Olía a etanol, a aguarrás y a madera, un
olor seco y penetrante que ella adoraba. Era un mueble caro, mandarlo a hacer
le había costado no menos de mil doscientos dólares y todo lo que llevaba
dentro se elevaba a la espectacular cifra de cinco mil. Quizás para otra gente
no era demasiado, pero para Selene sí, tomando en cuenta que su cómic, no
obstante la fama, no la hacía muy solvente.
Quizás si
hubiera vendido los derechos a alguno de los estudios de animados ahora podría…
un momento. Había gente que sí deseaba que Dourth Nanko viviera eternamente,
gente con poder, no fanáticos adictos a la sangre. Gente que pagaría por que
Selene continuara la saga hasta el infinito, y así ella podría seguir teniendo
a Dourth Nanko con ella, haciéndolo y amándolo por más tiempo, cuanto tiempo
quisiera.
Pero tenía que
ser inteligente y jugar sus cartas con cuidado.
Los
atacantes rodearon a Nanko y cayeron sobre él impidiendo sus movimientos.
Durante los
© The Walls of Byzantium (Quercus Books, 2013) |
últimos segundos de batalla fueron llegando más y más, entrando por
las puertas en oleadas, impidiéndole al guerrero llegar a un lugar donde
pudiera abrirse alguna ventana por donde se pudiera escapar.
“¿De
dónde salen todos?”
Caían
por montones bajo la espada, y al fin fueron tantos los cadáveres que Nanko
resbaló y cayeron sobre él.
Le
arrancaron la espada, lo envolvieron en su capa y lo arrastraron por los
pasillos como un enorme paquete. Al pasar cerca de una habitación que tenía las
puertas abiertas, Dourth Nanko vio en el centro de la estancia, recortada
contra la oscuridad, la semilla de una ventana, tan perfecta en su inaccesibilidad
como una estrella. Sintió sus ojos arder.
Lo primero era
garantizar sus otros trabajos, manejar finanzas y contratos libres para no
quedar indefensa cuando hiciera su movida.
Esa tarde se dio
una larga ducha, se lavó el cabello y cocinó macarrones con queso. Tomó asiento
ante su mesa de trabajo, fresca y alimentada, colocó sus instrumentos en el
orden escrupuloso que le había enseñado la práctica de diez años y se enfrentó
al papel.
Trazó esbozos de
las dos ilustraciones que debía a una editorial infantil, cuando los terminó
llamó a los editores y concertó varias entrevistas para los siguientes tres
días.
Dibujó el resto
de la tarde, toda la noche, parte de la madrugada.
Cuando se acostó
al fin pensó que tenía cuatro días para arreglar sus asuntos antes de ponerse a
trabajar en la “muerte” de Dourth Nanko y en otro folleto, secreto y
esperanzador.
El sábado al fin
se sentó junto a la mesa. La luz del día bañaba el papel, y más allá de los
cristales de su claraboya la ciudad se extendía bajo el sol, movida y luminosa,
esa ciudad que asistiría consternada a la muerte del antihéroe de papel más
seguido de la historia.
Trabajó todo el
día, mezcló colores, trazó líneas, dibujó globos de diálogo y esbozó aquella
muerte que le parecía la propia. Más de una vez tuvo que detenerse a secar
lágrimas de agotamiento o de rabia. El teléfono sonó en varias ocasiones pero
ella no contestó. Alguien tocó su puerta y Selene no salió a abrir.
Solo el lunes se
levantó de una interminable jornada de dos días en los que solo se detuvo para
echar una cabezada en la estera de junco que tenía en el estudio, para comer
macarrones fríos o para ir al baño cuando no podía más.
Las planas
estaban terminadas.
Brillaban los
colores, definidos en cada escena. La crueldad gritaba y la urgencia era casi
palpable, así como una anticipación latente del atroz final. La muerte de
Dourth Nanko había sido pintada con toda intención solo en tonalidades de rojo
y negro. La sesión de tortura, el dolor orgulloso en el rostro del tirano, la
muerte de uno de los torturadores, martirizado por la mente del monstruo
atormentado. Al fin llegó la muerte, y la frase final, y un silencio de color
púrpura… la frase final estaba algo extraña.
Selene miró con
detenimiento el mensaje, movió la cabeza, confundida. Debía ser una burla del
subconsciente, tan dolorosa y contradictoria le resultaba la idea de matar a
Dourth Nanko.
Volvió a la mesa
y arregló la frase. Ahora estaba mejor, unas palabras solemnes y a la vez
desesperadas, como debían ser las últimas de alguien como él.
La dibujante se
vistió, metió el folleto con la muerte de su héroe en un gran sobre y el otro
folleto lo dejó sobre la mesa, calzado con un globo de cristal. Solo entonces
se permitió respirar y reír, reír a carcajadas.
Ese Gabe no
sabría qué lo golpeó, tendría en sus manos la muerte del amado de Selene,
creyendo que era el final, y mientras tanto ella y Dourth Nanko estarían
riéndose de él, preparando un brillante regreso, esa vez patrocinados por
alguien más.
Recorrió la
ciudad y llegó a la agencia con una sonrisa de triunfo bailándole en el rostro.
––¡Oh, has sido
rápida! –– se admiró Bola de Hierro cuando tuvo los papeles en su mesa.
Los miró con
cuidado, calibrando la calidad con que Selene había trazado y coloreado los
cuadros. No le agradó mucho que ya hubiera llenado los globos de diálogo, pero
viéndolo mejor los parlamentos estaban bien.
La dibujante vio
con satisfacción cómo los ojos hundidos de Gabe se llenaron de lágrimas con las
escenas finales.
El hombre
terminó al fin su lectura y lanzó un suspiro.
––Te has
superado, hija, te felicito. Si no fuera porque te mandé a matarlo, ahora mismo
te pedía que… en fin.––
Extendió un
cheque y se lo alcanzó por encima de la mesa.
Selene vio la
cifra y se estremeció.
––¿Tanto? ––
tartamudeó –– ¡Tanto por matarlo!
––¿Es
suficiente? ––
¡Suficiente! Era
la cifra perfecta para tener el trasero cubierto antes de efectuar su movida.
––Está bien ––
la voz fue un susurro balante –– Ahora, si no tienes inconveniente, me voy a
casa, estoy hecha polvo.
––Sí, sí ––
asintió Gabe y a Selene le pareció que le alegraba librarse de ella cuanto
antes.
Le dio la
espalda al jefe y escapó hacia la gran puerta de la oficina.
––Me gustaría
que consideraras resucitar a otros tipos interesantes –– sugirió Gabe antes de
que ella saliera –– Como a Ojos de Agua, por ejemplo. ––
Selene esperó un
ascensor vacío, y ya en él se dejó caer en el suelo, riendo sin parar.
––Sí señor,
gordo asqueroso, ya te daré Ojos de Agua a ti –– chillaba sin poderse contener.
Cuando la puerta
se abrió salió corriendo del elevador con una expresión en la cara que espantó
a algunas personas.
Corrió por la
ciudad como loca, riendo.
Ya en la esquina
de su casa, junto al kiosco del viejo vendedor chocó con una muchacha morena,
bella y musculosa, que la miró con ojos desorbitados y balbuceó torpemente una
disculpa.
––Mira,
princesa, esta es… –– comenzó a decir entusiasmadísimo el viejo de las gafas.
––Después,
después –– interrumpió Selene y siguió la carrera hacia su casa.
Se acostó
vestida en su cama, dispuesta a dormir al menos dieciséis horas de un tirón.
Los siguientes
quince días los vivió como en una resaca de vino malo, casi sonámbula, solo
salió de casa a hacer unas pocas compras y se mantuvo en contacto con sus
editores por correo, mientras perfeccionaba su cuadernillo secreto.
El último número
de la saga del Tirano de los Universos salió el doce de febrero, justo antes de
una conocida convención del cómic.
El viejo
vendedor leyó el tebeo antes de sacarlo a la venta y murió de un infarto, el
día de la venta era otro viejo vendedor el que atendía el kiosco. Los chicos se
pelearon con saña, la policía tuvo que intervenir en varias riñas demasiado
sangrientas. La gente abrió las páginas con un cosquilleo de ansiedad y leyó, y
leyó…
Muchos gritaron,
otros lagrimearon en secreto, algunos hicieron pactos colectivos para
suicidarse o se suicidaron a solas, y todo el mundo apretó los puños deseando
echar mano a la escurridiza dibujante para darle su merecido.
Selene se había
mudado de casa y estaba instalando su estudio en otro ático. Sobre su mesa aún
estaba el otro folleto, ya terminado y lleno de esperanzados azules y verdes
que remataban los expresivos blanquinegros, metido en un recoleto sobre
manufacturado, un objeto enorme y elegante de colección, algo que ella
atesoraba desde que lo encargó a un papelero deseando colocar dentro de las
valvas de aquella costosa concha la perla única de su mejor obra aún no materializada.
Pues bien, ahora
la concha estaba llena con una perla que iría, por obra y gracia de entregas
especiales, directa al escritorio de alguien interesado en invertir.
Tocaron la
puerta y Selene corrió a abrir, segura de que era el mensajero.
Pero la figura
que esperaba en el umbral no era la de un mensajero.
Para empezar
estaba vestido con un traje negro y polvoriento y sobre él una capa oscura y
raída. Esa persona olía a sangre y muerte.
Medía sus buenos
dos metros y su pecho parecía anormalmente ancho, sobrehumano. El rostro pálido
y taciturno parecía tallado en mármol, un mármol sucio de sangre y cabello
húmedo, y las manos que flotaban en la oscuridad del traje blandían la espada
formidable que Selene había diseñado guiándose por estudios sobre armas
medievales asiáticas.
La dibujante
retrocedió al ver los ojos, reconociendo la locura que brillaba en ellos, y
recordando de pronto a la chica que el viejo vendedor quería presentarle, tan
familiar No puede ser.
––¡Zorra! ––
roncó la aparición –– ¡Te advertí que no me mataras! ¿Creíste que no podía
hacértelo pagar?––
Selene pensó que
era realmente hermoso, que tenía la voz más bella y varonil, tal como la había
imaginado, y que su olor a sangre, madera y fuego era justamente el olor con
que lo soñaba ¡No, es imposible!
––¡Creíste que
podías destruirme! ¡Perra! ¡Nadie puede hacerlo, ni tú!––
La muchacha
siguió retrocediendo hasta su estudio, seguida por los pasos enérgicos de la
criatura. Cayó al tropezar con una caja, una mano hacia atrás intentando
amortiguar la caída. Él se detuvo, miró despreciativo alrededor, sin prestar
atención a la mujer que escapaba arrastrándose entre los objetos desparramados
por el piso.
––Un nuevo
universo…–– roncó el hombre, como si recién lo notara.
La dibujante
reptó por el suelo sin perder de vista al engendro. Él era tan bello, y tan
horrible a la vez… Su carcajada súbita la atemorizó más aún, y lo que dijo:
––¡Un nuevo
lugar! ––
La chica se
detuvo en su huída al comprender lo que significaban esas palabras. La sombra
alzó la espada sobre ella y sintió el
metal atravesarla.
––No… ––
susurró.
–– Sí –– rió
Nanko –– Me has dado un nuevo lugar: me aseguraré de que mis nuevos súbditos te
honren como a mi diosa creadora. Te daré el lugar que mereces en mi vida y en
el futuro de este mundo –– rió torvamente –– no me des las gracias ––
El mensajero de
la agencia de entregas especiales se había tardado por el tráfico, y llegó casi
dos horas después, listo para recibir una refriega y hasta una despedida a
cajas destempladas sin poder cumplir ningún encargo ni recibir propina, a
cambio encontró desangrada en medio del pasillo a la ilustradora, el piso
marcado por una larga huella de sangre como si ella hubiera sufrido su agonía
reptando, huyendo de algo o alguien.
Durante mucho
tiempo se pensó que algún fanático desquiciado la había matado en castigo por
darle fin a la saga pero no encontraron ningún indicio: el asesino
sencillamente se había esfumado en el aire.
La saga se
entronizó en colecciones y muchos atesoraron los números. Una agencia trató de
revivir al monstruo pero el resultado fue un tipo ordinario, sin el encanto
único de Dourth Nanko, que no logró atrapar al público. La crítica lamentó la
desaparición de la talentosa creadora, elogiando su estilo en largas y
lacrimosas declaraciones en que la llamaban “Madre del Engendro”, salpicando
los escritos de referencias a la “chica minúscula de espejuelos”, una frase que
la hubiera hecho odiar los reportajes porque en solo cuatro palabras
evidenciaba cuán pequeña, insignificante y fea era.
La leyenda
perduró, y se enriqueció con la memoria de un tipo enorme, bello y oscuro, que
se apareció en una feria del cómic con una plana inédita donde Dourth Nanko
revivía en un espectacular rito en parte mágico en parte médico, ejecutado por
una pequeña bruja de espejuelos sospechosamente parecida a la dibujante. Pocos
vieron el ejemplar y nadie pudo contactar con el afortunado propietario, así
que el resto del gran público pensó que era solo un mito de esperanza, el
último mito sobre el Tirano de los Universos derramando marejadas de sangre,
poesía y violencia desde el papel, y la esperanza de que Dourth Nanko volvería,
alguna vez.
Sobre la autora:
Yadira Álvarez
Betancourt (La Habana, 1980) Trabaja en el departamento de Educación Especial
de la Universidad Pedagógica. Egresada del Centro de Formación Literaria Onelio
Jorge Cardoso en el años 2005. Obtuvo premio en el Primer Concurso Oscar
Hurtado de Ciencia Ficción y Fantasía. Junto a Gonzalo Morán elabora el boletín
de noticias de ciencia ficción y fantasía Informativo Estronia. Ha colaborado
con la página digital Fantasymundo.com y con la revista digital miNatura.
Cuentos suyos han aparecido en las antologías Vestida de mar y otros cantos de
sirena y Axis mundi.
Sobre el
ilustrador:
Alejandro
Colucci (Uruguay, 1966) Nacido en una familia de inmigrantes italianos, Alejandro
Colucci ha trabajado desde 1990 en el mercado publicitario y editorial como
ilustrador y diseñador gráfico.
En 2000 triunfa en
la categoría ilustración en el Primer concurso de comics de Argentina.
En 2002 abandona
la publicidad y se traslada a Barcelona con su familia, donde reside actualmente.
Sus ilustraciones para el Ayuntamiento de Barcelona en 2007 resultan galardonadas
con el Grand Laus, premio a la calidad del diseño gráfico. En 2009 es seleccionado
por la editorial Taschen para formar parte de su prestigiosa publicación Illustration
Now! y recientemente ha obtenido el premio Scifiworld a la mejor ilustración de
2011.
Sus ilustraciones
y portadas de libros han sido utilizadas por grupos editoriales en más de 15 países.
En 2011 Dolmen Books ha publicado el libro El arte de Alejandro Colucci que recopila
muchos de sus mejores trabajos.
Alejandro trabaja
con técnicas tradicionales y digitales, según los requerimientos de la obra a
representar.
Actualmente vive
en Londres.
Desde 2009 su
empresa Epica Prima es la representante de su obra: www.epicaprima.com
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