Ilustrado por Carmen Rosa Signes Urrea (España)
Los dos hombres tenían, uno cara de ciruela y el otro de tortuga; vestían pantalón de gala y chalecos doraditos. Se cubrían con sobrero de copa aterciopelado, azul marino. Caminaban el uno al lado del otro, dignos y al unísono, con andares de pingüino y escarabajo. Mientras avanzaban se intercambiaba de vez en cuando, sonrisas de perfecta facturación protocolaria. Sabían que un buen presidente debe hacer honor a todos los dentífricos del mundo.
Cuando alcanzaron la Gran Puerta , que
indicaba el fin del camino y la entrada al recinto de las Discusiones
Trascendentales, se detuvieron para cederse mutuamente el paso...pero no se
ponían de acuerdo...
—Usted primero.
—¡De ningún modo! ¡Pase, por favor!
—¡Señor!..
Forcejearon cabeza contra cabeza,
casi como dos carneros. Fue cosa de segundos. El más gordo consiguió hacer
pasar al otro a empellones, más o menos disimulados con reverencias y
gesticulaciones que pretendía corteses y bondadosas.
La sala rebosaba documentos
amontonados en desorden total. Legajos y más legajos. Estancias, con precinto
de urgente, languideciendo en el olvido. Documentos y documentos con esa
tonalidad ictérica propia del papel envejecido. Mesas, sillas, armarios, el
suelo... estaban cubiertos de una gruesa epidermis de polvo compacto. Casi
fósil.
Los personajes se adentraron en el
dédalo, forzados a grotescas piruetas para salvar los obstáculos, haciendo a la
vez grandes esfuerzos por no peder la compostura presidencial.
Se quitaron las chisteras y las
soltaron donde mejor pudieron. Luego, tomando asiento a ambos lados de la
enorme mesa de conferencias, iniciaron su primer trabajo: quitar a guantazos el
polvo del contorno. Al terminar, uno de ellos preguntó:
—¿Quiere usted fumar mientras
reflexionamos cómo salir de la crisis?
—¿Y usted?
—Sí, claro.
Al mimo tiempo sacaron las pitilleras, cuyas
incrustaciones de valor destellaron a la luz mercurial del ambiente. Durante
varios segundos permanecieron estáticos, el uno frente al otro, en actitud de
hábiles prestidigitadores.
—Elija del mío. Le aseguro que es el
mejor tabaco. Brasileño de verdad.
—Creo que se equivoca en lo de la
calidad. El mío es mejor. Lo cultivan en mi propio país.
—Me permito señalarle que no tiene
razón porque...
—Disculpe que le corte... pero la
calidad del tabaco que le ofrezco es el que permitirá...
La discusión era absurda, y lo peor
es que se complicó hasta hacerse acalorada. Las palabras de pronto se
ennegrecieron. Los respetables representantes del Orden Nacional se enzarzaron
en una grotesca lucha de esfuerzos y argucias para colocarse mutuamente un
cigarrillo en los labios, dispuestos a conseguirlo a viva fuerza, por orgullo
patrio, por razones de prestigio. A Puerta Cerrada, prosiguieron con su
forcejeo rodando entre libros y papeles.
—¡Imbécil ! ¡Me las va usted a
pagar!.- gruñó el de la cara de ciruela, con la voz sofocada bajo un ejemplar del cotidiano
“Libertad”.
¡Esto es un ultraje a mi Nación ¡
En el la baraúnda no se sabía quien
hablaba, si el uno o el otro. ¿ Pero que más da?.
—¡Usted si que es un hijo de...
!Mientras tanto en la calle,
periodistas del mundo esperaban el resultado del encuentro a Puerta Cerrada,
puestas todas las esperanzas en los dos poderosos mandatarios.
El menos fuerte en el forcejeo, creo
que el de cara de tortuga, eligió la vía drástica para establecer el orden y
guardar su prestigio.. Con veloz movimiento sacó de su axila izquierda una
pequeña pistola y apretó el gatillo, alcanzando a su colega político en pleno
esternón. Cigarrillo en ristre, permaneció en pie con un gesto de asombro. El
tiro había sido malo. El herido dejo caer el cigarrillo y señaló con un índice
a su agresor. El dedo emitió un chasquido y escupió una bala con piel de
cianuro. El proyectil digital incrustado en la frente sorbió la vida con ansia
de esponja. El hombre del dedo mortífero, tambaleándose, se pude a buscar con
ansia entre legajos amontonados hasta encontrar lo que deseaba: un teléfono
rojo. Lo cogió entre sus manos crispadas y a duras penas marcó un número.
Los electrones corrieron por el cable hasta otro teléfono gemelo, allá, sobre
una lejana mesa tras la cual un jerifalte sentado indolentemente, se entretenía
haciendo pajaritas de papel. Al oír el zumbido soltó a medio doblar la que
tenia entre manos y alargó, si prisa, su brazo hacia el aparato.
—¿Diga? Aquí Código Apocalipsis.
Las palabras del herido llegaron a
borbotones. Se daba una orden, la cual a pesar de ser pavorosa, no pareció
alterar al displicente que, bostezando se dispuso a cumplirla.
—Okay. A sus ordenes mi presidente.
Código Rojo en activo. Viva la
Patria.
El jerifalte pulso con su pulgar el
botón a destellos cárdenos que brillaba sobre su mesa.
Un rugido se puso en marcha. Pequeñas
máquinas le musitaron una espantosa orden a otras máquinas. Águilas de aluminio preñadas de
megamuertos alzaron el vuelo. Miles de seres humanos extendieron sus brazos
intentando abrazarse a la última brizna de vida. Quedaron las manos
petrificadas en un gesto eternizado implorador de piedad. Silencio.
El hombre del dedo fatídico cayó de
espaldas, agitó brazos y piernas como una cucaracha víctima del DDT y carraspeó con su último
aliento.
—Cretino de mierda...quererme...hacer
tragar... su basura de cigarrillo.
Sobre el Autor:
Francisco Lezcano Lezcano (Barcelona, España, 1934) es un
polifacético artista: Pintor, dibujante, poeta, escritor de Ciencia-Ficción, escultor,
muralista, actor, pionero de la fotografía submarina.
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