La noticia de su
muerte nos llegó hoy a través de José Miguel “Yoss” Sánchez (irónicamente le
llego a él desde España).
La única reseña
sobre Alberto Mesa Comendeiro la he encontrado en Clarín
“Para Alberto Mesa Comendeiro una
globalización demoledora hace de las personas puros deshechos emocionales.
Desde que William Gibson inaugurara el ciberpunk con la excepcional novela
Neuromante o el, aún mejor, relato “Johnny Nemonic”, esta corriente ha dado
algunos de los más agradables frutos de la literatura de ciencia ficción. Y
así, además del relato reseñado (“Huéspedes del basurero” de Alberto Mesa
Comendeiro), nos encontramos en Secretos del futuro una valiosa selección…”.
No existe en
internet mucho más sobre él.
Es muy difícil hablar
de Alberto Mesa sin caer en contradicciones. Irritable e irritante, conversar
con Alberto era, siempre, caer en una
interminable discusión, que podía durar casi toda la noche. Lo que ninguno de
los que lo hemos conocido podremos negar es su amor por la ciencia ficción.
Alberto Mesa
Comendeiro descansa en paz en uno de esos mundos que bien supo crear.
Fantasmas
inocentes
Por Alberto Mesa Comendeiro
Publicado en Axxón (#159)
e todos los
oficios que hay en el mundo, ¿por qué el de matar tiene que ser el peor? Ser un
asesino no es tan terrible como todos piensan. No es más que un trabajo como
otro cualquiera. A fin de cuentas, si todos tienen que morir tarde o
temprano...
Matar también es
el único oficio que no necesitamos aprender, porque lo llevamos en los genes
desde mucho antes de ser civilizados. Matar es un placer, un gozo primordial, y
el único arte que ha sobrevivido a todas las culturas. Un arte que encierra la
mayor de nuestras contradicciones: ¡no queremos morir pero nos encanta matar!
Es algo que
todos saben.
Algo que yo sé.
Y no me importa.
Ni a nadie.
Es mi oficio; yo
mismo lo elegí y no soy menos humano por eso.
O tal vez sí lo
soy.
No sé.
Tampoco sé si
estoy orgulloso de serlo (hubo un tiempo en que sí, y tanto...) o es sólo la
necesidad imperiosa de justificarme, de justificar lo que hago.
Miro el arma en
mi mano y en el brillo de la luna reflejándose en su pulida superficie metálica
me parece ver también todo mi pasado. No es posible dejarse atrás a sí mismo.
Pesan demasiado los años y la sangre. La de los otros o la propia, qué más da.
No tiene sentido
huir, tampoco esconderme. Para mí no existe lugar seguro. Ningún refugio puede
cobijarme, ni puedo huir de mí mismo.
Pero estoy
cansado.
Qué paradoja.
No puedo
permitirme estar cansado. No debería.
No se supone que
descanse mientras quede alguien que eliminar. Y siempre hay alguien que
eliminar.
Entonces, ¿por
qué estoy cansado?
No soy viejo. Mi
cuerpo es aún robusto y elástico, lleno de energías.
Será tal vez que
me preocupa ver tanta muerte y no poder ver la mía.
¿Estaré muerto y
no me habré dado cuenta?
No. Estoy vivo.
El dolor no
miente.
Pero esta vida
no es como la imaginé una vez.
Lo peor es que
no puedo permitirme tener sentimientos.
Me lo
advirtieron, pero aún así a veces lo olvido.
Matar es mi
negocio.
Nada personal.
Cobro por ello.
Para alguien
como yo, eso es fácil... debería ser fácil.
Era fácil.
Ya no.
Sí, aunque mi
cuerpo aún sea joven, mi mente se ha vuelto vieja.
Tengo que
admitirlo. No he podido adaptarme del todo a estos nuevos tiempos.
Siempre pensé
que con mi entrenamiento en el ejército ya estaba preparado para todo. Que nada
podría ser peor que el campo de batalla. Y para un asesino profesional el mundo
entero es campo de batalla. Me parecía que todo estaba claro.
No importa lo
refinado de los métodos, matar sería siempre lo mismo.
Me equivoqué.
Nadie está nunca
suficientemente preparado para el cambio, o quizás es que en estos tiempos todo
está cambiando demasiado rápido. Y no hablo de las nuevas tecnologías. Esas
sólo simplifican el asunto.
Hablo del
objetivo en sí, de mis víctimas.
Mi oficio es
asesinar.
El peor de los
oficios. Asesinar gente... que no existe.
En las últimas
décadas los progresos de la genética y la biología molecular han modificado
radicalmente nuestra concepción de la vida. Y nuestro poder para actuar sobre
ella. Desde hace años la genética es una de las disciplinas científicas que más
interés despierta en el público, la que mayor atención recibe por parte de los
medios de comunicación. De entre todos sus avances, los más relevantes han sido
la secuenciación del genoma humano y la clonación, pasos increíbles hacia el
develamiento del origen de la vida que también han hecho posibles grandes
progresos en la medicina, en la biotecnología, y en otras industrias como la
alimentaria.
Pero toda moneda
tiene dos caras. Y cuando va a parar a manos equivocadas, éstas siempre se las
arreglan para sacarle brillo a la más oscura de las dos.
En todo nuevo e
importante avance científico acaban tarde o temprano metiendo sus narices los
militares. Y ellos sólo tienen un propósito: hacer más eficiente la guerra.
Así surgieron
los soldados clónicos. No parecía mala idea. Que su hijo pueda estudiar o
trabajar tranquilo en casa mientras una copia suya se sacrifica por el país.
Tuve varios bajo
mi mando. No eran superhombres sin miedo a la muerte. Sufrían cuando eran
heridos. Morían. Y el saber que había otras cien copias de ellos mismos
dispuestas a ocupar su lugar no les ayudaba a soportar el dolor...
Después de que
los militares convierten la magia científica en hechizos de muerte vienen
siempre las megacorporaciones, con sus legiones de bien pagados especialistas
expertos en descubrir los más oscuros deseos de los hombres y hacerlos
realidad.
Siempre que
pueden pagarlos, claro.
Y mientras más
raros son los sueños, más caro sale volverlos realidad.
Todos los
millonarios tienen sus sitios privados y secretos a los que no permiten que
nadie se acerque.
Ni siquiera yo.
Nunca me he
engañado creyendo que me consideran uno de ellos.
Yo soy sólo
alguien que hace su trabajo sucio.
Si no estuviera,
otro podría hacerlo.
No es a mí a
quien necesitan, sino sólo a mi habilidad.
Matar es fácil,
cualquiera puede hacerlo alguna que otra vez.
Matar muchas
veces es un arte, y yo soy un artista habilísimo.
Es esa habilidad
lo único que me hace valioso para ellos.
Es por esa
habilidad que me pagan sumas fabulosas, aunque para ellos sean sólo migajas.
Los sueños
prohibidos siempre están relacionados de alguna forma con el sexo.
Y con la muerte.
Eros y Tanathos.
Amor y muerte.
Amar hasta
morir, y de nuevo, y de nuevo, y de nuevo...
La ciencia y la
tecnología han hecho posibles nuestros sueños... y nuestras aberraciones.
El sexo virtual
pasó de moda. A la mayoría de los clientes les molestaban los trajes de datos
interactivos y muchos hasta desarrollaban algún tipo de alergia tras el uso
continuado. Hasta el software de las consolas simestim mejor diseñadas podía
ser penetrado y saboteado por algún hacker avispado.
No hay nada como
la carne. Y hoy por hoy la carne y la novedad son los SUEC de la Genetics
Dreams. Super Estrellas Clonadas. O sería mejor decir prostíbulos
superexclusivos.
Si no lo ha
probado aún, no se lo pierda. Sus más locos sueños vueltos realidad. Sus más
sucias fantasías al alcance de la mano. Ahora puede usted acostarse con la
mujer de sus sueños: gran actriz, cantante, supermodelo, Naomi Campbell o
Madonna, Mena Suvari o Cher. La diva de su preferencia, en su cama, dócil a
todos sus caprichos... y además, completamente virgen.
Los servicios de
clonación cubren todos los gustos. El ADN lo venden las mismas superestrellas y
a buen precio. Sus asesores de imagen lo consideran buena publicidad. También
ha surgido toda una casta especializada de ladrones de genotipos a los que les
basta con un cabello, una gota de saliva o de sudor de las pocas
recalcitrantes.
Al principio las
feministas protestaron contra la objetización de la figura femenina... luego
empezaron a aparecer los primeros clones de placer masculinos y ya nadie les
prestó atención.
En realidad,
creo que nunca nadie les prestó mucha atención a esa pandilla de frígidas
histéricas.
La Genetics
Dream ha creado todo un sistema, muy organizado. Usando las más modernas
técnicas de programación hipnótica, cada clon se le implantan bloqueos
mentales, tanto para asegurar su docilidad y obediencia como para impedirles
cualquier reacción violenta. Aunque estoy seguro de que algunos clientes
preferirían que les opusiesen cierta resistencia, lo mejor para el negocio es
no correr ni el más mínimo riesgo.
Por eso es que
los clones son también de usar y tirar. Otra clase de condicionamiento mental
garantiza que una vez que el correspondiente cliente haya acabado de dar rienda
suelta a sus fantasías, su ¿víctima? ¿objeto? ¿juguete? deje de respirar. No es
un problema para la compañía; con el ADN de los originales pueden obtener todas
las copias que necesiten, y rápido. Gracias a las últimas técnicas de
embriogenia acelerada, no cuesta mucho tener listo un clon... y en cuestión de
horas.
De eso modo es
posible incluso que varios clientes pueden usar un mismo "modelo" al
mismo tiempo. Según las estadísticas, esos pedidos en serie se disparan cuando
alguna nueva superestrella se pone de moda.
Pero este
negocio, como todos, tiene sus imprevistos.
El instinto de
conservación es una fuerza tan poderosa que a veces ni siquiera la ciencia
moderna logra vencerlo. A veces los bloqueos fallan, y algún clon se niega a
complacer a su cliente y responde a la violencia con más violencia.
Generalmente es posible detenerlos a tiempo. Pero en ocasiones, en muy raras
ocasiones, logran escapar, a veces incluso matando al cliente.
Y es ahí donde
intervengo yo.
Mi trabajo es
seguirlas, encontrarlas... y neutralizarlas.
Para siempre.
Antes de que sea
tarde y se haga público. Cualquier fallo en el sistema SUEC podría causar un
escándalo, pésima publicidad para la imagen de la Genetics Dreams. Y ni hablar
de la verdadera superestrella. ¿Y si el clon, en venganza, tratara de matar a
la original para sustituirla? ¿Y si es la estrella la que diera muerte a su
réplica en legítima autodefensa? ¿Cómo saber quién es quién?
O una
posibilidad siempre temida pero hasta ahora nunca verificada, que las dos
establezcan una alianza. Imagínense, las Supermellizas Cher, o el Trío Madonna.
Qué pesadilla.
Yo tenía una
reputación en el ejército. Tras el éxito de la operación "Lluvia
negra" mi nombre estaba en todos los periódicos y ciberredes. Por suerte, no
mi rostro.
Me buscaron. Yo
era el candidato ideal para el trabajo de cazador de clones defectuosos.
Pensaron que
podían confiar en mí, y no se equivocaban.
Para un militar
la obediencia es como una segunda piel. Está acostumbrado a cumplir órdenes sin
preguntar... a que ni siquiera le pase por la mente cuestionarse el por qué de
esas órdenes, ni a sus jefes, ni mucho menos traicionarlos.
Dejaron un
mensaje en mi ciberconsola.
Mi clave de
identificación es privada; así supe que era gente con recursos.
Acudí solo a la
cita, como me sugirieron "amablemente".
Fueron breves y
precisos.
Yo tenía que
matarlas antes de que tuvieran tiempo de ver a nadie, de hablar con nadie, de
saludar siquiera a nadie.
No sería un
crimen. Yo no soy un criminal.
Matar a alguien
que no existe, a una copia, a un fantasma, no es un crimen.
¿Ni aunque sea
un fantasma inocente?
El hombre que se
entrevistó conmigo era gris y olvidable. Mi nombre no importa, ni el de los que
van a contratarte. Te conocemos bien, me dijo, y sentí el peso de un poder
inmenso respaldando cada una de sus palabras. Sabía que yo era capaz de matarlo
sólo con mis manos en menos de un segundo, pero no parecía ni mínimamente
preocupado Sabemos que eres un experto. Te pagaremos bien. Y me explicó lo que
se esperaba de mí. Fue la primera vez que escuché el eufemismo
"neutralizar"
—Las fugitivas
están dispuestas a todo, y eso las vuelve tremendamente peligrosas. La mayoría
de nuestros agentes de seguridad tendrían grandes dificultades en
neutralizarlas, y podrían hasta morir en el intento. No podemos correr ese
riesgo. ¿Comprendes?
Comprendí.
—Bien. Una cosa
más. Trabajarás solo. Si te asocias con alguien, y sabremos si lo haces, te lo
aseguro, serás inmediatamente neutralizado. No eres el único que trabaja para
nosotros. Pero no conocerás a ninguno de tus colegas. Y, por supuesto, aunque
siendo legalmente estricto lo que haces no es un crimen, si alguna vez caes en
manos de las autoridades, negaremos todo vínculo contigo. ¿Está claro?
Reí...
prudentemente, para mis adentros. Sus amenazas no me asustaban. Para alguien
acostumbrado a tratar con la muerte, su fantasma ya no infunde miedo.
—Algo más
—continuó siempre con el mismo tono de voz tranquilo—. A la vez un favor... y
un consejo. No te comprometas sentimentalmente con ninguna de tus presas.
Digamos que... empañaría tu visión de las cosas. ¿Entiendes?
Dije que sí, que
entendía, y yo mismo me lo creí.
Pero mentía.
Aunque no fue hasta ahora que lo supe.
No podía darme
el lujo de saberlo. Ellos conocían muchas cosas de mí. Llevaban años estudiando
mi expediente. Era lógico suponer que estarían vigilándome.
En cualquier
caso, yo no les temía, y el dinero nunca viene mal.
Pagaban bien,
muy bien, y no les importaban mis métodos, sólo mis resultados. Siempre pude
hacer las cosas a mi manera.
Comencé a
trabajar enseguida.
Casi nada sabía
de mis presas. Casi nada preguntaba. Con su cara y la zona de la que habían
huido solía bastar. Era rápido y discreto. No violaba la ley, porque en
realidad ellas no existían legalmente, ni estaban registradas en ninguna parte.
Pero si alguien me hubiera visto matar a cualquiera de ellas, podría haber
intervenido, o llamado a la policía, y hay tantas balas perdidas en este
mundo...
Nunca llevé una
cuenta de mis víctimas. Pero fueron muchas.
Para alguien
acostumbrado a detectar y eliminar soldados enemigos bien camuflados en la
selva, seguir a aquellas mujeres superllamativas en la selva urbana y luego
neutralizarlas resultaba casi demasiado fácil.
Casi.
Cuando uno lleva
mucho tiempo en un campamento militar, entrenando duro, se vuelve más
resistente a todo... excepto a las mujeres. Ellas están en nuestros
pensamientos aun cuando creemos que las hemos olvidado. Es por eso que, no
importa lo fuertes que seamos, siempre seremos débiles ante ellas.
Tonto de mí al
pensar que yo era diferente.
Cuando la vi por
primera vez, supe que yo también era tan débil como los demás.
Llegó bastante
lejos. La rastreé hasta este pueblito, la encontré y la seguí durante horas, de
bar en bar, y la esperé a la salida de uno, en la solitaria oscuridad. La vi en
cuanto salió a la calle.
Ella también me
vio y se encogió, como esperando lo inevitable.
Entonces fue
cuando, en contra de mi costumbre, hice algo puramente emocional, y no
impulsado por un cuidadoso razonamiento.
Estábamos solos,
pero no le disparé. La dejé escapar.
Se perdió entre
las sombras de la avenida.
Casi
inconscientemente mi mano derecha aferraba el mango de la pistola.
Luego me dije
que me sería fácil justificar el error. Era tarde en la noche. La ciudad
dormía. No estaba en horario de trabajo...
Pero los
asesinos no tienen horario de trabajo.
Me quedé largo
tiempo, inmóvil, conteniendo el aliento como si todavía pudiera escuchar el
sonido de sus pisadas de bestezuela acosada alejándose sobre el asfalto en
desesperada carrera por salvar su única posesión: la vida.
Pero el silencio
era tan impenetrable como las sombras que se la habían tragado.
Sabía que sólo
tenía una oportunidad entre diez de que se salvase.
Había otros como
yo. Y yo no creía en los milagros.
Pero esta vez
quise creer.
Yo la conocía de
siempre. Todos la conocían. Era una más de las tantas diosas de las pantallas.
O mejor dicho,
su fantasma.
Un fantasma
inocente.
Uno siempre cree
que esas mujeres no son reales.
Falso.
Ahora sé que,
aunque parezcan divinas, perfectas, inalcanzables, ellas son tan humanas como
nosotros. Incluso más, a veces.
Fue una noche
inolvidable. Las horas pasaban, pero yo continuaba allí, de pie, mirando la
lejanía, sin sentir sueño ni agotamiento, con la esperanza de verla regresar a
pronunciar al menos una palabra de gratitud, de ver de nuevo sus ojos negros.
Aún sabiendo que
al otro día tendría que volver a mi trabajo, a la rutina de siempre.
Que al otro día
tendría que olvidar.
No me importaba
que me mataran.
Más difícil me
parecía conseguir olvidar.
Y no lo
conseguí.
Cuando desperté
al día siguiente en el hotel, seguía pensando en ella.
Lo peor era
saber que había otros como yo que acabarían el trabajo que yo había dejado a
medias.
Que quizás ya lo
habrían acabado.
Ella sería
entonces sólo un cadáver como tantos otros pudriéndose en la morgue.
¿La morgue?
No estaba lejos
de mi hotel. Tuve una idea loca. ¿Por qué no? Para salir de dudas de una vez.
Porque lo peor era la incertidumbre.
Se dice fácil.
Pero hacía falta valor, mucho valor para enfrentar... lo que fuera.
Encontré ese
valor, en alguna parte. No importa dónde.
Sólo tenía que
caminar dos cuadras por la calle principal, luego doblar por el parque y
descender hacia el malecón. Allí, bajo del puente y junto al mar, estaba el
hospital, y en sus sótanos, la morgue.
Era ya mediodía,
pero el sol no me parecía luminoso, sino oscuro. Caminé lentamente hasta el
océano, tratando de no pensar en lo peor. Pero ¿qué era lo peor? Cada vez que
me preguntaba "¿y si no la mataron?" se me erizaba el alma. Ellos, por
supuesto, lo harían sin dudar un segundo. O tal vez ellos también descubrieran
de pronto escrúpulos antes insospechados.
El malecón
estaba completamente vacío.
El viento
soplaba, frío, pero no demasiado.
Envuelto en una
espesa niebla, el mar rugía sordo y casi invisible, como si estuviese
descontento con el hecho de que, como de costumbre en el trópico, el frío no
fuera lo bastante intenso ni siquiera en invierno.
Después de pasar
bajo el puente todo pareció más claro a la luz que se derramaba por las ventanas
del hospital. Era un hospital grande, que abarcaba toda la manzana. Y una cerca
de hierro con columnas de piedra a intervalos lo separaba del resto del pueblo.
Entré en el
patio, todavía más iluminado.
Dos mujeres con
batas blancas llevaban una camilla tapada con una sábana. Otro cadáver camino a
la morgue.
Mirando a
aquella pareja de enfermeras, pensé de pronto en que hay gente que trabaja día
tras día con cadáveres, sin que nada parezca perturbarlas. Para ellas, convivir
con la muerte es algo cotidiano. También lo es para un asesino como yo... y sin
embargo, aún no he cruzado el umbral y ya estoy temblando. Como si de algún
modo me sintiera responsable de todas esas muertes. Como si las hubiera matado
a todas.
Estupideces.
¿A qué temer?
Los muertos,
muertos están.
Y ¿acaso se
puede matar a un fantasma, aunque sea inocente?
Seguí a las
mujeres. En efecto, iban hacia la morgue
—¡Pancho, viejo
verde! —gritó una—. ¡Abre, que aquí tienes a otra huésped! ¡Una de tus
superestrellas favoritas!
—Como todas...
¿Por qué gritan? Está abierto para todo el mundo, y para ustedes en particular.
—La voz de un viejo respondió desde algún lugar impreciso del sótano.
En la puerta del
sótano se encendió una luz amarillenta, y entonces salió un tipo delgado como
una caña de bambú, ataviado con un delantal de hule, una grasienta chaqueta de
mezclilla, y una gorra enorme ladeada sobre su cabeza extrañamente pequeña.
Pique para
ampliar
Ilustración:
Fraga
—Estoy buscando
un cadáver que probablemente trajeron ayer —le dije, mirándolo fijamente a los
ojos para tratar de intimidarlo—. Un clon de la famosa bailarina española
Yadira López.
—Yo no sé nada.
—El viejo se quitó la gorra y después de sacudirla se la puso otra vez —. Las
que yo tengo aquí son todas iguales. Si fue para acá que la mandaron, allá
atrás debe estar, congelada. Ven conmigo y mira tú mismo...
Y entramos
juntos, tras las mujeres con su camilla. En lo profundo del sótano el viejo de
nuevo encendió una lámpara mortecina que apenas si lograba disipar la penumbra
de una habitación fría y de dimensiones difíciles de adivinar, en la que
flotaba un olor intenso, pero que tardé un par de segundos en reconocer.
El olor de la
muerte y la corrupción, el aroma de lo efímero del sueño humano de grandeza e
inmortalidad.
Sobre un estrado
había varios cadáveres tendidos en fila. Todos de mujeres hermosas y jóvenes,
algunas incluso niñas, tantas y tan juntas que en la escasa iluminación
resultaba difícil distinguirlas entre sí.
—¿Esa que busca,
es pariente suya? —preguntó el viejo, sonriendo con malicia.
—¿De dónde saca
esa idea? —repliqué, disimulando mi ira—. Ninguna de ellas tiene parientes y
usted lo sabe bien. Sólo soy... un cliente.
—Ah, bueno, eso
ya es otra cosa.
El tono irónico de
sus palabras me convenció de que sabía lo que yo era. Ningún cliente se
molestaría en ir a comprobar si el clon utilizado había sido eliminado. Sería
como ir al basurero a buscar el condón usado el día anterior. El viejo quizás
ya se había topado con otros casos como el mío. Quizás hasta fuese uno de mis
secretos colegas, ya retirado.
—Búsquela. Si la
trajeron, estará por ahí. —El viejo abarcó todo el sótano con un ambiguo
ademán—. Necesitará más luz...
Encendió otra
lámpara y otra más. La estancia resultó ser inmensa.
—¿Cómo la voy a
encontrar aquí? —Me encogí, mitad desconcertado, mitad por puro frío. La
temperatura era bastante más baja que en el malecón. Algún pingüino había
trabado el regulador del aire acondicionado. Pero si la idea era que el frío impidiera
la descomposición, no estaba funcionando. A cada segundo el olor a muerte se me
antojaba más fuerte.
—¿Las tienen
numeradas? —pregunté, tratando de ocultar mi desazón.
—¿Numeradas? —El
viejo se echó a reír aparatosamente—. ¡No me alcanzaría el tiempo para
numerarlas a todas! ¡Mira cuántas hay! ¿Qué te parece el espectáculo?
Él daba la
impresión de estar muy a su gusto, pero a mí me pareció horrendo. Por primera
vez en mi vida sentí náuseas ante la presencia de la muerte. De repente se me
antojó que, ocultas entre los cadáveres, había fugitivas vivas y confabuladas
contra mí con el viejo. Que en cualquier momento saltarían sobre mí para vengar
a todas las que yo había "neutralizado". Que me iban a matar de algún
modo lento, cruel y terrible.
Casi instintivamente
retrocedí un paso hacia la puerta.
—¿Qué le pasa,
joven? ¿Tiene miedo? —El tono de la voz del viejo era cada vez más extraño.
Sentí vergüenza
y desanduve lo andado.
—¿Tengo motivos
para tenerlo? —pregunté, tratando de que mi voz no temblara—. ¿Acaso usted
también lo tiene?
—A veces creo
que me olvidé hasta de cómo asustarme —sonrió él otra vez, maliciosamente—. En
este trabajo uno no puede permitirse tener miedo. Pero no se preocupe, es una
reacción natural temer a los muertos. Hasta en los... cazadores, como usted.
—Yo no soy
ningún cazador —dije con firmeza, desafiándolo—. Sólo soy un cliente. Nadie
conoce a los cazadores, son asesinos profesionales, que trabajan en las
sombras. Si yo fuera de veras un cazador y usted lo supiera, ¿no cree que
tendría que matarlo? —Lo dejé masticar la idea. No le gustó—. Quiero ver las
que trajeron ayer. Las más frescas, digamos...
—No los
clasificamos en frescas o pasadas. Los cadáveres no son frutas. Sírvase usted
mismo. —Molesto, hizo un gesto señalando el montón—. A mí no me pagan por eso.
Me quedé
congelado, sin saber cómo ni por dónde empezar. Entonces tuve una idea:
—Se trata de
Yadira López, la gran bailarina española, una mujer hermosa, de ojos y cabello
negros. ¿No la conoce? Todos la conocen. Ella, la verdadera, baila como los
dioses. Así que si ha llegado algún clon suyo en las últimas horas, dígamelo
sin rodeos. Ese es su trabajo, así que hágalo, y no pregunte más. Soy sólo un
cliente... pero no uno cualquiera. Tengo muchas influencias...
—De acuerdo. —El
viejo se encogió de hombros—. Empecemos por... esta misma —y haló por los pies
al primer cadáver de la hilera—. Cabello y ojos negros, así que podemos dejar
tranquilas a las rubias. ¿No será ésta? Mire bien, a ver...
Precisamente
mirar bien era lo más difícil para mí en aquel momento. Pero lo hice.
—No, no es ella.
—Entonces vamos
a buscar por aquel extremo —propuso el viejo, frotándose las manos como si las
tuviera heladas.
No los conté,
pero revisamos no menos de veinte cadáveres antes de que por fin la
reconociera...
—¿Es ésta?
Disculpe, pero es que como son tantas de su tipo. Y mire, aquí hay otra, y
otra. ¿Cuál de todas es la que busca?
Qué ironía.
Aquella noche parecía haber habido una explosión de pedidos de Yadira, la
bailarina española.
Había sido una
noche especial, y no sólo para mí.
La mejor de las
noches para algunos ricos afortunados.
La última para
algunos fantasmas inocentes.
Era imposible
saber cuál de todas ellas había sido la mía.
Quizás ninguna.
Ojalá.
No se puede
tener un fantasma.
Qué estúpido
había sido.
Ahora finalmente
lo comprendía.
Ahora que por
primera vez veía juntas a tantas como ella.
Ahora ya sabía
que de veras no existían más que... como fantasmas.
Me sentí mal.
Tuve que recostar la espalda a la pared para no caer al suelo.
El viejo me miró
casi compasivo, y otra vez sentí vergüenza.
Pero entonces me
quitó los ojos de encima y se puso a cargar los distintos cadáveres de la
bailarina como si fueran troncos, para devolverlos a sus respectivos sitios en
la fila. Lo miré jadear y afanarse durante largos segundos, agradecido de que
no me pidiese que lo ayudara.
Para qué lo
pensé. Justo en ese momento me gritó:
—¡Oiga, joven,
no se quede ahí parado, venga y ayúdeme, vamos a cargarlos entre los dos!
No quiero
recordar los detalles. Hice de tripas corazón y me obligué a coger a uno de los
cadáveres... quizás el de mi amada fantasma, quién sabe, por los pies yertos.
Entre los dos la
devolvimos a su sitio.
—Muchas gracias
por todo. Ahora debo marcharme —le dije al viejo, y me dispuse a salir del
sótano.
—Gracias a usted
por la distracción —respondió el viejo—. Mi trabajo son los difuntos... o las
difuntas. Y ya ve que no son muy conversadoras que digamos. Si hablaran,
figúrese: yo también podría hacerme famoso, divulgando las intimidades de
tantas superestrellas...
No le respondí.
¿Intimidades de superestrellas?
De
superestrellas falsas. De superestrellas desechables.
Cuando salí del
sótano, las rodillas me temblaban. Atravesé el patio, pero tuve que detenerme
junto a la cerca. Sentía nauseas. La vista se me nubló, y de repente sentí unas
ganas de llorar incontenibles, como no recordaba haberlas tenido desde niño.
Casi lloré.
Casi.
Pero entonces,
escuchar el sonido lejano de los automóviles en la carretera me hizo recordar
quién y qué era. Me limpié los ojos, respiré profundo y me erguí.
Los asesinos no
lloran.
Llorar es
recordar con dolor, y los asesinos no sienten dolor.
Y si alguna vez
lo sienten, lo olvidan pronto...
Caminé. Las
rodillas ya no me temblaban, pero todavía sentía náuseas. Permanecí parado
algún tiempo en la acera, apoyando los codos en el muro del malecón.
Mirando al agua.
Luego seguí
adelante.
Sobre el Autor:
Alberto Mesa
Comendeiro (Ciudad de La Habana, Cuba, 1972— 2015), Graduado del Centro
de
Creación Literaria Onelio Jorge Cardoso (1999), ganador del Premio Guaicán 2005
por este relato, es de Ciudad de La Habana. Un cuento suyo, Almacén de
Cataratas, fue incluido en la antología Reino Eterno (Ed. Letras Cubanas
2000) y otro relato, Huéspedes del basurero, fue publicado en
Secretos del Futuro (Sed de Belleza, 2005), Crónicas del mañana. 50 años de
cuentos cubanos de ciencia ficción (Letras Cubanas, 2008). Cuentos de su
autoría han aparecido en Axxón, Disparo en Red y Revista digital miNatura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario