miércoles, 3 de septiembre de 2014

EN LA RENDIJA Por Anabel Enríquez




Ilustrado por Pedro Belushi (España)

En la Rendija es un cuento que surgió  de la mezcla entre la intención más o menos consciente de experimentar con ciertos tópicos que habitualmente no escribo, y una imagen. La imagen de alguien empeñando  en capturar la cantidad exacta de luz y de sombra para percibir lo que el ojo humano, engañoso  sentido,  no puede ver: ese otro mundo que coexiste intangiblemente a nuestro alrededor, del otro lado del velo. Es un cuento fantástico, bastante intimista y como cualquier cuento, es una metáfora…de algo. Espero que lo disfruten y lean en él lo que cada cual desentrañe al mirar a través de sus rendijas personales. Este cuento fue finalista del I Premio de Narrativa Femenina Bovarismos 2014 y ha sido publicado en la antología del premio, bajo el título “Soñando en Vindravan y otras historias de ellas”, de La Pereza Ediciones, 2014. Y ahora también, y gracias a la amabilidad de su editor, en La Biblioteca de Nostromo.

Para el que sabe ver la sombra es solo tránsito de luz a luz
Finas redes. Dulce María Loynaz

1
or las rendijas de la puerta se filtraba la claridad lunar. Desde la cuna, con los ojos fijos en los haces plateados, jugaba a iluminar las sombras del miedo. Despierta permanecía hasta que su madre regresaba a la casa con la mañana; cuerpo y alma extenuados por la faena nocturna en el hospital de urgencias. Un chirrido de goznes y cada rendija crecía y crecía, abriendo sus fauces de luz: por la puerta abierta el sol hería con sus excesos los ojos desgastados por la noctámbula vigilia, los pulmones comprimidos por el respirar mínimo, los músculos engarrotados…Cuando a través de los barrotes de la cuna la madre le cubría la pequeña cabeza con el pañal, el mundo, con sus estruendosos matices, se volvía entonces tolerable. Y ella entrecerraba los párpados para ver a la madre ir y venir bañada de un halo sedoso de claridad diurna, desvaneciéndose en el sueño.
El retraimiento, y la palidez de su piel, marcaban su distinción entre los niños de la barriada, daban razón para el cotilleo a las vecinas y preocupación a la abuela que visitaba los fines de mes el apartamento. Pero su madre acallaba los reclamos con elogios para su docilidad, tan agradecida por una madre soltera,  e imprescindible para que ambas pudieran sobrevivir en la gran ciudad. Ella las observaba discutir y reconciliarse a través de la hendija de la ventana, entre las puertas entrejuntas, por los resquicios de las persianas. Porque el mundo, si se miraba a través de las hendiduras, parecía distante y seguro. A veces también agitado y pegajoso, como cuando lo escrutaba por entre las persianas rígidas de la puerta del closet, a donde se iba a dormir aquellas noches en que su madre llevaba compañía al cuarto. Las oquedades donde las luces y las sombras penetran con sutilezas fueron un juego y un hábito, un punto de vista sobre la existencia y una forma de estar en el mundo. 
Hasta que entró al colegio su madre no reparó con preocupación en ello. La maestra alarmada le reclamó que la niña se escondía detrás de las puertas y permanecía allí toda la clase; si se le prohibía esconderse entonces miraba la pizarra a través de los gavetines de las mesitas escolares o detrás de los libros que apilaba en un peculiar entramado. Ante las continuas quejas la madre la llevó con un psicopedagogo, quien examinó su cociente intelectual y rendimiento académico. Las pruebas arrojaron resultados muy superiores a lo esperado y la conclusión fue un trastorno emocional que debería desaparecer con la socialización. Pero no sucedió. Fobia social, autismo, esquizofrenia…los diagnósticos se sucedieron uno tras otro, hasta que la madre, harta del tiempo perdido en hospitales, con una hija en el umbral de la adolescencia, decidió gestionarle un profesor particular.

2
El profesor exponía sus teoremas, trazaba ecuaciones en una pared divisoria de cartón revestido, y aleccionaba a una alumna inexistente con el ardor de una vocación pedagógica truncada. La alumna real, meticulosa y atentamente, observaba desde la puerta entornada del baño. Era un hombre de unos treinta y pico, taciturno y de aspecto enfermizo, pero su calidez franqueaba la rendija como un rayo de luz. Antes de iniciar la clase él revisaba las tareas que el día anterior había dejado sobre la mesa del comedor. Mientras, ella aguardaba contraída, la respiración retenida, hasta verlo asentir con aprobación. Entonces se llenaban sus pulmones, los músculos tensos se aflojaban, y podía sonreír, aunque él no la viera.
Una vez el profesor leyó en clases la historia de un pintor chino que había escapado a través del paisaje dibujado en un lienzo. Ella soñó por la noche que hablaba con el artista de la leyenda; él le confiaba un secreto esencial. Al despertar, por más que intentaba aferrarse al mensaje, la escena se diluía con el paso de las horas. Todo lo que logró recordar fue la obligación de “mirar con ojos entornados, entre las sutiles hendijas de los párpados…” Pero le fue imposible recordar qué.
El instructor advirtió que al margen de las hojas de tareas o bajo el último renglón de las páginas del cuadernillo, ella había comenzado a dejar preguntas, breves anotaciones, incluso frases, copiadas de algún libro o escuchadas a otros. Todas intentaban asir la realidad con una mirada oblicua, tangencial. El interés persistente en aquellas notas estimuló un inusual intercambio epistolar. Iniciaron un viaje de sorpresas y cuestionamientos desde la caverna de Platón, por la purificación de la percepción de  Berkeley, hasta el existencialismo de Kierkegaard, favorito del profesor, y a medio camino entre la resignación y la fe. Ella, no obstante, prefería y reclamaba las historias: cuentos en los que la realidad se desdibuja en un umbral inasible, como el de la muchacha que trenza su existencia entre las fibras de un gobelino, e insistía en saber cuál era la inclinación exacta para que la puerta que siempre daba al zaguán, la llevara al prado donde pastaba un unicornio. Aunque las respuestas no siempre la complacían, compartir sus impresiones con el maestro le hacía sentir algo cercano a la felicidad.
No fue repentino aunque la sorprendiese. El profesor enfermó, y faltó por tres semanas. Ella experimentó su ausencia como una amputación. Hasta que una tarde acumuló suficiente ansiedad para decirse a visitarlo. Así, cuando el crepúsculo entornaba las puertas del cielo, se  acercaba a la ventana del cuarto del joven maestro, y a través de las persianas entornadas lo veía batallar con las fiebres. Le dejó cartas no firmadas en el buzón y compró sobres de té medicinal que le hacía llegar por la hendedura de la puerta.
Ella lo esperaba, contenta de retornar a clases, aquella tarde de octubre en que él vino, tan pálido como ella misma, pero con ese tono cetrino que anunciaba despedidas definitivas. Habló de poesía, y trajo un ejemplar ajado de un libro del que extrajo melancolía, y del que leyó con voz grave y triste… “Tus ojos tienen la deslumbradora fijeza de los ojos que han mirado a la muerte”.  Después cerró el libro y lo dejó a los pies de la puerta. Ella vio, a través de la cerradura, como se acercó su pelo ralo, sus ojos grises oscurecidos por ojeras irremediables, sus labios temblorosos que recitaron: “Nunca me he arrepentido de las cosas que he hecho. Quizás de las que no he hecho”; y entonces acarició la cerradura con un dedo, besó el haz de luz que caía sobre sus labios y se estremeció con el primer impulso consciente de placer. Él se volvió sobre sus pasos y se alejó. Un golpe de aire proveniente de la puerta de la calle al cerrarse tras sus pisadas vencidas hizo que las páginas del libro se abrieran con azar sospechoso. Ella, con entrenada vista, leyó a través de la hendidura una sentencia: “Acariciaré el aire y sonreiré a la sombra por si en la sombra me miras y en el aire me besas”.
Nunca volvió a verlo y por boca de su madre supo que había muerto. La madre fue comprensiva y desistió de buscar nuevos maestros: ya ella sabía lo suficiente para su edad y para lo que podría hacer con lo que sabía.


3
En la rendija #1 por Pedro Belushi
Una semana después la madre le sugirió  que se mudase por un tiempo a la casa de la abuela, la casa de campo que había visitado de niña cuando la abuela vivía y que tenía tantas puertas y rendijas por las que explorar la luz. Aceptó ir. Después de todo se lo debía a su madre: se había esforzado por cuidarla, entenderla y finalmente tolerarla durante dieciséis años.
Todo su equipaje consistió en el libro de poemas y una cámara de fotos instantáneas. Esas fotos que parecen sacadas a través de una ventana cuadrada y blanca. Antes de partir, por entre la rendija de la puerta de la calle, enfocó a su madre recogiendo la vajilla de la mesa y tomó su primera foto. Escogió hacer el trayecto en bicicleta para evitar encuentros y preguntas incómodas. Por el camino retrató el mundo: familias cenando, parejas enamorando en los aparcamientos, ancianos dormitando delante del televisor, niños jugando en las consolas de videojuego, mendigos repartiendo el botín diario…siempre desde las rendijas de una ventana, una puerta, una cortina, una cerradura…
La casa de la abuela era silenciosa y cálida. Los haces de luz se filtraban por el techo de tejas, por las claraboyas, por las junturas de las puertas desencajadas de los marcos, por las ventanas horadadas por el comején. Un mundo de rendijas y espacios enmarcados. Consideró que no precisaba más luz que la de los astros y cortó la entrada de los cables eléctricos. Allí pasó días retratando a través de sus tupidas telas a las arañas que señoreaban por las vigas y los dinteles, nidos de gorriones, cuevas de murciélagos y húmedos refugios de escolopendras, también a campesinos que pasaban azuzando sus yuntas de bueyes, niños que marchaban cantando hacia la escuela rural. El médico de la comunidad venía cada dos o tres días a golpear la puerta de la casa o dejaba una citación para que acudiera al consultorio. Entonces lo retrataba desde las persianas entornadas de la cocina. El médico era joven, trigueño y fornido, más que un doctor parecía un arriero. Observó las fotos por un rato. Decidió que le abriría la puerta la próxima vez.

4
El médico encontró sobre la mesa de la sala una taza de café humeando y unas hojas manuscritas con los datos necesarios para llenar la historia clínica, calzadas por un jarroncillo de porcelana: las flores de violetas perfumaban tímidamente la habitación, vencidas por el aroma de la infusión. Llamó varias veces, miró por los rincones de la sala, pero tuvo la discreción de no inspeccionar más allá. Bebió el café de pie, tomó los papeles y dejó una rápida nota hecha con la abigarrada caligrafía de sus dedos fuertes. Ella espió todo el tiempo por entre las ventanillas del closet del comedor. No hizo ninguna foto. Pero en la noche soñó que los dedos del médico se introducían por las tablillas de la puerta y alcanzaban a rozar su sombra. El contacto era abrumadoramente cálido.
El médico regresó al día siguiente tal como advertía en la nota. La puerta estaba entrejunta, sobre la mesa del comedor había un vaso con jugo de mango que rezumaba gotitas heladas  y una taza humeante de café recién colado. El florero de la mesa tenía un ramo de nardos frescos, el olor obligaba a reparar en ellos. El hombre sacó del bolsillo de la bata unos papeles y los calzó con el jarrón. Paseó un rato por la habitación y terminó por sentarse. Bebió el jugo despacio, meditando y saboreando cada trago. Mientras lo espiaba, ella sintió que la temperatura dentro del closet crecía. Sus dedos finos acariciaron el borde de luz que se filtraba entre las tablillas y sintió que tocaba la sombra de él. El hombre apuró el café, ella oprimió en sus labios el gusto de la boca masculina, mojada y amarga.  Cuando el doctor se marchó, cerrando la puerta con una suavidad casi amorosa, ella abandonó el refugio empapada en sudor y deseo. Entre las hojas de indicaciones de análisis había otra nota: “Hágase estas pruebas Mientras esté viviendo acá, usted es mi responsabilidad”. Tomó las indicaciones de análisis médicos, pruebas de sangre, orina, heces.  Colocó nuevamente los papeles bajo el florero y se puso a trabajar.
Pasó toda la tarde y la noche acopiando maderas en el patio, retirando parte de muebles viejos, fondos de vitrinas, tablillas de ventanas. Lo hizo con gusto, con un especial sentido del equilibrio y la armonía, con una feroz tenacidad desconocida por ella misma. Luego se ocupó de los análisis. Estaba todo listo cuando el médico tocó a la puerta aquella mañana. Lo había visto venir hacia la casa  a través de la ventana de la cocina. En la mesita de la sala había servido un tazón de coctel de frutas y el café humeante, en el aire flotaba el perfume de lirios blancos. Junto al florero, una nota, otra frase extraída del libro de poemas: “Al pasar junto al pantano heme escondido bajo el chal mi gran ramo de lirios.  Como el fango es oscuro y triste no quiero que sepa que hay cosas blancas en el mundo.”
Junto a la nota, dos frascos ambarinos y un tubo de ensayo plástico. Todos llenos: heces, orina y sangre. El médico apenas tuvo ojos para nada de lo que aguardaba sobre la mesa. Permaneció inmóvil contemplando el extraño mueble que circundaba toda sala y separaba definitivamente esta habitación del resto de la casa. Una especie de repisa sin adornos, una pared sin ventanas, un entramado de piezas de madera que aquí o allá dejaban orificios mínimos, rendijas discretas, pequeñas junturas por las que la luz, a veces, podría traspasar. Ella desde el otro lado lo miraba a su antojo, desde una altura de dos metros o a ras del suelo. A través de su empalizada podía contemplarlo, completamente suyo desde cualquier ángulo. Ahora él era un punto fijo y ella se movía por detrás de las maderas aprehendiendo su figura; oliendo, casi palpando el sudor de hombre, sin tener que esperar que él diera un paso o girara, porque ahora ella se movía a su capricho, saltando de un orificio a otro, de una rendija a otra.
Él volvió otras mañanas. Se sentaba a la mesa, paladeaba lentamente los bocadillos que ella dejaba sobre la bandeja, aspiraba el perfume de las flores o de algún incienso, y se dejaba espiar por un rato, arrellanado en el butacón, la cabeza hacia atrás, inmóvil y laxo. Luego se marchaba dejando alguna indicación médica, un frasco con vitaminas, algún remedio según la enfermedad estacional en boga. Ella dejaba también notas: “El que yo amo es blanco como lirios de las montañas…” Cuando él las leía, sonreía y las dejaba otra vez bajo el florero.  Tal vez por ese gesto que le parecía desdén, el deseo de ella crecía, doloroso, como una lasca de madera clavada bajo las uñas, como polvo de aserrín en los ojos, como un clavo rasgando los límites del vientre. Hizo una foto de sí misma, la última del cartucho de instantáneas, la luz del sol le daba sobre un lado del rostro, el otro en sombras, parecía envuelto en humo, pero aun así se distinguían sus facciones victorianas, casi feéricas. “Ven con la noche”, escribió en la nota junto a su foto y él al leerla no sonrió, pero tomó la foto y la guardó en su bolsillo.
Franjas de luna redonda y limpia atravesaban las rajaduras. Ella, ansiosa de luz, buscaba los lugares por donde la claridad filtraba, atenta a los sonidos de la noche, intentando descubrir los pasos. La puerta de la calle se abrió. Desde la empalizada lo vio acercarse a la mesa, esta vez cubierta con mantel de encaje de Bruselas,  alumbrada por rojas velas, engalanada con copas de bacará y una botella de tinto de Burdeos, todo lo que la abuela debió atesorar por muchos años. Había comida en las fuentes, flores de azahar en el búcaro de porcelana; un lamento de violín llegaba atenuado desde el tocadiscos de un cuarto. Él vestía con ropa de domingo y olía a perfume barato. Se sentó a la mesa, sacó la instantánea de ella y la puso frente a sí.
—No es justo. —dijo. — Esto es todo lo que tengo de ti. Tú, en cambio, me tienes completo.
Ella se estremeció tras el entramado de madera. La iluminación de la sala era escasa y él se desdibujaba cuando lo miraba desde algunos puntos. Lo vio tomar del vino, paladearlo con éxtasis, y luego zafarse los botones de la camisa mientras caminaba alrededor de la empalizada, la copa en la mano y el pecho descubierto.
— ¿Ni siquiera en la noche saldrás? — insistió.
El pegó su oído a la madera y ella retrocedió, nerviosa.
— Casi que puedo sentirte ahí detrás, olerte y saborearte como este vino
Mientras hablaba él miraba con afán por el orificio que había dejado la cerradura de una puerta de closet.  La oscuridad era espesa al otro lado. Ella se movió lentamente y con un dedo tapó el orificio por el que él intentaba mirar.
—No es justo. Quiero jugar tu juego. —exclamó con desaliento.
Él se alejó hacia la mesa servida y se dejó caer en el viejo butacón. La luz de las velas lo hacía lucir vulnerable y cansado. No probó la comida pero el vino descendió copa tras copa por su garganta y enturbió su sangre. Así intentó un argumento tras otro para conseguirla. Gimoteó, golpeo la empalizada, suplicó, finalmente se quitó la ropa y se expuso desnudo en medio de la habitación.
 ¿Es esto lo que quieres, mirar? ¡Entonces mira!
Las velas se apagaron con el sonido de una aspiración estertórea. Él quedó en medio de la oscuridad y lanzó un improperio. Tanteó la ropa por el suelo, frustrado y avergonzado. Desde algún sitio un rayo de luna atravesó un resquicio del parapeto de madera y alcanzó su hombro. Lentamente se incorporó y se acercó a la rendija de donde provenía la claridad. Acercó un ojo con cautela, comprendiendo que ahora la luz estaba del otro lado: luz que la alumbraba a ella, desnuda, apoyada contra una ventana, con los dedos entrecruzados sobre la cara, mirándolo a través de las hendeduras que dejaban las manos entrelazadas. Él alcanzó a encontrar otra brecha en el parapeto por la que cupo su índice derecho, lo giró intentando alcanzarla sin éxito. Ella caminó alejándose de la luz y él la perdió de vista. Apenas a tiempo para tragar un aullido de frustración sintió el roce de un pezón pequeño y enhiesto contra el dedo que mantenía dentro de la fisura, frotándose contra él, agitándose, agrandándose. Desesperadamente buscó otra hendidura. Ella le indicó soplando por un pequeño resquicio justo sobre la oreja de él. El hombre pego la boca ansiosa, la lengua lamió el entrecejo de ella, y luego cada pequeño pedazo de piel de la cara que ella acercó al agujero. Así, buscando resquicios, tocando, lamiendo, mordiendo entre grietas, junturas abiertas, ranuras de antiguas ventanas mal clausuradas, él jadeó hasta la agonía y suplicó una vez más que saliera afuera, que se entregara completa, que el juego era excitante pero doloroso, que moriría si no la podría tocar más. Frotó el pene a desbordarse contra las esquinas de la madera, buscando la grieta imposible, aumentando con cada rasponazo su excitación, finalmente encontró un camino, y el camino desembocó en otra hendedura blanda, jugosa y trepidante. Al amanecer se despertó desnudo, sobre un charco de vino, sudor y semen, cubierto de moretones y magulladuras. Le llevó unos segundos reconocer el lugar, evocar los sucesos, y como un animal apaleado y enfermo salió cerrando la puerta con un portazo, sin mirar atrás.
Ella esperó que volviera la mañana siguiente, la otra, y por una semana no supo nada de él. Mientras tanto olisqueaba las rendijas por donde se habían tocado, lamía la oquedad impregnada del semen mezclado con el amargor de la resina de pino, y esperaba su retorno haciendo notas copiadas del libro de poemas, o de otros libros, o de su propia ilusión.
A la semana él regresó. No miró la mesa, ni las flores, ni la nota. Su mirada era febril, su voz desafiante y con un tinte de miedo que la hacía terrible. “Derribaré ese muro, te mandaré a un manicomio, te sacaré por una de esas ranuras aunque tenga que hacerlo a pedacitos, incendiaré la casa…” Maldijo por un rato largo y luego se acercó a la pared falsa llena de trampas de luz. Introduciendo por el resquicio su inhiesta masculinidad, con voz arrodillada, suplicó que lo masturbara.
Cuando anocheció él se había marchado hacía varias horas y los rayos de la luna cayeron sobre el rostro de rasgos victorianos sumergido en las sombras, rociado de las lágrimas. Comprendió que para ella no habría satisfacción posible a un lado o al otro de las rendijas. Solo en ellas había luz, cualquier traspaso del umbral hacia el otro lado, cualquier invasión, la destruiría. Colocó las fotos polaroids en un sobre manila, puso en el remitente la dirección de su madre y lo deslizó por la ranura del buzón del correo local. Se marchó esa misma noche, camino a la playa, antes de que él regresara al día siguiente con el hacha prometida para hacer astillas su armadura de madera. Se fue en busca de una cabaña abandonada o una cueva que la alejara lo suficiente del mundo para crear su propio cosmos de oquedades luminosas.  En una caverna cerca de la costa pasó los días, recolectando piedritas y caracolas para erigir muros fisurados, hasta que la encontró la policía.  Una ambulancia la transportó, restringida con una camisa de fuerza, hacia el hospital psiquiátrico de la ciudad.

5
En la rendija #2 por Pedro Belushi
Le dieron un cuarto vacío, mugriento, con altas ventanas de cristal que dejaban entrar la luz en groseros torrentes.  Habían limitado sus movimientos con correas por lo que solo quedó para ella mantener los ojos entreabiertos, creando su propia rendija de párpados. A los tres días le soltaron las correas y le dejaron deambular por el patio y los pasillos. Cuando la veían ocultarse tras una puerta o entornar una ventana, los paramédicos y enfermeras la regañaban con violencia. Hubo en cambio uno de ellos que, compadecido, le regaló un pasamontañas. Cuando la autorizaron a usarlo pudo cubrir su rostro por completo dejando un mínimo resquicio donde los ojos. Lo aceptó con una inclinación de agradecimiento, e interiormente con compasión hacia ellos. No comprendían que el mundo que quería habitar estaba justo en ese punto, entre ella y el universo, en la misma rendija. Allí donde todo era sombraluz.
Meses más tarde, el enfermero que le había dado el pasamontañas, le mostró un reportaje sobre una exposición fotográfica que se exhibía con éxito en una galería de la ciudad. Los rasgos de la cara de la artista del lente, una antigua paramédica ya entrada en los cuarenta, se le parecían significativamente a los de aquella paciente. Pero sobre todo las fotos, tomadas a través de estrechas aberturas, capturando imágenes fragmentadas, mosaicos de realidad. El enfermero estaba interesado en establecer un vínculo entre ella y la fotógrafa, ¿su madre, quizás? Varios se le acercaron preguntándole si era posible. Ella sonrió, restándole importancia.
La última tarde en el hospital estuvo sentada todo el tiempo en su habitación, observando como la luz iba filtrándose entre las hojas del naranjo del patio interior, creando rombos luminosos sobre el piso de granito. Unas horas antes le habían informado que estaba de alta, pues se había comprobado su falta de peligrosidad y una generosa suma había sido depositada en su cuenta corriente. Saldría del manicomio aquella tarde. Alcanzaría la libertad. Mientras contemplaba los naranjos con ojos entornados, las flores de azahar se tornaban flores de oro sobre su cabeza. Pensaba en el pintor Li, el que había huido a un cuadro para escapar de las exigencias del emperador, pensaba en aquel niño que escapó de su madrastra encerrándola como una sombra en la pared del cuarto. Ella también lo lograría. Entrecerró más los ojos, cruzó los dedos de las manos haciendo un entramado para mirar por las hendiduras, y a través de la puerta entornada del cuarto, vio por fin el prado en que pastaba un unicornio.
            Cuando la enfermera llegó la habitación, acompañada de un médico trigueño de rostro curtido, el lugar estaba vacío. Luego, junto a los paramédicos, registraron todos los closets, rincones, lugares de penumbras. Cuando el sol se deslizó por la hendidura del horizonte desistieron e hicieron un reporte de fuga. Antes de marcharse, el médico regresó a la habitación donde había estado ella. Entornó la puerta y miró por la hendedura. Justo para verla alejarse sobre el prado, bañada de luz.   



Sobre la Autora:
Anabel Enríquez Piñeiro (Santa Clara, 1973) Máster en Comunicación Organizacional.
Licenciada en Psicología. Como narradora y ensayista ha obtenido premios nacionales (Calendario 2005 de Ciencia ficción, Juventud Técnica 2005) y la Beca de Creación “Ernesto Che Guevara”. Ha publicado: “Nada que declarar” (Cuentos, Casa Editora Abril, 2007), y relatos en las antologías “Secretos del futuro” (Sed de Belleza, 2005), “Crónicas del Mañana, 50 Años de la Ciencia ficción en Cuba”, (Ediciones Letras Cubana, 2009), “Tiempo Cero” (Casa Editora Abril, 2011), The Apex Book of World Sciencie Fiction II (Antología de ciencia ficción global, Lavie Tidhar, 2009), “Terapia de progresión y otros relatos” (Isliada.com. Edición digital, 2012) y en “Soñando en Vindravan y otras historias de ella” (La Pereza Ediciones, 2014). Relatos, artículos y ensayos aparecen en varios sitios webs y ezines internacionales de España, Argentina, Israel, Estados Unidos, y en diversas publicaciones nacionales impresas. Como parte del Grupo de Creación Espiral del género fantástico, del que es fundadora, ha promovido y organizado más de diez eventos y festivales del género donde destacan el Encuentro Juvenil de Ciencia ficción y fantasía: VILLAFICCIÓN 2002 y  VILLAFICCIÓN 2013; las cuatro ediciones del Evento Teórico del género fantástico ANSIBLE (2004-2007) y de los Festivales de Arte y Literatura fantástica Concilio de Lorien (2004-2006) y Arco de Korad (2007).  Es egresada del VII Curso de Técnicas Narrativas del Centro Onelio en el 2005, del I Curso de Guiones Audiovisuales de la Casa Productora de Series y telenovelas y el Centro Onelio (2006),  Como guionista coordinó e integró el equipo de creación y de guion de la teleserie de aventuras deportivas Adrenalina 360 (TVC 2011), y participado en la escritura de los guiones de Basilisa la Hermosa (Dpto. Animación ICRT, 20011), La chica de las botellas (Mediometraje de ficción, ICRT, 2014), Las Aventuras de Juan Quinquín (ICAIC, Estudios de Animación, 2014). Es la autora del sitio web: Algo que declarar, sobre literatura y arte fantástico en español (http://algoquedeclarar.ucoz.es) y su sello de ediciones digitales AqD Ediciones. Actualmente reside en Miami, Florida.

Sobre el ilustrador:
Pedro Belushi (Madrid, España, 1965) Ilustrador de portadas de libros, comic y dibujos
animados y fanzines tales como: Bucanero o miNatura. Su trabajo se ha exhibido en festivales internacionales tales como: The Great Challenge: Amnesty International, The Cartoon Art Trust and Index on Censorship. South Bank, Londres (1998) o Eurohumor; biennale del sorriso (Borgo San dalmazzo, Cuneo. Italia); XIII exhibición Internacional de Humor Gráfico: Fundación de la Universidad de Alcalá de Henares. Madrid. España; Rivas com.arteRivasVaciamdrid. Madrid, España. (2006). Premio: Melocotón Mecánico (2006).


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