jueves, 10 de julio de 2014

Veinte espadas por Juan Pablo Noroña Lamas


 Ilustraciones tomadas de Medieval Combat. A 15 th C. Illustrated Manual of Sword Fighting an Close-Quarter Combat (1443) by Hans Talhoffer.



Primer duelo de The Highlander, MacLeod vs. Fasil. Qué bien, katana contra toledana, pinta bien. Le ha cortado la cabeza, me gusta, me gusta. Cómo es eso, la katana se incrusta un buen palmo en una columna de hormigón armado, es imposible… wow, ahora sale una luz gorda del cuello del difunto. ¡Apoteósico! Un clásico del cine fantástico. Y se me queda grabado que para mostrar la valía de una espada ficticia y anunciar el cariz de la historia, lo mejor es darle un tajo a una columna de hormigón en un parqueo. Cuando al fin escribo un cuento con una escena así, añado cosas que por el camino recordé y recogí de Shakespeare, de Homero, de las cop movies, de la distopía policial, del Japón legendario y del Japón superpoder del cyber punk clásico, de la saga de Sanjuro, y de las fascinantes, por pragmáticas, artes marciales filipinas.


La furgoneta entró al garaje en reversa. Porak cerró la puerta de inmediato y fue hacia el vehículo apenas este se detuvo.
El conductor asomó por la ventana, sonriendo amigable.
—Porak, amigo —dijo con la derecha tendida—. Tengamos el negocio.
El joven le estrechó la mano. —Ahora mismo, si se puede.
Algo trabajosamente, porque era un hombre gordo y mayor, el chofer salió, fue a la parte posterior de la furgoneta, abrió la puerta con dramatismo y mostró a Porak y sus hombres cuatro embalajes oblongos en el interior del vehículo.
—Las últimas de Semiónov —dijo orgulloso.
Porak entrecerró los ojos. —En el presupuesto no estaba previsto material de Semiónov. Pensaba en algún buen maestro local.
—Está en precio. Tienes veinte hojas, por el dinero.
El joven se cruzó de brazos. —¿Veinte hojas de Semiónov por ese dinero? ¿Qué es esto?
—No intentaría engañar a un chino en los negocios...
—Pero soy medio filipino —Porak apuntó con el índice—, y dime qué hay con las hojas. ¿De verdad son Semiónov o intentas colarme láminas de techo?
El chofer se inclinó sobre uno de los embalajes y puso la mano en el cerrojo electrónico. La caja se abrió, mostrando cinco espadas en su vaina, de lado. El hombre sacó una y la desenfundó lentamente. La hoja era traslúcida, delgada como papel y tornasolada, con cerca de ochenta centímetros de largo y tres de ancho. El gordo se paró frente a una columna, equilibró la espada sobre su cabeza con cierta habilidad, y descargó un tajo vertical contra el hormigón armado.
Porak caminó hasta la columna, apartando al chofer. En el hormigón había un surco recto de material fragmentado por el corte, de un centímetro de ancho y diez de profundidad en el medio. El joven arrancó pedazos sueltos hasta que pudo ver en el fondo las varillas de acero seccionadas.
—Dime ahora que no es una Semiónov —alardeó el chofer.
—Corta bien —reconoció Porak—. Si es una falsificación, es una buena falsificación. ¿Y cómo las conseguiste por el dinero que te di?
—El viejo Semiónov acaba de morir —el gordo envainó la espada con cuidado—. Me las vendió uno de su taller. No te preocupes, no es robo. Tenía tres aprendices que no se llevaban bien y decidieron separarse: el primero se quedó con el software de modelación y las bases de datos, el segundo cogió la maquinaria, y al tercero le tocó la materia prima y los productos terminados. Como tenía más deudas que dinero, tuvo que salir de la mercancía rápido.
—Pero me sorprende que incluso en esas circunstancias te diera estas tan barato, y más, que me las vendas a mí a este precio.
El vendedor le alcanzó la espada a Porak. —Técnicamente, es lo que vale. Son un experimento de Semiónov —se encogió de hombros—. Son buenas a primera vista, pero nadie sabe si son estables o no, o si tienen algún defecto oculto. Él siempre estaba innovando, y no siempre con suerte.
Porak la desenvainó, causando que sus cinco hombres se apartaran de él con presteza. —¿Un experimento? —dijo alcanzándole la funda al viejo.
—Me lo dijo el aprendiz. Semiónov, ya sabes, con todo y ser de los mejores en su rama, no se llevaba bien con el dinero. A veces no tenía para comprar cristales primarios y mucho menos para poner sus hojas en crecimiento orbital, así que se la pasaba buscando alternativas baratas. Esta vez se consiguió cristales de cuarta, se puso a experimentar con las matrices de crecimiento y probó con alineación mecánica, lo cual fue bastante audaz de su parte.
Porak hizo un gesto de ignorancia mientras estudiaba la hoja, impoluta, sin muestra de haber sido usada contra una columna de hormigón armado.
—Nadie usa alineación mecánica para espadas —explicó el viejo—. Láser, magnética, pareo de espín; esa es la técnica moderna. Pero Semiónov puso cristales de cuarta a crecer bajo ondas mecánicas, o sea, sonido en atmósfera de helio. El único problema es que ese método de alineación se toma diez meses para conformar una estructura. Según el aprendiz, Semiónov decía que el tiempo es gratis. Es verdad, pero te dan muy poco; se lo tienen que haber dicho al entrar en el otro barrio.
El joven se apartó hacia un espacio de parqueo vacío, en el cual comenzó a hacer rutinas de esgrima. Tanto sus hombres como el vendedor observaron con admiración no fingida las veloces evoluciones de Porak. Terminó en una postura que mostraba la espada extendida ante él.
—Es un poco más pesada que las demás —dijo Porak sin cambiar de posición—. Y si no fuera una locura diría que es algo flexible... creo que se pandea un poco—. Movió la hoja suavemente, como si fuera una aleta de natación, y se mostró asombrado. —¡Es cierto! Un poco apenas, pero se flexiona.
—Caramba —dijo el vendedor—. Semiónov sí que sabía hacer experimentos interesantes.
Porak dio un tajo lateral cuyo arco terminó en seco. —¡Y zumba!
—¿Qué hace?
—¿No oyes? —Porak repitió el golpe—. Vibra, suena. ¿Estás seguro que es un cristal y no algún polímero?
—Semiónov no sabía ni cuerno de polímeros. De cualquier manera es una buena hoja con firma, mucho mejor que las genéricas. Apuesto que hasta las cortaría. ¿No es eso lo que querías para tu pandilla?
Porak se acercó al vendedor, pidiéndole la vaina con un ademán. El viejo se la mostró con el agujero por delante, y el pandillero ensartó la espada en la funda de un golpe, dejando a todos atónitos.
—Tu madre bendita, Porak —dijo el vendedor después de tragar en seco—. Me podías haber dejado sin mano.
El joven le pasó el brazo por encima del hombro al chofer y lo llevó aparte. —Pero no ocurrió —le dijo junto a la pared—. Y todos ellos están impresionados con mi habilidad. Mística; eso es lo que hace fuerte a un grupo. Ahora mismo estoy seguro que al menos ninguno de estos cinco querría retarme.
—A mi costa de mis pantalones, por supuesto. No lo vuelvas a hacer si quieres seguir en negocios conmigo.
—Ya aparecerá otro que asustar. Pero eso no importa —Porak agitó la cabeza—. Te estaba hablando de la mística de grupo. ¿Has oído hablar de los Linces de Humo?
—Una pandilla del sexto distrito. ¿Qué hay con ellos?
—Están metiéndose en mi zona, y tienen mucha mística. Se consiguieron un maestro de artes marciales y ahora se creen invencibles. Los he visto peleando; no es que hayan mejorado, pero están inspirados y sus oponentes creen que el maestro los ha convertido en una especie de cuarenta y siete ronin. Como a duras penas consigo que estos inútiles y el resto se metan a un gimnasio —señaló a sus pandilleros—, no puedo meterles esa clase de mística en la cabeza. Aunque sí puedo comprarles espadas con nombre, y sería algo.
El vendedor asintió, comprensivo. —Entonces, ¿quieres que cuente en la calle, o que no? —preguntó.
—No lo cuentes. Cuando caigamos en la calle con espadas flexibles y cantarinas que mellen las genéricas como si fueran de metal forjado, mi gente tendrá su mística. No es necesario que se sepa enseguida que son las últimas de Semiónov, uno de sus experimentos exitosos.
—No sabes si es un experimento exitoso.
—Con que den para acabar con los Linces me basta. Y tenemos que hablar de esos aprendices de Semiónov, por si las hojas resultan tan buenas como quisiera.
El vendedor miró a Porak con extrañeza.
Porak sonrió astutamente. —Estoy cansado de negocios complicados y quiero una operación de venta. Si me hago el suministrador de espadas para esta ciudad, no más noches en vela. Dicen que las armas de fuego solían ser un buen negocio antes de que el gobierno pusiera el Ojo y el Rayo; mientras no prohiban también a estas bellezas —señaló la espada que el chofer llevaba en la mano—, voy a reunir un fondo de pensiones para mí y los chicos.


El Ojo atrapó los de Lentz. Perchado a veinte metros sobre la calle en la esquina del edificio, como un raro murciélago horizontal, parecía mirarlo sólo a él en toda la muchedumbre. El muchacho recorrió las aceras con la vista; nadie prestaba atención al dispositivo vigilante. Estarían acostumbrados, pensó. Para Lentz era fascinante, una señal de un poder omnisciente y omnipotente que sin embargo juzgaba necesario controlarlo especialmente a él, como si fuera un gran peligro impredecible. Caminaba con el cuello torcido por no dejar de observar al Ojo allá en lo alto, aunque de vez en cuando echaba un vistazo de reojo a las anchas espaldas de Turk para no quedarse atrás. Al cabo percibió que en efecto el Ojo lo seguía, y no como la mirada de una persona en una foto, sino girando, siempre enfocado sobre él. Era una persecución real, no imaginada, y Lentz se asustó sobremanera; no obstante, sus pupilas siguieron fijas en el Ojo.
De repente un hombro mucho más fuerte que el suyo lo empujó por detrás, desequilibrándolo de tal modo que debió mirar por completo al frente para no caer. Cuando iba a soltar un reto a muerte, descubrió ante sí la chaqueta de Porak, que de ir tras él había pasado a caminar junto a Turk.
—Nunca mires a ningún Ojo, granjero —dijo Porak sin darse la vuelta—. ¿Te está siguiendo, verdad?
Lentz asintió en silencio, sin pensar en que su jefe le daba las espaldas y no podía ver el gesto.
—Lo hace para darte una lección —dijo Porak como si de todos modos hubiera visto la aprobación del muchacho—, y es una buena. No mires al Ojo y el Ojo no te mirará a ti.
—Muéstrale al granjero las cosas de la ciudad, Porak —intervino Turk, también sin darse la vuelta—. Dale sabiduría.
Porak rió con fuerza. —Si tuviera de eso lo vendería; no lo estaría desperdiciando en pandilleros. Hey, granjero —llamó a Lentz—, ven por delante de nosotros para que me oigas bien.
El muchacho hizo lo ordenado.
—Si un Ojo te mira mucho —continuó Porak—, estás en peligro. El gobierno no lo dice, pero tienen desperfectos, como si imaginaran cosas. Me han contado de personas que no llevaban pistolas, ni mucho menos las habían disparado, y el Ojo ordenó que les dieran con el Rayo; y de otras en cuyas casas se aparecen agentes especiales tumbando puertas y gritando: “¡Entreguen las armas!”. Esos aparatos ven lo que hay y lo que no hay... así que no hagas que te miren a ti. Quizás ahora mismo te están archivando como que llevabas una escopeta, quién sabe.
Lentz hundió la cabeza entre los hombros. Porak pareció querer añadir algo, pero llamó su atención algo en una cafetería ante cuya vidriera estaban pasando. —Oigan —se detuvo llamando a sus pandilleros—, vamos a tomar algo.
—Cuando volvamos a nuestra zona —pidió Turk—. Aquí viven los Linces. Nos podrían reconocer.
—Lo sé, pero tengo mucha sed —dijo Porak entrando en la cafetería.
Turk observó estupefacto cómo la puerta trasparente se cerraba tras el otro. —Odio tener un jefe loco —gruñó—. Dale, granjero —conminó a Lentz con un ademán irritado—, vamos a esperar que aparezcan los que nos van a matar.
Lentz siguió a Turk al interior de la cafetería, donde ya los esperaba Porak, en la mesa más alejada. El muchacho se tiró junto al jefe y Turk se sentó frente a él, acomodando con cuidado la vaina de su espada.
—Me cansé caminando de la puerta aquí —protestó Turk—. Es como... ¿media cuadra?
—Estamos cerca de las dispensadoras —dijo Porak—. Haz algo útil con ese tamaño tuyo; ve y abusa con los de la cola, tráeme un café extra grande, con mucho azúcar, tibio.
—¿No tenías sed?
—Por eso lo pedí extra grande. Vamos, que si el granjero me trae el café primero que tú, le doy tu puesto.
El muchacho miró al jefe, luego al subordinado, e hizo el intento de levantarse. Turk se apresuró a pararse y ponerle la mano sobre el hombro. —Si alguien reconoce a este hijo de puta —le dijo a Lentz—, ayúdalos a deshacerme de él. Yo sería un mejor jefe.
Porak rió. —Es leal —aseguró a Lentz mientras observaba cómo en efecto Turk abusaba de quienes hacían ordenadamente la cola—. Mira cómo me trae el café.
Lentz sonrió al ver los inofensivos aspavientos de los clientes maltratados.
—Me haces falta, chico lindo —susurró de pronto Porak al oído de Lentz—. Me hacen falta tus ojos de muñeco de peluche.
Lentz dejó de sonreír.
—¿Ves esa chica, la rubia de la chaqueta roja? —dijo Porak—. Mira a ver si le gustas. Necesito verla reírse, ya sabes, la risa de orgasmo con que flirtean las mujeres.
Lentz sonrió, aliviado sin saber exactamente por qué.
—Será fácil —alardeó el muchacho—. Luce bastante puta.
—Vamos, pruébalo —Porak le guiñó un ojo al pandillero—. Digamos que me gusta verlas de lejos.
El muchacho se paró, poniendo cara de predador natural de rubias, en especial de la variedad con chaqueta roja, y se acercó a donde la chica parloteaba entre dos amigas. Dejó caer unas frases, logró hacerlas responder, y concentró el fuego en su blanco.
Turk llegó a la mesa con un envase de café y dos de cerveza. —Van a matar al chico —dijo por lo bajo mientras se sentaba—. Esa rubia anda con ese de los Linces —señaló a un tipo robusto que tomaba cerveza en la barra y llevaba una espada a la espalda. Por el logotipo en la vaina, sería una genérica bastante buena, de cristal primario en crecimiento orbital.
—La idea es que no lo maten —dijo Porak—. Ahora mismo Lentz es un tipo que intenta sacar conversación con unas chicas, muy inocente. Me hará parecer un rescatador en vez de un buscapleitos.
—Eres el hijo de perra —Turk sonrió divertido—, más frío que he conocido. No te pases; el granjero nos entretiene.
El tipo que bebía cerveza en la barra tiró su último envase contra el piso y fue contra Lentz a pasos largos, retumbando el suelo. El muchacho sintió el ruido y se dio la vuelta a tiempo de desviar el brazo del Lince, que intentaba empujarlo de un manotazo en el pecho.
—Ya debías haberle dado una espada al muchacho —opinó Turk.
Porak chistó displicente mientras contemplaba cómo el Lince de Humo daba un paso atrás y se llevaba una mano a la empuñadura de la espada. Lentz apartó caballerosamente a las mujeres y extrajo ágilmente una daga de su chaqueta.
—El muchacho hace como si no estuviéramos aquí —dijo Turk—. Me gusta.
Con el mismo movimiento de sacar la espada, el Lince de Humo se lanzó para cortar en dos a Lentz. El joven avanzó para caer en el área ciega del tajo, y a su vez intentó apuñalar al agresor en el bajo vientre; pero los brazos descendiendo en arco lo machacaron y derribaron. Cayó a un lado en el suelo, en parte bajo una mesa, con la cual decidió cubrirse del segundo ataque. El mueble no paró el golpe, pero sí lo desvió, y la hoja pasó silbando a dos centímetros de la cabeza de Lentz.
Las mitades de la mesa cayeron cada una por su lado y en medio quedó Lentz, inerme. Hizo el esfuerzo por rodar para esquivar el siguiente tajo, pero no fue necesario; Porak apartó al Lince de una patada en los riñones que lo envió contra la barra.
—La puta es tuya, Lince —dijo Porak—. Déjame al muchacho.
El Lince de Humo se recuperó y enfrentó a Porak. —Estás muerto —gruñó—. Tú, el chiquillo y el que se meta.
Porak desenvainó la espada que llevaba a la cintura. Era una de las recién adquiridas.
Pateando mesas, el Lince de Humo hizo un espacio libre donde ponerse de pie con la espada al frente, en espera. Lentz se escurrió cautelosamente hasta Turk, quien le susurró algo mientras señalaba al jefe.
—Lo olvidaba —sonrió Porak—. Los han enseñado. Tendré que ir por ti —y avanzó hacia el Lince con la espada en alto.
El otro pareció complacido y se dispuso en una postura defensiva que permitía un contraataque rápido.
Los dos últimos pasos de Porak fueron a la carrera, y después un medio salto; cayó tajando el San Miguel más simple en todo el arsenal de la eskrima.
Las demás personas en el local, que se habían apartado pero no ido, prorrumpieron en exclamaciones de desconcierto y espanto. No ante la visión del cuerpo yaciente del Lince, seccionado a lo largo del tronco de forma tal que sus entrañas nadaban en sangre junto a él, sino ante la espada del muerto, partida en dos. Algunos miraban la hoja de Porak, y también la escuchaban, porque zumbaba audiblemente.
Porak fue hasta su mesa y terminó el café. —Vámonos.
Turk y Lentz lo siguieron, trastabillando un poco al pasar la sangre del Lince de Humo.
Cerca de la puerta Porak se detuvo y tomó la manga de un aterrorizado parroquiano para limpiar la espada. Terminó rápidamente, expresó agradecimiento y se puso en la calle mientras envainaba.
—Dejaste firma allí dentro —dijo Turk a veinte metros de la cafetería.
—Lo hice, ¿verdad? —afirmó Porak.
—No sé si fue bueno.
—Ninguna firma es mala. Dice quién eres. Además, el muchacho se probó. ¡Pero corran!
Porak apretó el paso.


El mismo criado que retiraba el servicio le informó al Ministro Humbert la presencia del secretario de Munekami en su sala de espera.

—¿Para qué carajo tengo un ujier? —protestó Humbert—, ¿si tiene que ser el cabrón camarero quien me dice que tienen al hombre de Munekami esperando allá afuera? Tú mismo, ve y dile que pase.
El camarero hizo una inclinación de cabeza y se fue con la bandeja. Cuando estaba abriendo la puerta Humbert lo llamó.
—¡Hey! ¿Cuál es tu nombre?
El empleado se dio la vuelta. —Jenkins, señor.
—¿Tienes educación superior?
—Soy graduado universitario, señor, en Gerencia Hotelera y Restauración.
—Bien. Después que entre el japonés, dile al ujier que no venga mañana, que está despedido. Tú ven mañana con traje y corbata; tienes el puesto del imbécil.
—Gracias, señor —dijo el camarero, inmutable—. ¿Se le ofrece algo más?
—No, ve y tráeme al tipo... nunca puedo recordar su nombre.
—Nagashiro, señor.
Humbert despidió con un gesto perentorio al camarero, quien salió sin más. Inmediatamente el funcionario se paró y se puso tras la puerta, a una distancia apropiada para recibir al secretario del inversionista más poderoso del país. Esperó arreglándose la corbata, el traje y lo más posible de su apariencia.
Finalmente la puerta fue abierta por el nervioso ujier, detrás del cual entró un japonés alto de edad madura, atlético y claro de tez, muy elegante. Llevaba en la mano derecha un maletín de cuero negro con aspecto de contener secretos de estado.
—Siempre un placer recibirlo, señor Nagashiro —Humbert malhizo una reverencia rígida.
El japonés correspondió el saludo. —Tal cual el placer de acudir a su presencia, señor Ministro —dijo sin mostrar el más ínfimo acento en su lenguaje—, y ojalá por muchos años más lo encuentre a usted al venir a esta oficina.
—Yo también le deseo que conserve su actual trabajo, señor —Humbert dedicó una fugaz mirada al ujier, quien se marchó pálido y desequilibrado—. Bien. ¿A qué debo el gusto?
 El secretario llevó el maletín ante sí y unió las manos sobre el asa. —Yo también deseo ir al grano —dijo con grave seriedad—. Mi señor Munekami ha escuchado sobre los planes de confiscación y subsecuente destrucción de las últimas espadas del fallecido maestro Semiónov, en particular de un lote de varias hojas experimentales. Mi señor Munekami no está de acuerdo por entero con ese proyecto.
Humbert frunció el ceño. —Munekami está informado de los asuntos internos de nuestro país muy al detalle... a veces pienso que muy al detalle —se llevó las manos a la espalda y se balanceó descontento—. Este es un país soberano.
—Mi señor Munekami ha invertido en este gobierno tanto dinero como en algunas de sus mayores empresas, y es normal que sus intereses tengan presencia en él, y conocimiento. Muchos funcionarios tienen la debida deferencia hacia mi señor.
—Por supuesto —Humbert le mostró al japonés una silla de la mesa donde había estado almorzando—. Mas no debemos seguir conversando de pie.
El secretario se sentó en una postura tan estirada que le debía quitar toda posibilidad de descanso. —Por ejemplo —dijo colocándose el maletín sobre las piernas—, sé que a la mayoría de quienes vienen a esta oficina usted los sienta frente a su buró para hacerles notar su autoridad, y a los amigos los sienta en los sillones de allí; sin embargo, a mi me ha sentado a la mesa, donde no hay jerarquía ni demasiada familiaridad. Aprecio el gesto.
—Pues verá usted —dijo Humbert, un poco pasmado mientras se sentaba frente al otro—, no tenía una razón en particular para ponerlo en la mesa; quizás es que hasta ahora mismo estaba aquí sentado.
—Fue una deferencia inconsciente, de seguro, y no por eso menos valiosa. Su especial consideración hacia los asuntos del señor Munekami es muy conocida donde corresponde.
La expresión de Humbert era de radiante complacencia. —Qué bien —dijo sin poder ocultar su alegría—; por momentos he pensado que se olvidaban de mí.
—Si usted coopera en esta ocasión —dijo el secretario—, le puedo asegurar que será copiosamente recordado. Pero quizá debiéramos hablar de usted otro día, y concentrarnos hoy en los intereses de mi señor Munekami. Estos no obstan en lo absoluto la soberanía del país; mi señor está interesado en la prosperidad y estabilidad de esta gran nación, a la cual está atado por muchos lazos.
—Claro, claro —aceptó el funcionario—. Pero es mi deber valorar las circunstancias... ¿Qué desea Munekami?
—El señor Munekami desea otro destino para las espadas Semiónov. Ha sabido que ya fueron localizados los facinerosos en cuyas manos han caído, y que la intervención del gobierno ya está a punto.
Humbert frunció el ceño. —Por mucho que quisiera ayudar al señor Munekami —se acodó en la mesa—, tengo responsabilidades importantes... esas espadas no pueden estar en la calle de ninguna de las maneras.
El secretario sonrió benévolamente. —Esa es la opinión de mi señor... hojas tan señaladas no deben estar en manos de chusma.
—Ni en las de nadie, por lo que sea —sentenció Humbert—. Son un peligro hasta para la policía.
—La espada sigue el camino de quien la empuña. Con hombres de baja extracción, seguirá caminos bajos; en mejores manos, cumplirá un alto destino.
Humbert puso expresión de entendimiento. —Ya veo donde quiere llegar —guiñó un ojo—; las quiere para él.
—No es el único de sus motivos. También siente que en malas manos esas hojas traerán malos tiempos para las espadas en general.
—¿Cómo así?
—Mi señor Munekami ama el pasado —dijo el secretario—. Su linaje es muy antiguo, y el aprecio por la historia de su familia lo hace añorar tiempos cuando la valía de un hombre se medía con la espada. Sostiene que el combate con armas blancas hace al hombre espiritualmente superior.
—Proviene de una familia samurai, supongo.
—No, en lo absoluto; los samurais son advenedizos. Yo desciendo de samurais, mi señor de un compañero de armas del príncipe Shotoku. Es kuge. Pero ese no es el punto. Como le decía, mi señor Munekami cree que el método Semiónov inundará las calles de espadas baratas de excesiva letalidad, lo cual asustará a los gobiernos en todo el mundo al punto de dictar legislación restrictiva contra el uso de todas las armas blancas hechas con cristal de alta resistencia. Pronto no sólo las personas que lleven armas de fuego serán eliminadas por el Rayo, sino también las que lleven espadas; una hoja de cristal es incluso más fácil de identificar. Además, de ser cierta la superioridad de las últimas de Semiónov sobre las demás hojas, quienes las posean obtendrán una ventaja desleal, en nada acorde con el camino de la espada.
—Y eso molestaría al señor Munekami.
—Mucho. El señor Munekami espera un fortalecimiento significativo de la fibra moral de la humanidad gracias a la sustitución de las armas de fuego por las blancas en el uso personal. Para él, la degeneración de la humanidad comenzó con la pólvora.
Humbert hizo un gesto de asombro. —¿El señor Munekami no cree en el progreso? ¿O es un pacifista?
El secretario sonrió. —No estamos, ni usted ni yo, en posición de juzgar a mi señor Munekami —se acomodó el maletín sobre el regazo—. Él aplaudió cuando todos los gobiernos se pusieron de acuerdo para erradicar las armas de fuego en ciudades y por las mismas razones aducidas. Con armas de fuego un individuo débil y maligno puede imponerse a muchas buenas personas o herir irresponsablemente a distancia, dice mi señor Munekami, y también dice que a diferencia de una bala, una espada nunca va más allá de donde el guerrero la ve. Añade que ninguna persona espiritualmente deficiente será un gran peligro para la sociedad, armado con una espada; sólo una persona de gran virtud es capaz de convertirse en maestro insuperable en la esgrima, y alguien así sería incapaz de iniquidad.
—Capto la idea general —asintió Humbert—. Dartagnán y sus amigos eran todos excelentes muchachos porque eran buenos con la espada.
—Usted puede tomarlo a broma —dijo el secretario—, y yo puedo ser un poco escéptico. Pero entre nosotros tres, es mi señor Munekami el gran hombre, y es él quien puede tomarnos a broma a nosotros o considerar memeces nuestros argumentos. Y su opinión forma su voluntad, y esta las acciones. ¿Irá usted a favor o en contra? No pierde nada yendo a favor, y gana su agradecimiento.  
Humbert se recostó, amoscado pero a la vez condescendiente. —No hay problema —sonrió obsequioso—. Las espadas irán a manos del señor Munekami... tan pronto se las quitemos a la piojosa pandilla a la que fueron a parar. Unos estúpidos; en vez de esconder el botín se dedicaron a hacer pedazos a sus rivales, y a las espadas de estos de paso. Hicieron una carnicería, sobre todo porque los demás estaban cagados de miedo, si me perdona la expresión. Así fue como supimos de ellas inicialmente, por las historias de una pandilla invencible cuyas espadas cortaban las demás; nos llevó poco tiempo rastrearlas hasta sus orígenes.
—Estamos enterados —asintió el secretario—. Esos hechos confirman el parecer de mi señor Munekami.
Humbert volvió a inclinarse sobre la mesa, mirando al japonés fijamente a los ojos. —Como usted dijo —murmuró con sorna—, el parecer de Munekami no requiere confirmación.
El secretario sonrió sutilmente.  


Pisotones en el tatami de arriba, dilucidó Porak entre las nieblas del sueño. Irregulares, torpes; si fueran los de un esgrimista hábil quizás no lo hubieran despertado. Se levantó y fue hacia la escalera de caracol que subía directamente de su oficina al local construido en la azotea con elementos prefabricados. Al asomar la cabeza por el agujero reconoció a Lentz, y en sus manos la espada que había dejado allá arriba, una de las de Semiónov. La propia del muchacho estaba tirada en un rincón.
—¿Entrenando, granjero? —preguntó mientras terminaba de subir.
Lentz bajó la espada, avergonzado. —Lo siento, Porak —se disculpó—. No sabía que estabas en la oficina.
—Durmiendo en el sofá. ¿Y como llegaste aquí arriba?
—Por la rejilla —el joven señaló las aspas de un gran extractor en la pared a su izquierda—. No está fija. Llego al techo por la escalera de incendios. No sabía que esta noche estabas durmiendo abajo...
Porak agitó la mano. —Ya, ya. Lo que me despierta es los pisotones que das... ¿quieres cortar al oponente o dejarlo sordo?
—Trataba de usar la energía...
—Esto no es kendo, hijo. Diferente armamento, diferente filosofía. Para estas armas, es mejor eskrima, porque pesan muy poco, menos que un yantok, una vara de rattan, por lo tanto puedes usar la hoja como una extensión de tu brazo. Puedes usarla como mismo usarías el brazo para golpear, con los mismos movimientos, siguiendo la flexión natural de las articulaciones, igual geometría.
Lentz dio vueltas a la espada, confuso.
El jefe se le acercó. —A ver, dame —tomó el arma de las manos de Lentz y su posición en la cabecera del tatami—. Así lo entenderás más fácil: ningún ser humano tiene la fuerza para sacarle todo su potencial a filos de cristal cultivado, así que no lo intentes. Tú sólo haz que el movimiento vaya en el eje de corte, haz que el eje de corte coincida con el movimiento más natural posible de tu brazo: la hoja tiene algunos átomos de grosor y corta independientemente de la rabia que le pongas. Tu trabajo es guiarlo. ¿Entendido? Ganas más con buena dirección que con fuerza excesiva.
El muchacho asintió, los ojos fijos en la espada.
Porak levantó el arma sobre su cabeza. —Contra tejido vivo y materiales comunes, debes reconocer la milésima de segundo en la cual se hace resistencia a tu hoja, y entonces insistir. Pero es diferente contra armaduras, y por eso entreno con pacas de gel —Porak indicó un gran cubo verde traslúcido sostenido entre dos soportes laterales al final de la carrera del tatami—. Ese ahí no es el mismo de las armaduras, sino el de las vainas, pero funciona de forma similar: resiste a la hoja con varias fuerzas laterales que más o menos la empujan contra la dirección de corte. El gel de armaduras es mejor, se electrifica para aplicar más fuerza. Según va entrando la hoja aumenta la resistencia, independientemente de cuánta fuerza le des al golpe. Por eso, en cuanto tu hoja pare de avanzar en la armadura, sácala, no vas a hacer más. Un golpe seco, y te retiras.
—Como lo hiciste con el Lince de Humo.
—Él no tenía armadura; yo quería romper su hoja —dijo Porak—. También, si un golpe fuerte neutraliza de una vez al enemigo, es mejor. Ahora mira.
Porak fue hasta la paca, y descargó un tajo que la separó en dos partes. —Practica tú —dijo volviéndose hacia Lentz—. En unos minutos se empatarán las mitades.
El muchacho fue hacia el jefe y recibió cuidadosamente la espada, que mantuvo en alto entre ambos.
—Llama a tu madre —dijo Porak sonriendo felinamente—. Puedes quedarte esta noche aquí conmigo.
Lentz empalideció.
—Practicando —Porak tocó la mano del muchacho que empuñaba la espada y la empujó suavemente a un lado para acercarse al cuerpo ajeno—. Mis gustos no han cambiado aún... si eso ocurriera, tú serás el primero en saberlo.
Lentz caminó nerviosamente de espaldas hasta la cabecera del tatami, la espada a dos manos sobre su cabeza. Porak se quedó de pie entre él y la paca de gel, con los brazos en jarras y la misma sonrisa.
Al cabo de un minuto Porak fue hacia la escalera y la bajó silbando, en tanto Lentz corría contra la paca de gel.
Porak se dejó caer sobre el sofá, desvelado. Ordenó al televisor despertarse e hizo señales en el aire para que el aparato corriera canales. Manoteando a la derecha hizo subir los números en el selector, hasta que en la pantalla apareció un filme de acción, y alzó el dedo para dejar esa señal. Tras recostarse, dio la seña para aumentar el sonido y así tapar los persistentes pisotones de Lentz. No le pareció una mala película.
La granada de humo rompió la ventana, rebotó en el buró y se incrustó en el plástico suave de la pantalla, soplando gas con fuerza; parecía como si el televisor hubiera decidido fumar. Porak conocía los métodos de la policía, así que se dio la vuelta lo más rápido que pudo y hundió la cabeza entre el espaldar y los cojines del sofá. Aguardó hasta sentir el ruido del segundo lanzamiento, alzó la cabeza y se empujó por encima del mueble hacia el otro lado. El sonido de cristales rotos se repitió una y otra vez; Porak pensó que se complacían en romper las ventanas. Pero más importante que lamentarse era escapar del humo.
Porak corrió hacia la puerta, salió entre toses, y cerró tras de sí, cortando la nube perseguidora. Al pasar junto a una alarma de incendios apretó el botón con furia; partes del sistema eran antiguos y usaban rociadores de agua, que podría disipar el humo en el corredor. Entonces la puerta volvió a abrirse y apareció Lentz, sólo para caer inconsciente en el suelo del pasillo, manteniendo la puerta abierta con su cuerpo. Porak maldijo mientras corría a sacar al muchacho del camino del humo. Logró apartarlo, pero algo trababa aun la puerta. En medio del humo pudo distinguir la espada en su vaina, que la mano de Lentz aferraba desesperadamente. Porak movió el obstáculo, cerró la oficina y comenzó a arrastrar el cuerpo a donde el gas estuviera más disperso.
—Espada... —murmuró Lentz sin abrir los ojos.
—La trajiste, granjero —dijo Porak mientras fijaba la grapa de sujeción de la vaina a una trabilla en su pantalón—. Ahora cállate.
Pudo llevar el cuerpo hasta la escalera, y ya en esta se halló recuperado como para cargarlo. No obstante, sintió algunas náuseas al echárselo a caballito sobre la espalda; había tragado mucho humo adormecedor, aunque este fuera de la formulación más ligera. Buscó en sus bolsillos, y se maldijo por haber dejado todas las pastillas en la chaqueta, colgada de una silla allá en la oficina. Mal que bien bajó algunos escalones, tambaleante. Si abandonaba al muchacho podría hasta correr. Pero no iba a dejar tirado a quien en vez de escapar por la azotea había atravesado una habitación llena de humo narcótico para llevarle su espada.
Justo entonces apareció Turk subiendo por la escalera.
—Policías por abajo —anunció el pandillero—, y humo por arriba, ya veo. El negocio está jodido.
—Toma al granjero —Porak se apoyó en la baranda—, antes de que lo deje caer. Llévatelo.
Turk maniobró para echarse al muchacho al hombro como un fardo, en lo que Porak se secaba la frente.
—Oye, Turk —dijo el jefe—, ¿no tienes algo que levante? Estoy ahumado.
El pandillero sacó un aplicador de colirio del bolsillo del pantalón. –Precisamente es para despertar —dijo Turk—. Incluso te la pone dura.
Porak sonrió, tomando el recipiente. —No me hace falta tanto —abrió el aplicador y se lo acercó al lagrimal—. Es refrescante —dijo entre bizqueos y muecas—, aunque se siente raro. ¿Agarraron a muchos? ¿Y las cosas?
—Más que nada clientes —contestó Turk trotando escaleras abajo—; yo y el grupo sacaremos las cosas por el túnel... aunque no sé si haya tiempo. Estos son policías rápidos —consideró antes de perderse de vista.
—Habrá tiempo —dijo Porak desenvainando. Sus ojos habían enrojecido visiblemente—. Haremos tiempo.
Porak bajó, pero salió de la caja de la escalera por una puerta ante la cual Turk había pasado de largo en su camino más abajo. Daba a un pasillo estrecho y oscuro, y este a su vez, tras unos veinte metros, a una gran sala de baile llena de personas y policías.
Los policías llevaban grandes escudos de material cristalino, forrados en los bordes de plástico duro, el cual hacía una cruz por detrás, con un agarre. Cubrían casi todo el cuerpo, pero a juzgar por la soltura con que presionaban con ellos a los clientes y empleados de la discoteca para acorralarlos como ganado, no pesaban mucho. Algunos de los así arrinconados tenían espadas y dagas e intentaban usarlos, aunque enseguida descubrían el efecto de los largos bastones eléctricos de los policías, y estos eran tan hábiles como legionarios con sus escudos.
—¡Vamos ya! —dijo el sargento al mando—. ¡Pincen a estos cabrones!
Los agentes modificaron la acción de sus bastones y comenzaron a golpear a los acorralados con la punta. Los que eran tocados gritaban o maldecían, y caían al suelo, inmóviles aunque conscientes; si después alguno intentaba mover algún miembro, inmediatamente se arrepentía entre exclamaciones de dolor.
—¡Son jets de picobots! —gritó el sargento—. Se les advierte que perciben la actividad nerviosa motora y reaccionan activando proporcionalmente los centros del dolor. Sólo si persisten en moverse sufrirán daño permanente. Se disolverán en unas horas. ¡Están advertidos!
Porak sintió a su espalda pasos como de alguien pesadamente equipado, y avanzó a la media luz de la sala. Un policía abandonó el círculo de acorralamiento y fue hacia él con escudo y bastón en alto. Poniendo una mueca feroz, Porak se lanzó contra el policía, quien interpuso confiadamente su pavés. La espada rajó el escudo de la mitad abajo y alcanzó la rodilla del agente; este soltó el bastón, aullando de dolor mientras se llevaba la mano a la herida y se esforzaba en cubrirse. El jefe pandillero lo pateó, apartándolo para poder atacar al resto por la espalda.
De algún modo Porak se abrió camino hacia la puerta, cortando escudos como si fueran de papel e hiriendo a los policías con tajos superficiales pero incapacitantes, a pesar de las armaduras. Lo ayudó que muchos detenidos no estuvieran todavía “pinzados” y aprovecharan el desorden que el feroz ataque de Porak causaba entre las filas de agentes para ampliar la brecha y escapar. Si antes los habían manejado como a ganado, ahora estaban en una estampida imparable, pasando por sobre policías y civiles inmovilizados por igual; algunos incluso tomaron los bastones de los policías puestos fuera de combate por el espadachín.
En la salida estaba el sargento, quien no llevaba escudo ni bastón pero sí pistola, y le apuntó a Porak apenas este se separó de la turbamulta. El pandillero se echó a un lado y al otro sin notar las dos detonaciones, su atención puesta en el rostro del policía, y se adelantó a aquél de manera tal que cuando alcanzó a darle un tajo, cortando la pistola y parte de la mano, el sargento lo miró como sorprendido de no verlo caído en el lugar donde estaba un segundo antes. Inmediatamente la realidad del dolor y la mutilación lo hicieron dar alaridos de agonía. Porak lo pasó sin mirar atrás.
Con él salieron muchos detenidos, y los policías de afuera no estaban preparados ni en número suficiente para aguantar la afluencia de fugitivos. Porak se mezcló, y aunque hubiera podido dejar atrás al bulto no lo hizo; también porque al pisar el frío concreto recordó que estaba descalzo. Ni los escasos tiros que escuchó lo hicieron acelerar, pues la policía no tenía derecho a apuntar al cuerpo en una simple redada. Además sabía que los agentes no querrían hacer muchos disparos por temor a los errores del Ojo y el Rayo... según rumores, a veces el primero fallaba en identificar que la persona tenía derecho al arma, y el segundo no fallaba en neutralizar al inocente.
Dobló en la primera esquina, aunque en realidad no hacía diferencia: los Ojos lo seguirían en cualquier lugar abierto y muchos cerrados, y adonde llegaba el Ojo llegaba el Rayo. Podrían ordenar que el sistema le disparara a la pierna o con potencia reducida. La sensación quemante de un electroláser sería lo último que recordaría antes de despertar custodiado en un hospital. Debía alcanzar un área oculta y de ahí los túneles, pero nunca antes de conseguirse un par de zapatos... la calle estaba repugnantemente sucia.


Mirando por sobre el hombro del agente que reportaba, el capitán vio al comisionado. Venía hablando deferentemente con un asiático de aspecto importante e implacable; el oficial asumió que aquél era el representante especial del Ministro. Caminaban directo hacia el capitán como si él fuera centro, expresión y causa suficientes para el pandemonio de autos patrulleros, ambulancias y personas ocupadas.
El agente se marchó justo cuando el comisionado y su acompañante se detenían ante el capitán.
—Qué cagada —dijo el capitán a modo de saludo—. De las grandes.
El comisionado miró con ira al oficial. —Lo puedes decir primero que yo cuantas veces te dé la gana —le espetó—; igual te voy a decir que tengo unas ganas enormes de limpiarlo todo con tu cara.
—Monumental, la cagada —continuó el capitán, inmutable—. Pero también es una gran lección acerca de lo que pasa cuando a los hombres que hacen el trabajo duro se les mantiene en la oscuridad de los asuntos.
—¿Qué más carajo debías saber? —exclamó el comisionado—. ¿Cuál es el conocimiento necesario para barrer la tapadera de una pandilla de tres al cuarto? —señaló la fachada de la discoteca detrás suyo.

—Caballeros —intervino el tercero—, nadie en puestos de responsabilidad los culpa, y yo personalmente no agradezco en nada esta discusión.
El capitán se recostó plácidamente en el auto que tenía a las espaldas, en tanto el comisionado se removía molesto en el lugar.
—He visto el vídeo —siguió el representante—, y nadie podía prever la destreza del individuo que desarticuló el operativo...
—Ni lo que podía hacer su espada —añadió el capitán—. Los escudos tienen cuatro capas separadas de crecimiento secundario; ni las mejores hojas en el mundo podrían haberlos cortado así.
—Y teníamos sólo un estimado de las características de las armas —terminó el asiático—. Al menos ahora no estamos en la ignorancia.
—Pero a qué precio... tengo a doce policías esperando cirugía reconstructiva en el hospital, incluyendo un sargento que necesita prótesis parcial.
—Parece un tipo razonable —dijo el comisionado—. No mató a nadie. ¿Era el jefe, no?
—Si me hubieran dado acceso al Rayo lo hubiera podido freír a las dos cuadras, antes de que cogiera por interiores y de ahí a los túneles. Pero tenía que ser de bajo perfil...
—Por favor, no insista —atajó el representante—. Seamos constructivos.
Sonriendo, el capitán extendió la mano al representante. Este se demoró medio minuto en estrechársela.
—Así que es extranjero —dijo el capitán en tono bastante neutro—. E importante.
El comisionado señaló al asiático con un gesto de presentación. —El señor Nagashiro, supervisor especial —dijo mirando a su subordinado con dureza—. El ministro espera que lo apoyemos como si fuera él mismo.
—Por supuesto —el capitán abrió las manos—. Siempre que haga falta apoyaré a los amigos del ministro. Me gusta mi carrera tanto como a cualquiera.
El señor Nagashiro se frotó la mano con el pantalón discretamente. —Tengo entendido que confiscaron sólo diez espadas.
—Once. Diez en dos cajas y una en las manos de uno de los dos que se rezagaron en el túnel. Hallamos dos cajas vacías, así que eso hace ocho espadas sueltas por ahí.
—Nueve, más bien —corrigió el comisionado.
—La novena la lleva el hijo de perra —el capitán meneó la cabeza—. Y él no va a escapar.
—Parece seguro —dijo Nagashiro sonriendo suavemente.
—Estoy cabrón con ese tipo, a falta de poder estarlo con gente por encima de mí. Él va a pagar por todo.
—¿Y cómo piensas atraparlo? —dijo el comisionado—. ¿Le tirarás dardos a su foto? Ahora podría muy bien estar en el campo, lejos del Ojo.
—Quizás tengo algo que él quiere. Cuando capturamos a los dos del túnel, estaban recibiendo una llamada del tipo por móvil. Conseguimos grabarla, y le decía a uno de ellos que le respondía con su vida por la del otro.
—¿Un pariente? ¿Amigo cercano?
—No lo sé; hará de carnada, por lo que sea.
—A decir verdad —dijo Nagashiro—, no nos interesan los miembros de la pandilla. Debemos recuperar las espadas lo más pronto posible; si es posible negociar una amnistía a cambio de que las entreguen, autorizo la gestión.
En ese momento el capitán recibió una llamada en su móvil. —Un momento —se acercó el aparato al oído y escuchó atentamente por unos minutos.
—¿Qué era? —preguntó el comisionado mientras el oficial cerraba.
—Forenses. Las empuñaduras de las espadas en cajas tenían epiteliales; las usaron ampliamente. Ahora pienso que el jefe se las guardaba a los suyos mientras no había peleas importantes. El otro que tenía una podría ser su segundo al mando.
—Inteligente. Me gusta este tipo.
—¿Qué parte de él te envío? —dijo el capitán.
Nagashiro lucía irritado. —Sólo las prestaba a sus secuaces —dijo en voz alta, imponiéndose a los otros dos—. Eso significa que las restantes ocho quizás no estén en manos de otros tantos delincuentes, sino guardadas en algún lugar. Realmente me gustaría hablar con ese hombre antes de cualquier otra acción.
—Usted será el primero, en cuanto el Rayo lo deje fuera de combate —afirmó el capitán.
—¿Y tus chicos lo pincen tanto que le paren el corazón? —dijo el comisionado.
—La “pinza” no afecta la musculatura lisa.
—Capitán —advirtió el japonés—; usted olvida quién lleva la autoridad aquí... yo decido cómo tratar al hombre.
El policía miró al extranjero a los ojos durante casi un minuto. —Claro, claro —cedió—. Usted manda.
—Tengo una idea —anunció el comisionado, metiéndose entre Nagashiro y el capitán para hablar de frente a este último—. ¿Dónde está el móvil con el que los del túnel hablaron con el jefe?
—Con las evidencias —dijo el capitán intrigado—. No sé si lo llevaron ya a la central.
—¿Con las evidencias? —bufó el comisionado—. Por Dios, hombre, tráelo. Vamos, trae ese móvil —insistió—. ¿Te lo tengo que poner por escrito?
El capitán apretó las mandíbulas y respiró con fuerza mientras confrontaba al otro por unos segundos; al marcharse lo chocó por un hombro.
—No sabe controlarse como debiera —comentó Nagashiro sin voltearse a verlo—, aunque hace un esfuerzo.
El comisionado suspiró. —Entiendo lo que él siente —dijo mirando al suelo—, pero por disciplina no puedo decírselo.
—¿Y qué siente él? —se interesó el japonés.
—Impotencia. Odio, culpa, frustración. Nada profesional, lo acepto.
—¿Y por qué esas emociones?
—Creo que con el Ojo y el Rayo él esperaba algo mejor que todas estas espadas... él aún trabajaba la calle cuando empezó el sistema —dijo el comisionado, hombre ventrudo y envejecido, mientras se recostaba en la capota del auto—. No importa qué prohíbas, armas de fuego o cuchillos de mesa, la gente siempre descubrirá maneras nuevas; es como si midieran la libertad que tienen por la violencia que pueden ejercer. Igual debieran vedar las espadas y cualquier cosa parecida, y dejar que se maten a porrazos: sería un avance.
—¿Pero qué les deja para su defensa personal? —dijo Nagashiro, retóricamente estupefacto—. Algo habrán de usar.
El comisionado hizo una mueca de desprecio. —¿Y a mí qué me importa? —dijo metiéndose las manos en los bolsillos de la chaqueta—. Además, hay montones de aparatos que no son tan peligrosos como esas espadas... y qué rayos, me tienen a mí. Mal pagado, amargado, gastado como estoy —miró a lo lejos mientras se rascaba una ceja distraídamente—, pero me tienen, carajo.


El especialista en vigilancia entreabrió la puerta de la furgoneta y se asomó a la calle. —Capitán —susurró—. El tipo sigue rondando el parque, y creo saber por qué.
El policía fue hasta el vehículo y empujó al otro para entrar. —Dime rápido —dijo sentándose frente a los monitores.
—Se dio cuenta que Ojo lo sigue —afirmó el especialista mientras volvía ante los controles.
—Eso es imposible; el Ojo no lo sigue.
—Depende de cómo se entienda. Mire usted los videos de seguimiento —el hombre de vigilancia señaló una pantalla—. El operador debe haber dado la orden que hace que los Ojos nunca enfoquen direccionalmente al sujeto, en vez de simplemente ordenar seguirlo sin apuntarle.
En la pantalla se veía a Lentz caminando, marcado con líneas rojas transparentes pero siempre en una esquina de la imagen; el encuadre nunca se centraba en él.
—Todavía no entiendo —masculló el capitán.
El especialista comenzó a correr el vídeo adelante y atrás con grandes saltos, aunque deteniendo y congelando la imagen de vez en cuando. —¿Ve ahora? El tipo mira directo al Ojo, y la programación usual del sistema debiera hacer que el aparato se fijara en él para intimidarlo —apuntó hacia la cara de Lentz—. Pero no ocurre; vea que el sujeto no está en el centro del cuadro. Me parece que el tipo estaba provocando al Ojo y se dio cuenta que lo ignoran específicamente.
—E ignorar a alguien es la manera más obvia de tomarlo en cuenta... el tipo es nuevo en la ciudad, pero no estúpido.
—Llamaré a la central para que cambien la orden a los Ojos que el sujeto no se ha cruzado aún.
El capitán agitó la cabeza. —Ya no importa.
—Quién sabe si al ver que los Ojos de otra zona se comportan normalmente crea que no obtuvimos autorización para dedicarlos a él.
—Dudo mucho que él tenga idea de cómo se controla el Ojo... ahora mismo no se fiará de nada.
—¿Entonces qué? ¿Lo dejamos marearse?
—Si pudiera forzaría la situación —el policía bajó la vista, reflexivo—. De hecho me conviene que vaya al parque.
—Pero los árboles dan puntos ciegos del Ojo —objetó el especialista—. Y debe conocer los túneles de ahí; son los primeros que se aprenden los forasteros.
—No te preocupes —el capitán sonrió malévolamente—; tiene un localizador... lo atraparé allá dentro.
—¿Se lo puso de todas formas?
—¿Por qué no? —el capitán hizo una mueca de fastidio—. ¿Puede seguirlo bajo tierra?
—Depende del túnel. Si es de mantenimiento y servicio, estará lleno de ductos de metal, e incluso puede tener líneas de electricidad. Esos pueden ser problemáticos. Si se desvía por los excavados quizás vaya demasiado profundo. Necesitamos un hombre que lo siga con un receptor... pero usted dice que no nos dejan.
—Vamos, cabrón —el policía se inclinó sobre un monitor que mostraba a Lentz caminando por la acera contraria a una arboleda—. Métete al parque.
—¿Por qué no le pone cola ahora mismo, capitán?
—No si está bajo el Ojo —el capitán meneó la cabeza—, donde lo verían el comisionado y el nisei. Se supone que lo dejemos ir tranquilo para que en cuanto esté a salvo el otro diga dónde dejó las espadas. Ese es el trato que hicieron con ellos.
—¿Pueden hacer eso? —se asombró el especialista.
—El japonés viene a nombre del mismísimo ministro.
El especialista se hundió en el asiento. —¿Entonces qué hacemos, capitán? —dijo intrigado.
—Tengo un grupo de oficiales trabajando para mí, incluyendo uno que está cerca del comisionado. En cuanto este se meta en el parque u otro lugar fuera del Ojo —el policía señaló a Lentz, quien en ese momento cruzaba la calle—, iré tras él, y si se acerca el tipo de las espadas, me dirá dónde están en cuanto le ponga las manos encima.
—Al comisionado no le gustará —el especialista desvió la mirada hacia los monitores.
—Si al final le entrego las espadas me dejará tener al tipo.
—¡Eh, capitán! Acaba de entrar al parque.
—Por fin, desgraciado —se alegró el policía—. Dile al chofer que me deje a doscientos metros del punto de entrada. ¿Es suficiente para que no salgamos en los Ojos que están sobre el tipo?
—Suficiente —el especialista transfirió la dirección a la cabina—. ¿Qué va a hacer usted?
—Ya puse un agente en el parque pero quiero ir yo mismo. Esto lleva decisiones sobre el terreno.
El vehículo echó a andar bruscamente.
—¿Puedes creerlo? —dijo el policía mientras se aguantaba de una argolla pendiente del techo para no dar bandazos—. El tipo mutiló a medio escuadrón, y le van a dar amnistía a él y a sus dos amigos a cambio de las espadas... hasta se fían de su palabra. Sólo piensan en esas espadas.
—¿Por qué no lo deja ir, capitán? —dijo el especialista, al parecer más habituado a mantenerse sobre su silla con la furgoneta en movimiento—. Ya lo atrapará; deje al comisionado salirse con su plan.
El policía apretó las mandíbulas con furia. —Quiero a este —masculló—. Es una de esas cosas que te dan de repente.
—¿Y quién garantiza que el de las espadas aparecerá así tan rápido para buscar al sujeto?
—Tengo la corazonada. Además, antes de soltar a este me aseguré que se fuera sin nada con qué hacer una llamada... si quieren ponerse en contacto, será cara a cara.
—Me parece demasiado optimismo, capitán, y se arriesga a enfurecer al comisionado —dijo el especialista—. Ya llegamos. Tenga cuidado, ya que insiste.
El capitán luchó contra el frenazo, y en cambio aprovechó el retroceso para lanzarse hacia la puerta; en cinco segundos estuvo de pie en la acera.
El especialista deslizó su silla rodante hasta el umbral y se asomó afuera. —Eh, capitán —dijo al ver al policía sacar una pistola de la chaqueta—. ¿Tiene el chip para llevar eso?
—En algún punto del cráneo —dijo el capitán rastrillando el arma—. El Ojo y el Rayo ven que tengo derecho a usarla.
—Pero tenga cuidado; yo trabajo con esos sistemas y sé que fallan.
Sin responder, el capitán se hundió en las sombras de la arboleda.
Los primeros minutos anduvo sin cuidado. El chico estaba lejos, según el localizador cuya señal visualizaba en la manga de su chaqueta. Cuando la imagen en escala mostró menos de cien metros de distancia entre él y el blanco, el capitán comenzó a ir con calma. Se detenía con el muchacho, avanzaba con él, y como no hacía sino círculos y zigzags, puso al software del aparato a calcular un rumbo que predijera los errares del joven y optimizara el seguimiento. Sin embargo, en cuanto la separación se redujo a treinta metros el joven se paró por más tiempo del acostumbrado, y al moverse de nuevo lo hizo aproximándose al policía. El capitán intentó evitar el acercamiento, pero el punto que señalaba a Lentz se volvió como los fantasmas rastreadores de aquel inmemorial juego electrónico: cada vez se pegaba más. El policía dio cuatro vueltas sobre sí mismo, escrutando alternativamente la pantalla textil y las sombras del bosque. La resolución hizo que el punto se fundiera con el centro, y el perseguidor pegó la espalda a un árbol.
—¿Me buscabas, policía?
El capitán se dio la vuelta apuntando el arma hacia la voz del muchacho, quien acababa de salir de tras un árbol.
—Este no era el trato —dijo el joven, nervioso pero retador.
—A mis superiores les puede parecer bien soltar a criminales a la calle —dijo el capitán, bajando el arma—, pero yo tengo que lidiar con ustedes día a día.
—Mejor se va. No me muevo de aquí mientras no lo vea irse. Y no intente nada, me crié en el campo y me muevo mucho mejor que usted en la vegetación.
—Muy bien —el capitán miró a Lentz con aire de mofa—. Me voy —y dio el primer paso a la derecha.
—¡Espera! —dijo el joven, los ojos entrecerrados por la sospecha—. ¿Cómo me encontraste aquí?
El policía lo ignoró y continuó andando.
—¿Tengo un localizador? —preguntó Lentz angustiosamente, a la vez que seguía al capitán.
El policía confrontó al muchacho. —¿Ahora vas a venir tú detrás de mí? —cruzó el brazo armado sobre el cuerpo.
La expresión de Lentz se tornó airada. —¿Dónde está el localizador? —insistió—. ¿Dónde me lo pusiste?
—¿Acaso eres mi carro? ¿O tienes costumbre de que te pongan localizadores, como a una maleta o un niño?
—¡Tú me seguiste, y aquí las cámaras no ven!
—¿Quieres saber cómo? —el capitán hizo una mueca de desprecio—. Por el olor a perra; tu olor. Por lo mismo que tu jefe te va a encontrar, y así nos veremos los tres. Qué linda reunión.
Lentz adoptó una pose calmada. —Si es por el olor, vamos a facilitarlo —dijo resueltamente y comenzó a quitarse el anorak gris—. Va a ser muy fácil.
La cara del capitán mostró alarma cuando Lentz se bajó el pantalón. —¿Trasero al aire? —fingió indiferencia—. En estos matorrales, o coges pulmonía, o viene alguien a darte calor de hombre.
Sólo cuando estuvo desnudo y descalzo Lentz se dignó a responder. —Cualquier cosa menos ser señuelo —dijo, intentando que los temblores por el frío no debilitaran su pose.
El policía se puso gris. —Entonces no sirves de nada —y levantó la pistola. El tiro apenas se oyó, pues el arma tenía silenciador integrado.
Lentz se contrajo por un segundo. Después cayó, la mano derecha en el hombro opuesto y una dolorida expresión de desconcierto.
—Chilla, perra —el capitán se acercó al joven—. ¿O quieres más dolor? —y le disparó a la rodilla.
 El muchacho apretó los dientes y apoyó la frente en la tierra.
—Sabes, tenía esperanzas de que llegaras a la cárcel —dijo el capitán, acuclillándose junto a Lentz—. Un muchacho lindo como tú. Tendrías una nueva vida, nuevos amigos, nuevas sensaciones; un nuevo tú. Ahora creo que me vas a forzar a desangrarte, o al menos a ponerte tan feo que en el tanque te ignorarán.
De Lentz sólo salieron lágrimas.
—Por el momento puedes sobrevivir —continuó el policía—, pero si te disparo a la panza —y lo hizo—, empieza la cuenta atrás. Tengo entendido que además duele mucho.
El muchacho jadeó débilmente y dejó escapar un hilillo de sangre. —Lo único malo es que... —lo interrumpió un arqueo agónico—. Porak te matará rápido. Es su... estilo.
El policía suspiró—. Bueno, es hora de ponernos faciales y además cambiar de instrumental —rebuscó en un bolsillo con la mano izquierda y extrajo una pequeña navaja.
Lentz gimió sin apenas aire. —Nunca vas a hacerme tan feo... como tu madre —murmuró. Tenía los ojos entrecerrados y estaba entrando en lasitud.
—¡Ja! Que en paz descanse —dijo el capitán acercando la cuchilla al rostro de Lentz—. Cuando la veas, salúdala de mi parte.
Justo cuando iba a presionar la hoja contra el maxilar, el capitán escuchó un ruido que lo hizo detenerse. Se puso de pie, empuñando ambas armas con fuerza. Miró alrededor. Nada. Miró al muchacho. Respiraba débilmente.
Volvió a escuchar un ruido como de hojarasca pisada.
Al voltearse percibió un borroso movimiento de barrido a la altura de sus ojos, simultáneo con una repentina cerrazón ardiente en la garganta. Acto seguido su visión del mundo cayó a la derecha y abajo, dando vueltas en sentido horario como si rodara por la escalera de un sótano oscuro. Cuando se detuvo, sintió la presión del suelo contra su barbilla, y ya nada más.

Porak salió de la arboleda, espada al cinto, y corrió a saltos hasta la acera de enfrente, escapando del tráfico por puro milagro. Vestía el mismo pantalón deportivo de cuando la redada y se había puesto el anorak gris. La capucha de esa prenda, que llevaba levantada pero descubriendo el rostro, abultaba tras su cabeza, tensando la tela como si el cráneo se hubiera hinchado en esa dirección hasta doblar el volumen. La protuberancia tras la cabeza de Porak se bamboleaba con soltura mientras él corría hasta una furgoneta parqueada en el lado opuesto al parque.
El pandillero se acercó a la trasera del vehículo, desenvainó su espada y destrozó el cerrojo de la puerta, que se abrió con un violento crujido. Dentro, sobre el suelo, había dos cajas oblongas. Porak tiró de ellas y las puso en el asfalto.
—¡Espadas gratis! —gritó a la gente que pasaba mientras abría ambas cajas y desparramaba su contenido—. ¡De calidad excepcional, hechas por un gran maestro!
La mayoría de los transeúntes miraron con susto la hoja manchada y húmeda de Porak, pero a algunos la vista se le iba hacia las espadas en la calle. Enseguida las motivaciones opuestas separaron a la gente en ahuyentados y atraídos. Finalmente, un muchacho de aspecto callejero se aproximó y recogió una, no sin mirar a Porak como pidiendo autorización. El pandillero envainó y se apartó, haciendo ademanes para alentar a otros, que poco a poco fueron atreviéndose. La última la tomó una viejecita de aspecto furibundo, que la agitó con decisión como si ya supiera en quién iba a usarla, pero que se largó apresurada con su botín en cuanto un escuadrón de policías apareció cargando por la esquina. Los demás paseantes ya salían corriendo en todas direcciones.
Porak no dedicó ni una mirada a los policías antes de meterse a la furgoneta; sabía que le iban a dedicar toda la gama de armas no letales antes de disparar, y la carrocería daba alguna protección. Cerró la puerta, cruzó por sobre el asiento y puso el vehículo en marcha reversa mientras este vibraba ominosamente, más por causa de las microondas, electroláseres y otros artilugios que por el viejo motor. El plástico de la puerta trasera zumbaba como avispa molesta, los vidrios fotosensibles se ennegrecieron en un segundo, los objetos metálicos sueltos tintinearon, algo trepidó bajo la capota, comenzó a colarse humo por los intersticios, y el olor a ozono sobrepasó el aroma de pimienta. Porak sólo necesitaba unos segundos para llevar la furgoneta cerca de donde suponía estaba el escuadrón. Al llegar a ese punto, se inclinó a un lado para desenvainar y de dos tajos destruyó el parabrisas, sin detener el automóvil.
Saltó afuera cruzando la nube de humo que envolvía al vehículo, ignorando raras sensaciones en su piel y huesos. Cayó arrodillado, a pocos pasos del escuadrón, y con el mismo esfuerzo de ponerse en pie cargó en flecha contra un pavés policial que vio ante sí. La espada se hundió hasta la empuñadura en el escudo e inmediatamente este perdió toda resistencia al empuje de Porak, quien se dejó llevar por el impulso.
Porak se encontró en medio de la línea, con policías a cada lado, por completo tras el muro de escudos. Desencajó la espada sin perder la ventaja de la sorpresa, y tajó a la derecha, pateó a la izquierda, se volteó a la derecha, volvió a tajar; avanzó haciendo redonda tras redonda, subiendo y bajando la hoja en giros completos, a un paso por golpe, como una máquina cortadora por una cinta sin fin, ciega e inexorable. Cuando percibió que el último sablazo caía en el vacío, dio media vuelta. Ante él había un rastro de nueve oficiales en diversos grados de mutilación o agonía, y del otro lado uno indemne. Este tenía en una mano el bastón y en otra el escudo, pero en su postura se veía que no confiaba en ninguno de ellos para salvarlo de la muerte.
—¡Denle con el Rayo, por Dios! —gritó el policía, y al ver que Porak arremetía contra él se dio la vuelta para huir. No había dado tres pasos cuando la punta de la espada se hundió diez centímetros en la parte posterior de su casco. Cayó al suelo, convulsionando, aun aferrado a su escudo y sobre él. Porak lo tomó por la parte posterior del collar y lo alzó para interponerlo entre él y el siguiente escuadrón, con lo cual la sangre le salpicó el rostro y el pecho.
Los policías le apuntaron con los bastones y Porak se arrodilló para cubrirse por completo con el muerto, lo que también le facilitaba sostener al corpulento cuerpo, cargado además de equipo. Precisamente ese equipo absorbió parte del ataque, aunque nada pudo detener los lacrimógenos y eméticos. El pandillero se sintió desorientado, presa de espasmos y ardores, débil; sus rodillas se doblaron y cayó hacia atrás, con el policía sobre él. No obstante, estaba consciente y conservaba alguna movilidad. Pudo soltar el collar del muerto y llevarse la mano al bolsillo del pantalón, donde aun tenía el colirio de Turk. Maniobró para mirar hacia arriba y trató de aplicárselo a pesar de los estremecimientos causados por las armas no letales. Probablemente habían usado incluso proyectores de shock sónico, porque no escuchaba nada y sólo sentía los pesados pasos de los policías como una vibración en la acera. Si venían sin disparar más debían juzgarlo dominado, y de seguro tenían órdenes de atraparlo vivo. Porak imaginó que dichas instrucciones eran anteriores al reparto de espadas.
A poco de llegar a él los policías dispararon espuma paralizadora y redes pegajosas; los cubrieron por completo a él y al muerto, aunque por la posición quedaron adheridas sobre todo al otro. Él no era su prioridad, sin embargo: sólo uno se acercó a cubrirlo, en tanto los demás se dispersaban para atender a sus compañeros.
—¡Hijo de puta! —oyó decir Porak a uno de los policías—. No les dio tiempo a sacar bastones. Necesitan más hemostático del que traemos arriba.
El que cubría a Porak se colgó el lanzador de espuma a la espalda y desenfundó el bastón. —Voy a pinzarlo donde duele —gruñó bajando la macana multiarma para meterla entre los huecos de la red—. Voy a dejarlo quieto... quizá le pare los pulmones.
Por suerte para Porak la espada había quedado pegada al piso y la punta sobresalía de la presa que hacían la red y la espuma. Cuando el colirio le devolvió alguna fuerza, Porak la aplicó a rajar a rente del suelo la cúpula semisólida que hacían la espuma y la red, y a levantar tanto a esta como el muerto. Vio claramente los pies del policía, y los cortó en el retorno de la hoja. El oficial cayó dando alaridos mientras Porak salía como un extraño molusco de su concha.
Los policías dejaron a sus compañeros heridos y sacaron los bastones. Como estaban desparramados no pudieron montar la muralla y cada uno embrazó el escudo por su cuenta. Porak saltó hacia el más cercano, revoleó la hoja por sobre su cabeza en un movimiento de pilantik, y pasó la punta muy por arriba del escudo, alcanzando al policía en el visor del casco; curiosamente, la espada tomó el momento para vibrar con extraña furia. La propia caída del herido liberó la hoja, y el pandillero comenzó un vertiginoso hakbang paiwas, yendo en zigzag de un policía a otro, esquivando de puro milagro electroláseres, bastonazos y un golpe sónico que sí le dio a uno de sus oponentes. Aunque sólo puso fuera de combate a tres e hirió a otros tantos con la primera ronda de ataques, enseguida comenzó la siguiente entre los confusos oficiales, que no veían sino una figura borrosa rebotando de uno al otro como pelota de pinball mientras ellos tropezaban con los caídos. Porak rebanaba escudos, cortaba bastones, tajaba cualquier parte expuesta del cuerpo, y cuando le ganaba la espalda a uno, era el fin.
Finalmente Porak se detuvo, jadeante, e intentó apoyarse en la espada como en un bastón. El arma resbaló con un sonido chirriante y el pandillero se vio de bruces y equilibrado en una mano. Presa del pánico, quiso pararse, pero la debilidad hizo infructuoso el esfuerzo. Entonces notó que sólo él estaba en pie. Se concedió un minuto de descanso, sacudió sin mucha fuerza la hoja y fue hacia la puerta de un comercio que él sabía tenía acceso a túneles. Aun resbaló de nuevo en la sangre que inundaba la acera, y al recuperarse quedó mirando a la derecha.
A poco más de diez metros de él un policía sin equipo le apuntaba con una pistola. Porak se agachó instintivamente al adivinar más que escuchar el disparo, y mientras se echaba a un lado revoleó la espada para lanzarla contra el agente.
La vidriera del comercio explotó, bañando a Porak en luz reflejada por miles de ínfimos prismas mientras estos cortaban el aire cargado con resplandores de neón. Aunque fue una sensación cortísima, quedó en él durante tiempo suficiente como para pensar por un segundo que acababa de cruzar un arcoiris entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Sin embargo, al instante concluyó que no podía haber muerto tan rápido, sin agonía ni dolor. También, el excesivo fulgor reflejado por los vidrios no podía venir sólo de iluminación citadina. Comprendió que finalmente el Rayo se había decidido a dispararle, y que la cascada de fragmentos se había interpuesto.
El fenómeno luminoso debía haber dejado desorientado al Ojo, pues no hubo repetición del Rayo. Porak se sacudió los añicos de vidrio y fue a recobrar su espada del vientre del policía.


El secretario Nagashiro se pegó a los soportes laterales del puente.
El pandillero venía entrando al paso pedestre. Caminaba con elasticidad, pero se notaba el cansancio en la forma inconscientemente regular y eficiente de andar. Nagashiro se dijo que siempre llega el momento en que el cuerpo recurre a los modos animales para soportar los extremos de la voluntad.
Porak se detuvo a los diez metros de puente, y por un segundo hizo ademán de volver sobre sus pasos.
Nagashiro se puso en medio del carril peatonal, bajo la luz, sosteniendo el maletín con ambas manos.
El pandillero desenvainó su espada.
Los ojos del secretario quedaron atrapados por el irreal efecto de la luz y la sombra repartiéndose la hoja del arma.
—¿Es una de ellas? —preguntó el japonés.
Porak agitó el arma, sonriendo. —Es toda mía —alardeó.
—Mató con ella a doce policías, sin contar al capitán —dijo Nagashiro—. Buena batalla.
—Ustedes empezaron —dijo Porak, el rostro contraído de odio—. Lentz murió desangrándose dentro de sí mismo.
—Un desafortunado incidente, pero debo decir que el oficial actuó por su cuenta.
—El gobierno tiene montones de psicópatas como esos y nunca se hace responsable cuando se los suelta a la gente. Le convienen para hacerlo todo a su manera, por las malas, y ahí es cuando se hacen viudas, con el gobierno metiendo el puño. 
Nagashiro frunció el ceño. —Interesante, viniendo de un delincuente.
—Si querían las espadas me hubieran hecho una oferta en vez de venir confiscando. Las adquirí en buena ley.
—¿Legalmente? ¿Con papeles?
Porak se encogió de hombros. —El dinero es papel legal, ¿no?
—No lo suficiente. Además usted usó las espadas para actividades ilícitas.
—Y supongo que si además no pago impuestos —Porak recorrió el puente y alrededores con la vista—, el gobierno debe estar muy molesto conmigo.
—No trabajo para el gobierno —dijo Nagashiro—. Por eso no verá policías por más que mire.
La expresión del pandillero pasó de la prevención a la intriga.
—Represento intereses meramente privados —explicó Nagashiro—. Que tienen un gran peso en el gobierno, no obstante.
—¿Por qué está aquí, entonces? ¿Y cómo me encontró?
—Hay una explicación común para ambas cosas, y es que he estado involucrado en este operativo a nombre de los intereses que represento.
Porak apretó los labios. —Gusto en conocerlo, entonces —bajó la espada y echó a andar, sin mirar al japonés.
—Nosotros sí podemos hacerle una oferta —dijo Nagashiro cuando Porak le pasó por al lado.
El pandillero se detuvo. —Ya está hablando claro —dijo sin darse vuelta—. ¿Cuánto?
Nagashiro se acercó al pretil del puente y puso el maletín sobre la baranda. —No sólo dinero en efectivo —dijo abriendo la cerradura—. Acérquese.
El pandillero desconfió.
—Vamos, no tema —dijo Nagashiro dejando el maletín abierto a disposición del otro y alejándose varios pasos—. Verá documentos de identidad, un paquete de inversiones y cuentas bancarias, direcciones de contacto para establecerse en varios países sin tratado de extradición, e incluso un kit para falsear pruebas de ADN, huellas dactilares o escáner de retina. Hemos pensado en todo.
Porak se acercó a echar una ojeada. —Está bien —chistó convencido—. Lástima que no tenga las espadas.
—Por favor. No espere convencerme con su pequeño espectáculo de beneficencia. Tuve acceso al video del Ojo, así como al de la riña en su local, y comparé las espadas. Las que usted regaló a los transeúntes se ven diferentes a la que usó en ambos casos.
—Entonces, no tengo más opción que vendérselas a usted.
—Y comenzar una nueva vida, lejos del crimen y la violencia.
—Usted lo dice como si fuera fácil. ¿Qué es el dinero para alguien como yo, que sólo sabe usar esto? —Porak agitó su espada—. Pronto se me acabaría el dinero y volvería a las mismas. Necesitaré las espadas para hacerme de otra pandilla.
Nagashiro se cruzó de brazos—. Es una pena que un maestro de la espada tenga que vivir como bandolero.
—No soy maestro de nada. Sólo corto gente a la mitad.
—Por supuesto. Volviendo a nuestro tema, me corrijo. Con ese dinero, podrá comenzar una nueva vida de crimen y violencia, a su gusto. Pero sin las espadas.
—Una lástima —Porak miró su espada con aprecio—. Les tomé cariño.
—Puede quedarse con esa —Nagashiro se encogió de hombros—. Como recuerdo.
—Gracias. Oiga, aún no me ha dicho cómo me encontró. Eso me preocupa.
—Si le preocupa, podría empezar por deshacerse de la cabeza del capitán. En cuanto lo descubran rastrearán el chip, y de cualquier manera ya está fuera del alcance del Rayo, así que no la necesita.
Porak zafó los cordones que cerraban el cuello de su anorak, con lo cual su capucha cayó hacia atrás, liberando la cabeza del capitán. Esta cayó al suelo sin rodar, y exangüe. —Ni siquiera sirvió para evitar que me dispararan —escupió.
—El olor a sangre no salía en los videos del Ojo —dijo Nagashiro—. Debe lavarse antes de seguir adelante.
—¿Fue por eso que me encontró?
—En realidad fue gracias a él —el japonés señaló la cabeza—. Puso un localizador en el anorak de su amigo. Lo supe en cuanto lo hizo, pues quienes lo pusieron para él respondían a mí, pero no pude evitarlo.
El pandillero envainó la espada y se apresuró a quitarse la prenda para tirarla al agua. Debajo llevaba un pulóver que no debía protegerlo mucho del frío, y cuyo cuello estaba manchado de sangre seca.
—¿Entonces, dónde están? —preguntó Nagashiro.
Porak rebuscó en un bolsillo de su pantalón. —Soy un tipo anticuado —dijo tendiéndole un llavero al japonés—. Están bajo el agua, encadenadas al primer pilar del otro lado, por la derecha —cerró el maletín y lo tomó.
—¿Cómo sé que eso es cierto?
—No lo sabe. Como mismo yo no sé si todo en este maletín no es más que caramelo para atraparme después, cuando tenga las espadas. Pero es una buena señal que nadie haya intentado matar a nadie para quedarse con todo.
Nagashiro sonrió. —Sería un honor combatir por las espadas —dijo mirando la que colgaba al cinto de Porak—. Incluso morir a manos suyas y por una de ellas. Sin embargo, los intereses que represento me prohíben arriesgar mi vida.
—Y tienen razón, los intereses. Nadie tiene que morir para hacer negocios.
—Curiosa opinión para un pandillero.
Porak extendió los brazos, mostrando impotencia. —Yo no empecé el juego —dijo con sorna—. Me tiraron en la cancha, me pusieron una pelota en las manos, y ha sido bastante confuso desde entonces.
—Supongo que sí —concedió Nagashiro—. A propósito, sería un buen gesto decir dónde dejó el cuerpo del capitán, para hallarlo antes que los animales.
—Déjenlo a los perros —gruñó Porak, de repente molesto.
Nagashiro hizo una mueca sardónica. —¡Alégrate, Patroclo, aunque estés en el Hades! —recitó—. Ya cumplo cuanto te prometí. El fuego devora a doce hijos valientes de troyanos ilustres, y a Héctor Priámida no le entregaré a la hoguera para que lo consuma, sino a los perros.
Porak correspondió con un gesto de desconcierto absoluto.
—Ventajas de mi educación clásica y multicultural —explicó el japonés—. Un amplio repertorio de citas.
—Como ya dije —el pandillero meneó la cabeza—, no soy maestro, y sólo aprendí una cosa bien en mi vida. Ahora, si me permite, me marcho —y echó a andar en silencio hacia el extremo del puente.
El japonés observó a Porak mientras se lo permitieron las luces de la senda peatonal. Al final de esta, ya casi en la sombra, el pandillero se detuvo y recogió del suelo algo que a Nagashiro le pareció una rama caída de un árbol. Atónito, el secretario de Munekami vio cómo el viajero la lanzaba al aire, la seguía con la vista hasta que caía, y finalmente echaba a andar en la dirección marcada por la rama en el suelo.



Sobre el Autor:
Juan Pablo Noroña Lamas (La habana, Cuba, 1973) Graduado de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, especialidad Filología. Ha trabajado en editoriales multimedia, en medios nacionales de prensa plana y radial, y en la Academia de Ciencias de Cuba. Cuentos suyos han sido publicados en diversas antologías y revistas en Cuba, Argentina, España, Grecia e Italia, así como en páginas y revistas en soporte Web y digital. Actualmente reside en Miami, Estados Unidos de América.

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