Las chulas[1]
Por Yadira Álvarez Betancourt (Cuba)
A mi abuela, “la china” Margot
Y a Devorah, que cocina las
mejores chulas del universo
Cuando Marissa arrojó al sumidero la olla con los
restos de las mejores chulas que había cocinado en su vida, lloraba a moco
tendido. Se estuvo haciendo pucheros un ratito al lado de la cazuela abollada
hasta que el ruido vivo de la noche se impuso a su llantén.
De la casa llegaba el parloteo de los niños y la
risa de su esposo, una música que le hacía calentar las venas y tornaba
lágrimas en vapor. Entonces la vergüenza le hizo volver en sí: Juan le había
advertido contra el empeño absurdo de impresionar con trucos de cocina a Hu Die,
su madre.
La mesa había sido despreciada por la señora suegra
y eso era una ofensa de marca mayor. Pero podía dormir tranquila: la
descortesía fue de la vieja arrogante. Ella había hecho todo lo posible para
que al fin la Grande Dame Celestial condescendiera en hablar con su hijo
repudiado. Si no había logrado nada no era por falta suya, sino porque la bruja
quería dejar claro que su hijo, sus nietos y, no en último lugar, su nuera, no
existían en su perfecto universo. Aún así era una lástima, lástima de chulas,
lástima de trabajo frustrado.
Verdad que el caldero siempre era bienvenido en la
mesa y durante al menos dos días los niños y Juan recordarían el plato con
cierta salivación nostálgica. Sin embargo estas chulas eran especiales. Había
comprado cada condimento con un saltico de anticipación y cosquilleos en el
estómago: el ajo con esperanza, las cebollas con cariño, los ajíes con la
diligencia reservada a las conversaciones familiares difíciles, y todas las
hierbas finas, aromáticas y secas, hoja y rama, entera o pulverizada, revisadas
con el talante quisquilloso de las brujas. Los frijoles y las viandas los
compró al vendedor de costumbre pero con un poco más de cuidado en la selección
del grano más limpio y sano y la verdura más fresca. En el asunto de la carne
se tomó el trabajo de ir al matadero y ver en persona al cerdo caminar hacia el
cuchillo, derecho y sano, para que no quedara duda sobre la calidad de los
cachitos que iban a dar sabor al platillo, porque estas eran unas chulas para
la reconciliación familiar y no se les podía echar cualquier pellejo.
El barrio entero sufrió con el olor, todo el mundo
salivando y con un dolor de hambres que no calmaba nada. Y se pasaron por la
cocina esperando una probadita que Marissa no le escatimó a nadie, molesta por
“esta cantidad de gente glotona, por qué no pueden esperar a otro día menos
enyerba’o”. Se pasaron las comadres, y los mendigos, y los niños callejeros, y
las abuelas desocupadas. Se pasaron un par de uniformados que intentaron
extorsionar a la cocinera con sus fusiles y salieron corriendo espantados a
escobazos por una furia con delantal. Se pasaron dos amigos de Juan que
salieron cada uno con su cucharada de cortesía por amistad. Se pasó la maestra del barrio, seguida por un corro de
enanitos que olisqueaban el aire preñado del olor a chulas en gestación. Y se
pasó el médico del barrio, taciturno y ojeroso como siempre, diciendo con su
dicción correcta que “estos frijoles colorados,
señora, son lo que necesitamos para que suba la hemoglobina en este mundo y
mejore la salud” El cura se pasó y bendijo la cazuela desde la puerta, con ojos
y dedos golosos que pedían una cucharada o, quien sabe si incluso un pozuelo
pequeñito, “de esas chulas divinas, hija mía, que son un regalo del Señor, Dios
bendiga tu talento con la cocina y tu excelente disposición a la caridad”
Ya antes de ese día las chulas de Marissa eran una
leyenda. Su padre le decía “niña chula” y “frijolito” y en algún momento de su
carrera como cocinera familiar, por la fuerza de la costumbre y la transición
del cariño a la comida, el potaje de frijoles colorados se convirtió en las
chulas, tan bayas como ellas, igual de cálidas, picantes y encrespadas.
Entraban primero a la nariz, sorprendida de súbito
por el asalto atrevido del olor. Luego por los ojos, fascinados con los ricos
tonos carmelitas, rojizos, ocres, entremezclados en líquido y bien llevado
mestizaje de colores comestibles. Luego la chula se dejaba atrapar por la
cuchara, dejando una huella espesa en el borde y tornando el gris metálico en crema
rojiza que tentaba a la boca ávida con su invitación lasciva. Y al final, en un
clímax de alegría alimenticia, las chulas llegaban a la lengua, llenaban la
boca entera con su sabor y su calidez perfecta. Era la textura delicada y
cremosa de cada frijol, la suavidad tibia de las papas y las calabazas, o la
firmeza de la carne que se deshacía entre los dientes en una explosión de gusto
y dejaba al paladar estremecido y al cuerpo entero suspirando de puro placer.
Las chulas de Marissa eran soberbias, aun cocidas de corre—corre los domingos
por la tarde, con pocas ganas los viernes por la noche o con tristeza y
urgencia para aliviar a un hijo enfermo en temporada de gripe.
Las chulas le habían traído al chino Juan, tan
fascinado por los olores de la cocina mágica que se perdió en el barrio y nunca
volvió a la casa de su familia. Cada uno de sus dos embarazos felices había
sido abundantemente regado con sus chulas de amor. Las mejillas redondas y
coloradas de sus pequeños, sanas y bayas como frijolitos achinados, se abultaban
de chulas día sí, día no. ¿Amistades y amoríos? eran rociados con chulas,
favores y besos. ¿Reconciliaciones y reparaciones entre enemigos? chulas para
entenderse y lubricar el apretón de manos. ¿Incendios, ciclones y terremotos?
consuelo de chulas, mantas y pan tostado para todos los que se hubieran quedado
sin casa. ¿Golpes de estado, conspiraciones, persecuciones? hasta las chulas
corrían el riesgo de ser detenidas, por estar presentes en cuanta mesa
conjurada apareciera y acompañar a los discursos incendiarios dentro de las
bocas sublevadas.
Y era ese plato delicioso, alentador, curativo,
justiciero y humilde, símbolo de su laborioso corazón y su capacidad de amar,
lo que Marissa quería ofrecerle a Hu Die para que perdonara al fin al hijo
rebelde, quien había abandonado la casa de la capital, el trabajo en el negocio
familiar y la atención de su madre por el amor de una muchacha en un barrio de
los suburbios.
Sabía que iba a ser complicado. Ella no era una
mujer fina ni elegante ni estudiada. Su cuna era humildísima, vivía en medio de
una barriada de braceros y campesinos y para más inri era mulata, con una piel
del color de la melaza oscura que mucha gente venida a más calificaría como negra. Por supuesto que se consideraba
suficiente mujer para cualquiera, y quien la mirara de través se llevaba de su
parte un revirón de ojos digno de mil imperios.
Pero la madama suegra era toda una señora que vino
de China para casarse con un tendero enriquecido, parirle un único hijo y
enviudar enseguida quedándose dueña de la mitad de los negocios de venta y
reventa del barrio chino de la capital. Amplió su fortuna a fuerza de astucia y
relaciones y cuando ya creía consolidado el imperio, lista para casar a su
vástago con alguna blanca de caché o con una china de las de verdad, el
muchacho se le huyó con una negra de provincia y la hizo abuela de dos negritos
de ojos achinados.
Por eso, seguramente, cuando Hu Die viajó de forma
inesperada a atender ciertos negocios y su nuera se atrevió a convidarla en un
intento de arreglar asuntos familiares, despreció la invitación y no se
apareció por la casa aborrecida.
Marissa desconsolada recogió la mesa cuando fue evidente
que la señora no iba a llegar. Su esposo le recordó que él le había advertido
pero igual la cocinera se ofendió, injustamente despreciada por una suegra
arrogante que ni siquiera quiso oler sus chulas.
Amontonó los platos en la palangana del patio, y en
un arranque de rabia tiró la cazuela contra el murito del sumidero donde
acostumbraban a fregar los calderos más grandes.
–¡Vieja de mierda! – gritó enfurecida – Así te
ahogues en un plato de frijoles –
Y ahí se quedó la olla, medio caída y goteando
potaje por un costado. Marissa se acostó molesta y toda la noche durmió sueños
inquietos donde las cazuelas se tiraban a sí mismas en un frenesí de rencor.
La despertó un olor penetrante, de chulas recién
servidas, condimentadas con esmero y acompañadas por un pedazo de pan tostado.
Buscó el otro lado de la cama y lo encontró vacío, entonces pensó que Juan se
había quedado con ganas y había ido a rescatar los restos del potaje para
desayunar. Marchó descalza a la cocina y se encontró a su esposo y sus hijos
mirando boquiabiertos hacia el patio.
En medio del sumidero la cazuela se había
enderezado y los frijolitos impenitentes brotaban como una erupción cremosa y
roja, humeante. Una multitud de personas recién levantadas de la cama se
acercaban por un costado y llenaban pozuelos y calderas de aquel maná. El resto
se derramaba en un arroyo burbujeante que ya llevaba un rato corriendo calle
abajo en dirección al mar.
Por horas y horas aquel obsequio brotó, manchando
las calles y las paredes de rojo frijol. En la corriente flotaban pedazos de
carne y papas, una que otra hoja de laurel y tiras fritas de ají. El tumulto de
gente llenando calderos y jarras adquirió proporciones de fiesta comunitaria.
Se levantaron tenderetes donde se vendía pan, platos, cucharas y agua fría para
remojarse del ardor de tanto potaje. Más allá, en sentido contrario al río de
chulas desatadas, aparecieron casetas para quienes quisieran aliviarse el
estómago luego de comer demasiado frijol.
Al atardecer se instaló una tarima frente a la
casa, a orillas del río de chulas borboteantes, y en tríos, cuartetas o en
solitario desfilaron cantantes y músicos para animar el festejo improvisado
alrededor de la olla generosa. Hacia la madrugada era tal el escándalo y el
tumulto que Marissa comenzó a arrepentirse de haber tocado una cuchara,
encendido el fuego o pelado un diente de ajo en su vida.
Al amanecer la riada de frijoles no daba indicios
de parar y ya la gente comenzaba a preocuparse. Las zonas bajas que daban hacia
la barranca costera donde vivía la gente más pobre, siempre al capricho de las
mareas y los ciclones, se habían inundado de chulas furiosas que el mar no
lograba absorber por completo. Y las olas iban y venían, calientes y terrosas,
repletas de peces borrachos de tanto vino seco y ajo frito.
Al mediodía el alcalde de la ciudad, desconocido
hasta ese momento en la barriada, se bajó de un auto enorme y escoltado por dos
sicarios y el jefe de policía vadeó los charcos de potaje alzando inútilmente
los bajos de su pantalón, para preguntar quién era responsable por aquel
estropicio rojo que le sonaba a conspiración proletaria. La gente no delató a
la cocinera pero Juan se aterró ante la idea de que metieran presa a la madre
de sus hijos por haber orquestado una revolución culinaria sin precedentes.
–Mujer ¿qué fue lo que hiciste?
–No sé, no sé –
Marissa estaba aterrada. No había en las memorias
de su familia mención de un evento similar. La receta original, transmitida de
boca a oreja y modificada infinitesimalmente al gusto de las cocineras que
agregaban un poco más de esto o una pizca más de lo otro, producía potaje de
frijoles colorados no cataratas mágicas de chulas invasivas.
Al atardecer, más o menos a dos días exactos del
desaire de Hu Die, el arroyo de frijoles ya llegaba al segundo escalón de la
entrada de la casa y estaban Juan y Marissa pensando que sería buena idea
evacuar e irse a un lugar más alto donde la inundación no amenazara a la
familia. Entonces un botecito con dos remeros y un pasajero cubierto con un
enorme quitasol de flores llegó a la puerta.
Marissa se arregló el pelo como mejor pudo
escondiendo bajo el pañuelo los mechones rizados de su cabello crespo y rebelde
y alisándose el vestido sudado. Fue con Juan a recibir la visita y se quedó
pasmada cuando vio descender del bote a una mujercita muy pequeña, parecida a
las muñecas de porcelana vestidas de rosa que vendían en el barrio chino.
Tenía los mismos pómulos redondeados de Juan y la
piel pálida que él había tenido antes de someterse al sol caribe por años y
años. Bajo las cejas delicadamente dibujadas acechaban unos ojos rasgados casi
sin párpado, idénticos a los de sus hijos.
La mujer cerró el quitasol de flores con un
golpecito, se inclinó levemente y su boca menuda se abrió apenas para musitar.
–Bueno, he venido para disculparme –
Marissa se quedó de piedra sin entender nada. A su
lado Juan se inclinó profundamente y llevó las manos con las palmas unidas a su
pecho. Los niños miraban a la señora que parecía una visión salida de los cuentos
que su padre les contaba antes de dormir.
–He venido a disculparme – repitió Hu Die – Fui
poco respetuosa con mi hijo y mi nuera al llegar tan tarde. No tengo excusa,
fue muy desconsiderado. –
Se acercó a los niños que la miraban asombrados y
le pasó la mano por la cabeza al más pequeño mientras levantaba con un dedo la
barbilla del mayor.
–Soy la abuela Hu Die, la madre de su papá –
murmuró – ¿Y a ustedes cómo los llamaron sus padres? –
El más pequeño metió un dedo en el arroyo de
frijoles y lo acercó a la cara de la abuela como hacía a veces con Marissa
cuando quería que ella probara de su plato. La mujer vaciló ante el gesto
inesperado, entonces saboreó el dedo y miró al cielo por unos segundos,
pensativa, antes de sugerir algo en su propio idioma.
–¿Qué dijo? – preguntó Marissa.
La señora se giró hacia ella y la miró a los ojos
por primera vez.
–Dije – contestó con extrema formalidad – que a esto
le falta un poco de chalote. –
Y se inclinó con elegancia. En ese instante la olla
sumergida bajo medio pie de potaje lanzó un borboteo y con un suspiro oloroso
que permaneció flotando por encima del barrio durante meses y meses, las chulas
de la rabia dejaron de brotar.
Sobre la autora:
Yadira Álvarez Betancourt (Ciudad Habana, 1980)
Narradora.
Licenciada en Educación Especial y graduada del
Curso anual de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. En 2011 se tituló
como doctora en Ciencias Pedagógicas. Yadira es fundadora del taller Espacio
Abierto. Ha publicado cuentos en los ezines Korad
y Qubit y recientemente en las
antologías Axis Mundis (Gente Nueva,
2011) e Hijos de Korad (Gente Nueva,
2013). Fue ganadora del Premio Oscar Hurtado de ciencia ficción en 2009.
[1]
La Chula/as no es la tradicional Phaseolus
vulgaris de la especie más conocida del género Phaseolus en la familia Fabaceae.
Se trata más bien de una invención de la autora. Nota del Editor.
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