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publicado en el libro Nueve relatos y un
cadáver exquisito (Generación Bibliocafé)
uis, joder, ¿cuándo aprenderás
a no ser tan torpe? ¡Si llega a estar llena, me ensucias el traje!
—Lo siento.
Eduardo se agachó sin disimular
su enfado: su taza de café estaba en el suelo, junto al plato y la cucharilla,
pero sólo los vio por un instante. Su mirada se posó inmediatamente en unos
zapatos de tacón que pasaban, con agilidad elegante y sofisticada, por su lado.
Su vista no pudo hacer otra cosa que subir lentamente por aquellas piernas
delgadas y redondas que terminaban en una minifalda, justo cuatro dedos por
encima de la rodilla. Siguió la silueta femenina mientras se alejaba entre las
mesas redondas y amplias. En aquel momento, ella dio un traspiés, y Eduardo se
levantó como un felino, rápido y silencioso, llegando hasta la mujer incluso
antes de que los de la mesa de al lado se dieran cuenta de que había caído.
—¿Me permite que la ayude?
Ella le sonrió y le dio la mano.
El la ayudó a levantarse.
—Muchas gracias, debo haber
resbalado —dijo mientras se alisaba la falda y quitaba las posibles manchas de
polvo.
—Es fácil, incluso a estas
horas, el suelo suele estar ya manchado. En las cafeterías, ya se sabe...
—Claro.
Ella seguía sonriendo, como si
quisiera despedirse pero sin saber cómo. El sospechó algo e intentó retenerla.
—La invito a un café en la
barra, para que se le pase el disgusto.
—¡Oh! Gracias, pero sus amigos
le echarán de menos.
—No, en absoluto, están hablando
de negocios y para eso, no me necesitan.
—No creo que sea así. Tiene
usted aspecto de saber mucho de esas cosas.
—Vamos, no exagere —dijo
mientras la invitaba a cogerse de su brazo y subía los escalones que les
separaban de la barra —. Por cierto, yo diría que la conozco.
Eduardo pensó que aquella última
frase había sido un truco demasiado vulgar y conocido para impresionarla. Pero
fue ella la que lo sorprendió a él.
—Eso mismo estaba yo pensando. Yo
diría que fue en la facultad. ¿No estudió con el profesor Robledo por
casualidad? Hacia el año 1998… 1999, diría yo.
Eduardo se quedó de piedra.
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
—Yo estaba en aquella clase. Por
cierto, eran unas lecciones magníficas.
—¿Miriam? Miriam, la... —se
calló de pronto, pensando haber metido la pata.
—Sí, puede usted decirlo.
Miriam, la empollona, la feúcha, aunque de buen corazón, que dejaba siempre sus
apuntes.
—Bueno, eso no es del todo
cierto.
Ella sonrió alegremente.
—La verdad es que he cambiado
mucho desde entonces. Usted no tanto, sigue pareciéndose mucho al joven que
conocí. En realidad, debería haberte reconocido yo, Eduardo ¿Te importa que nos
tuteemos?
—Por supuesto que no.
Eran las ocho de la mañana y la
barra estaba atestada de gente que reclamaba su desayuno, pero los atendió
enseguida un viejo camarero. Parecía conocer bien a Eduardo, como a un cliente
habitual. Estuvieron hablando durante unos minutos, mientras tomaban el café. Al
tiempo que conversaban, Eduardo miraba a hurtadillas las piernas de Miriam, sus
medias negras y finas; su traje chaqueta marrón, discreto y elegante a un
tiempo; su melena castaña, brillante y cuidada; sus ojos negros, vivos e
inteligentes. ¿Dónde estaban aquellas viejas gafas? No salía de su asombro.
Habían pasado casi quince años y Miriam estaba tan cambiada, para mejor sin
duda, que casi no podía creerlo. Antes de despedirse de ella, le preguntó si
podían verse de nuevo.
—Siempre tomo aquí mi café de la
mañana —contestó ella.
Eduardo volvió a su mesa
pensativo y se sentó no sin antes dirigir una breve mirada hacia la barra,
dónde Miriam ya charlaba con otra gente. Sus compañeros de mesa hablaban entre
ellos de asuntos de la empresa.
—Trabaja para ti.
Fue Rafa, sentado a su lado, el
que se lo dijo en voz baja, para que los demás no lo oyeran, con una mezcla de
ironía y complicidad.
Eduardo se volvió hacia él, y lo
miró confundido. Rafa jugaba con la cucharilla de café y sonreía.
—¿Hace tiempo que no bajas al
laboratorio de biología molecular, verdad? —Le dijo con cierta sorna.
—Voy menos de lo que debería —contestó
Eduardo con la mirada fija en él.
—La entrevisté hace unas
semanas. Tu mismo firmaste el contrato. —Rafa lo miró directamente a los ojos,
socarrón.
—Entonces tendré que ir a
saludarla personalmente al laboratorio, como hago siempre que hay nuevos
investigadores ¿no crees? —Y Eduardo le
devolvió a Rafa la mirada y la sonrisa llena de picaresca.
Ambos eran solteros, jóvenes,
inteligentes y ricos. Coincidían también en los gustos exquisitos sobre ropa —siempre
de marca— y sobre mujeres. Después de estudiar en diferentes facultades, y,
tras un expediente brillante, los dos habían realizado sendas estancias de
varios años en Estados Unidos, especializándose en biología molecular y
genética. Allí se hicieron amigos... y se entendían bien desde entonces.
Eugenio se sentaba enfrente de
Eduardo. La mano, en la que sostenía el cigarrillo, le temblaba y, con un
movimiento brusco, lo apagó en el cenicero, aplastándolo con fuerza.
—Hablemos de una vez. La oferta
es buena, creo que deberíamos vender. —Mientras lo decía, miraba a Julio en
busca de apoyo. Este, más sereno, permaneció en silencio, pero hizo un gesto de
asentimiento sin mirar a Eduardo.
—Podéis vender, si queréis,
¿quién os lo impide? —Eduardo recorrió la mesa con la mirada firme—. Pero yo no
lo haré.
—Yo tampoco —apostilló Luis a
las palabras de Eduardo.
Eduardo miró con agradecimiento
a su hermano mayor. Cada vez se parecía más a su padre. Lo recordó, sentado en
una silla grande y antigua, al sol, en el corral de la centenaria masía. El
viejo agricultor enriquecido, casi analfabeto pero sabio en cuentas y astuto en
negocios, lo observaba a él y a sus nuevas ideas traídas de América:
"—De acuerdo, te dejaré el
dinero que necesitas para fundar la empresa que dices... Estudios...
—Estudios
genéticos: ESGEN; padre.
—Cómo se llame. ESGEN suena
bien, pero eso es lo de menos. Lo importante es que confío en ti. Sólo una
condición: Luis será, después de ti, el máximo accionista, y juntos tendréis el
control. A cambio —dijo dirigiéndose al mayor— tú apoyarás siempre a tu
hermano.
—Sí, padre. —Fue la respuesta de
Luis.
Luego, en un aparte con Eduardo,
su padre, dándole una palmadita cariñosa en la cara, le hizo prometer que
cuidaría siempre de su hermano mayor.
—Él no es tan inteligente como
tú y no sabe protegerse de los lobos que andan por ahí con disfraz de cordero,
pero si te preocupas por él, te será siempre fiel".
El tiempo le había dado la razón
a su padre.
Eugenio dio un puñetazo en la
mesa que devolvió a Eduardo al presente.
—Western pharm ofrece mucho
dinero. Opino que es el momento de vender. El EG..., el EG ese ha ido muy bien
en el laboratorio pero los estudios clínicos en personas son muy caros ¿Cómo
los financiaremos? Cojamos el dinero que nos dan y vivamos felices y ricos el
resto de nuestra vida.
Eduardo reprimió una sonrisa.
Eugenio ni siquiera sabía decir el nombre de su producto estrella: EG703. Pero
siguió firme.
—Western pharm puede hacer una
alianza con nosotros para eso, si tanto le interesa... Y si quieres vender,
Eugenio, vende. Ya te lo he dicho. Vended los que queráis —dijo, dirigiéndose
también a Rafa y a Julio—. Pero mientras Luis me apoye, yo no venderé.
—Y mientras Eduardo quiera
seguir adelante, yo lo apoyaré —Ratificó Luis.
—Pero entre los dos tenéis el
cincuenta y cinco por cien de las acciones —dijo Julio— y Western quiere el
control total.
Eduardo hizo una pausa y miró a
Julio reflexivamente.
—Una multinacional siempre
quiere el control total, Julio. Pero conmigo, ya saben que eso no vale. He
luchado mucho por esta empresa para ahora venderla. No sólo quería hacer
dinero. Es mi negocio. Es mi vida. Si Western quiere participar, yo no me
opongo, ya saben las condiciones. Si no, otro habrá que ayude, o pediremos un
crédito al banco, o emitiremos bonos. Ya se verá. Pero yo no vendo.
Rafa, que había permanecido en
silencio todo el rato, miró por la ventana. Había un sol radiante y en frente
de ellos, con los cristales relucientes reflejando la luz, el pequeño pero
flamante edificio coronado con letras amarillas que decían: ESGEN. Rafa sabía
mejor que nadie, excepto Eduardo, lo que había allí dentro: el amplísimo panorama
de posibilidades terapéuticas y diagnósticas de los genes que estaban
descubriendo, y de las técnicas que estaban estudiando para llevarlos a través
del organismo al lugar dónde eran necesarios, un camino que se abría ante
ellos, como el mar Atlántico ante los hombres de Colón... Por eso comprendía
muy bien la actitud de su amigo. Aunque, debía reconocer que le tentaba mucho
la oferta de Western. Vivir feliz y rico el resto de su vida, sin preocuparse
de nada.
—Creo que es hora de volver. —dijo
Luis en tono conciliador.
Eduardo se levantó el primero de
todos, no sin antes dirigir una mirada hacia la barra dónde estaba Miriam. Se
prometió a sí mismo visitar aquella tarde el laboratorio.
Tres meses después, Eduardo
estaba sentado en la silla de su despacho, meditando sobre los acontecimientos
de la última semana. Miriam acababa de mudarse a vivir con él. De hecho, era
ella la que había acabado aceptando su propuesta después de tomarse unos días
para pensarlo. Eduardo no recordaba haber estado nunca tan enamorado de ninguna
mujer.
Se encontraba como flotando en
una nube cuando escuchó que llamaban a la puerta. Era Rafa.
—Pasa, ¿Qué noticias me traes?
Rafa lo puso al tanto de las negociaciones secretas que él,
junto a Eugenio y Julio, mantenía con la Western. Estaban dispuestos a pagarles
mucho más de lo que valían las acciones con tal de que convencieran a Eduardo o
a Luis, de vender.
—Por supuesto, todos saben que
el auténtico problema eres tú.
—Hum. —Fue toda la respuesta de
Eduardo.
—Eugenio y Julio van a por
todas: no te fíes.
—¿Y tú? —le preguntó él—.
También a ti te lo han ofrecido.
Rafa sonrió enigmáticamente:
—Eres mi amigo, Eduardo. Fui a
las negociaciones por que tú me lo pediste, ¿recuerdas? Por eso te advierto: si
no quieres vender, guárdate las espaldas.
—Eso ya me lo has dicho otras
veces. Te aseguro que he tomado mis precauciones.
Rafa lo miró fijamente durante
unos segundos antes de continuar.
—Hay algo que no te he dicho
nunca y no sé si debería…
—Adelante, suéltalo.
—Ya sé que no me harás caso,
pero no deberías confiar tanto en Miriam: la has metido en tu casa.
Rafa movió la cabeza como
reprobándolo.
—Fue idea mía, Rafa. Te aseguro
que me costó convencerla.
—Eso es lo que quiere que creas
—respondió él. Luego se volvió para salir del despacho. En el último instante,
mientras agarraba el pomo de la puerta, dijo—: no me creas, si no quieres, pero
hazme, al menos, un favor: mira su ficha, porque en serio, creo que es algo que
nunca has hecho.
Eduardo se quedó boquiabierto.
Era cierto: nunca había revisado la ficha de Miriam. Todos los empleados la
tenían: datos personales, domicilio, trabajos anteriores, publicaciones en
revistas científicas, recomendaciones... ¡Simples datos! ¿Qué más daría? El
conocía a Miriam, la amaba, y con respecto al trabajo, no necesitaba mirar la
ficha de ninguno de sus investigadores para saber como trabajaba o cuánto
sabía. Le bastaba observarlos en el laboratorio y hablar con ellos. Miriam
rozaba la perfección.
Sin embargo, por una vez, hizo
caso a Rafa. Después de todo, le había demostrado su amistad repetidas veces. Y
ahora estaba frente a esa ficha, dónde figuraba que antes de trabajar para
él, Miriam trabajaba para la Western.
Quería pensar que era sólo la casualidad pero, por primera vez desde que había
comenzado el acoso de la gran multinacional, Eduardo tuvo miedo. Además, la simple posibilidad de que Miriam
sólo estuviera con él por interés, le producía un dolor sencillamente
insoportable.
Cuando decidió marcharse a casa,
ya había anochecido hacía un buen rato. Por el reflejo en el pasillo, vio que
la luz del despacho de Luis estaba encendida. “Se la habrá dejado, el muy
despistado”, pensó. Se dirigió hacia allí. Llamó ligeramente a la puerta y
entró. Luis estaba allí, sentado detrás de su mesa, frente a un ordenador
portátil de última generación. Sonrió a su hermano y Eduardo sintió que se le
aliviaba el peso que llevaba en el corazón. Nunca antes había sentido tanto la
necesidad de su apoyo.
—Estoy practicando con el
ordenador. Ese curso de informática al que me apuntaste es muy bueno.
—¿Ah, sí?
—Sí, desde luego. Debiste
apuntarte tú también. Por cierto, y antes de que se me olvide: mi mujer quiere
que vengáis a cenar tú y Miriam. Está deseando conocerla.
—Bueno. Ya iremos. —Mientras lo
decía, una ráfaga de tristeza pasó por el rostro de Eduardo, y se dejó caer en
el sillón, enfrente de Luis, con aire derrotado.
Luis lo miró largamente y cerró
poco a poco su portátil.
—¿Qué te pasa? —dijo en tono pausado, invitándole a la
confidencia.
Eduardo le contó su reciente
entrevista con Rafa, pero omitió lo relativo a Miriam. Luis lo miraba todo el
rato, procurando no perderse ni el más mínimo detalle.
Se levantó de la mesa y anduvo
lentamente, dando grandes zancadas con sus largas piernas.
—No me
gusta lo que me cuentas —habló, por fin, Luis—. Intentaré averiguar por aquí
cuanto pueda, preguntando a unos y a otros. Rafa tiene razón, no estaría de más
que tuvieras cuidado. Eugenio y Julio son ambiciosos, sí y no creo que quieran
hacerte daño pero…. No está de más que tomes tus precauciones.
Eduardo no sabría muy bien
definir exactamente el trabajo de Luis en la compañía. No llevaba asuntos
económicos y financieros, como Eugenio y Julio; tampoco la parte técnica y de
personal, como Rafa y él. En realidad, no hacía nada importante: iba y venía
cuando quería, jugaba al golf, disfrutaba frecuentemente de su abundante tiempo
libre con la familia.
—Por cierto, ¿cómo le fue el
partido a tu hijo, el mayor?
Luis sacó su orgullo de padre:
—Jugó muy bien, y hasta marcó un
gol.
En realidad, Luis estaba allí,
pensó Eduardo, porque él quería que estuviera. Se sentía más cómodo sintiéndolo
cerca en la empresa, como antes cuando eran niños, en el colegio.
Luis volvió a sentarse en su
silla y lo miró a los ojos. Tal vez percibió que no se lo había contado todo.
—¿Hay algo más, Eduardo, que te
preocupe? Te noto muy serio, hoy. ¿Has discutido con Miriam? Esta semana te he
visto tan feliz que, bueno, hoy no pareces el mismo.
Eduardo dudó un instante.
—No, no me pasa nada. Creo que sólo
estoy cansado. Me voy a casa.
—Eso está bien. Deja que Miriam
te cuide. —Sonrió Luis. Yo me voy a quedar un rato más. Ya sabes: peleando con
la informática.
Eduardo entró en casa abrumado
por sus pensamientos. Miriam ya había llegado; podía percibirlo en los detalles
más sencillos: el perfume que solía usar, una rosa fresca y roja dejada sobre
la mesilla del recibidor, el ruido lejano y monótono del agua de la ducha, y su
ordenador, que siempre olvidaba encendido y abierto encima de la mesa del
comedor.
"El ordenador... ¡claro!",
pensó Eduardo, mientras se sentaba ante él. Miriam tardaría un buen rato en
salir del cuarto de baño. Podía mirar en su correo y en sus archivos, sin temor
a ser descubierto.
Movió el ratón y la imagen del
salvapantallas –un grupo de delfines que nadaban suavemente- desapareció, sin
pedirle ninguna contraseña de acceso. Lo primero que hizo fue abrir el correo. Miriam parecía muy
confiada: el programa tampoco le pidió la clave. Había muchos mensajes,
repartidos en diversas carpetas. Pronto pudo ver Eduardo que Miriam mantenía
correspondencia con toda clase de gente, pero especialmente con investigadores,
sobre todo de la Western. Había tres nombres que se repetían con frecuencia,
todos de la misma compañía. Pero cuando leía por encima los mensajes, a la
espera de encontrar un hallazgo revelador, no aparecía nada interesante:
noticias de familia, pequeños cotilleos... nada importante. Había eso sí,
algunos archivos adjuntos; pero los únicos que pudo abrir eran simples
fotografías de amigos o de niños. Para ver los otros archivos, el ordenador le
preguntaba con que programa debía abrirlos, y por más que lo intentó con
varios, ninguno funcionó. Muchos de ellos eran correos salientes que enviaba
Miriam a sus compañeros de la Western, y Eduardo pensó que tal vez eran
archivos de secuencias genómicas extraídas del ordenador central de ESGEN y
enviadas desde el portátil de Miriam para no levantar sospechas. Por desgracia,
no tenía los suficientes conocimientos informáticos para saber... Se maldijo a
sí mismo, y le vino a la memoria el curso de informática al que había enviado a
Luis. Estaba pensando en ello cuando
sintió un ruido a sus espaldas y se volvió. Era Miriam y lo estaba mirando, con
una expresión de sorpresa y duda en su rostro.
—Estaba... estaba enviando un
correo urgente. Perdona que haya utilizado tu ordenador, el mío me lo he dejado
en la empresa.
Miriam se acercó a él. Tomó una
silla y se sentó a su lado. Habló en un tono suave, que, sin embargo, contenía
cierto disgusto.
—Eduardo, por favor, no mientas.
Se te da mal. ¿Qué querías ver en mi correo?
Eduardo la miró. Llevaba puesto
un albornoz blanco, y el pelo oscuro, húmedo y alegremente desordenado, le caía
sobre los hombros. Todo su rostro reflejaba sensualidad: sus ojos, sus
labios... Eduardo sintió deseos de besarla.
—Eduardo, estoy esperando tu
respuesta —Insitió Miriam. El tono de su voz era suave, sin impaciencia.
El bajó los ojos.
—De acuerdo, estaba mirando tu
correo —Hizo una pequeña pausa. Le costaba continuar—. Me dijo Rafa que antes
trabajabas para la Western. Y, bueno, supongo que sabrás,
porque ya no es ningún secreto para nadie en la empresa, que la Western anda a
la caza de ESGEN.
—¿Y piensas que estoy trabajando
y espiando para ellos?
—Bueno, fue Rafa quien me
sugirió que no me fiara de ti.
—Vamos, Eduardo, no es noble por
tu parte echarle la culpa a otro. Eres tú quién me conoce, no él.
—Te conozco desde hace poco
tiempo... y sí, desconfío, desconfío de todos porque tengo razones para
hacerlo. Por ejemplo —contraatacó—, ¿por qué recibes y envías tantos correos a
la Western, con datos adjuntos? ¿Cómo sé que no es información confidencial la
que estás enviando?
—Leyendo esos datos con el
programa adecuado. Si estuviéramos en la empresa te lo enseñaría. Son datos
genómicos, sí, pero muy conocidos por todos. En cuanto a la gente de la Western...
sí, tengo amigos allí, ¿y qué? No comparto información confidencial con ellos.
Hablamos de nuestros trabajos, de amigos comunes, de nuestras familias... cómo
además, habrás podido comprobar.
Había cierto tono de reproche en
su voz. Eduardo se sintió un poco avergonzado.
—Sin embargo, debería decirte
algo... —continuó Miriam, pero se detuvo, considerando si seguir o no. Cuando sonó de nuevo, su voz parecía
cascada—. Eduardo, te juro que no soy yo;
pero alguien, alguien de ESGEN está pasando datos importantes de
nuestras investigaciones a la Western. Mis amigos conocen cosas sobre nuestro
trabajo que no deberían saber.
La mirada de Eduardo fue
fulminante.
—¿Quién, entonces?
—No lo sé. Sólo puedo decirte
que no soy yo. Tal vez debería haberte advertido de mis sospechas antes, así
ahora confiarías en mí.
Eduardo la miraba. Su corazón le
decía que debía confiar en ella, pero ¿podía fiarse de su corazón? Su rostro
parecía reflejar sinceridad y estaba más hermosa que nunca. Enredó los dedos de
su mano entre el cabello mojado de ella y acercó su cabeza a la suya. Fijó la
mirada en aquellos ojos oscuros que parecían acariciarle cada vez que lo
miraban. Se dijo a sí mismo que su amor no podía ser mentira.
—Confío en ti —dijo. Y la besó
lentamente al principio y luego con más fuerza. Ya no pensó en otra cosa que no
fuera sumergirse en aquellos brazos, fundirse con aquella mujer a la que amaba
tanto.
La noche fue terriblemente
agitada. Llena de pesadillas. Eduardo soñó que alguien le perseguía y él corría
desesperado. Cuando ya no podía más, un coche se detenía a su lado y era Miriam
la que lo conducía, pero en lugar de sacarlo de allí, lo que hacía era
apuntarle con una pistola.
Entonces se despertó. Estaba
sudando. Aún era de noche, la luz de una farola cercana entraba por la ventana,
que tenía la persiana alzada. Le pareció oír un ruido en la habitación y buscó
a tientas a Miriam, quien debería estar a su lado. Pero en lugar de su cuerpo
cálido no encontraba más que las sábanas vacías. Parpadeó, intentando acostumbrar
sus ojos a la penumbra. Y entonces, lo vio todo. Miriam, al otro lado de la
cama, estaba de pie. Sus manos empuñaban una pistola. Temblaban.
Pero la pistola no apuntaba
hacia él, sino hacía el lugar dónde se suponía debía estar el armario. Eduardo
miró hacia allí. Había un hombre al que
no podía distinguir bien, empuñando a su vez un arma hacia ella.
—¡Suéltala! —dijo una voz
susurrante, que le resultaba conocida pero cuyo timbre no logró descifrar.
—No —respondió ella—. Suelta tú
el arma, te estoy apuntando.
—Y yo a ti. O tal vez prefieras
que lo apunte a él.
El hombre giró sus brazos y
Eduardo pudo sentir cómo el cañón de su pistola se dirigía ahora hacia él.
Entonces lo reconoció: era Rafa.
—No, a él, no. Tú ganas –dijo
Miriam. Dejó caer la pistola y levantó las manos.
Rafa se acercó rápidamente,
rodeó la cama y cogió la pistola. Luego se alejó un poco de ella, y la
contempló en silencio. Miriam estaba totalmente indefensa, la luz de la farola
que penetraba por la ventana y caía sobre ella acentuaba más esa impresión.
—¿Querías jugármela, eh? Creías
que te saldrías con la tuya. Te contraté para que me ayudaras. Creí que eso
había quedado bien claro, ¿no? Tenías que convencerle de que vendiera, y en
lugar de eso... cuando te viste segura en tu trabajo, has pasado completamente
de mí. ¿Tanto le quieres?
Miriam movió lentamente la
cabeza, afirmativamente.
—Sí. Y nunca le convenceré para
que haga lo que no quiere hacer. Te lo dije hace tiempo, Rafa. Te dije que no
intentaría convencerle.
—Ya lo sé. Me traicionaste. En
cuanto te viste apoyada por él.
—No. Eres tú el que ha
traicionado a Eduardo. El que ha estado pasando información, ¿no? Debí
adivinarlo. Nunca creí que tu ambición llegara tan lejos.
—Sabes demasiado. Voy a
eliminarte, ¿sabes? Luego le haré creer que entré en su casa porque sospechaba
de ti. Y que te vi apuntándole con su pistola. La compró porque yo se lo dije,
¿sabes? Yo le advertí de que corría peligro. Irónico ¿verdad?
Eduardo fingía dormir. Se dio
cuenta de que debía hacer algo. Sin embargo, le iba a resultar difícil moverse
sin llamar la atención de Rafa. En cuanto intentara quitarse las sábanas de
encima, él lo oiría. En aquel momento, vio un perfil humano que se recortaba en
el hueco de la puerta abierta de la habitación. Lo reconoció enseguida: era su
hermano Luis. Rápidamente, comprendió lo que debía hacer. Se movió en la cama
haciendo ruido y fingiendo que se despertaba. Eso atrajo inmediatamente la atención
de Miriam y de Rafa. Éste último, de espaldas a la puerta, no se percató de lo
que estaba ocurriendo. Antes de que se diera cuenta, el enorme corpachón de
Luis le había caído encima, derribándolo contra el suelo y quitándole las
armas.
La policía se llevó a Rafa
después de interrogarlos a todos para saber qué había pasado.
—Entonces, explíquemelo ¿cómo es
que no está forzada la puerta? —preguntaba el agente.
—Mi amigo, no sé si debería
llamarlo así, tenía una llave. Le dejé el apartamento un fin de semana. El no
me devolvió la llave y yo no se la pedí. Ya le he dicho que creía que era mi
amigo. Confiaba en él.
—Y éste, ¿cómo la tenía? —Señalaba
a Luis.
—Es mi hermano, agente.
—Ya. Pues menos mal que tenía la
llave su hermano, también.
—Sí, señor.
Por fin se fueron, llevándose a
Rafa con ellos. No le sirvió de nada acusar a Miriam. Tanto Eduardo como Luis
aseguraron que había querido defender a Eduardo.
—¿Cómo lo supiste? –le preguntó
Eduardo a Luis.
—Sospeché en cuanto lo vi, esta noche, frente al ordenador,
en el laboratorio, trabajando hasta tarde. No es frecuente que Rafa haga eso. Y
había algo raro en su actitud, cuando le saludé, como si se hubiera visto
sorprendido en algo incorrecto. Decidí seguirle cuando dijo que se iba a casa.
—Fue una suerte.
—Sí, lo sé. Bueno, tengo que
irme. Adela ya me ha llamado dos veces. —Miró
en dirección a Miriam—. Cuidaros los dos. Mi mujer os espera a comer el
domingo. No admito excusas. Cuando ella se enfada, es terrible.
Miriam lo miró, agradecida, mientras lo veía desaparecer tras la puerta
del ascensor.
—Tienes un gran hermano,
Eduardo.
—Y una gran mujer —respondió él.
—Tú no sabes.
—Al contrario, lo sé todo
–respondió, antes de comenzar a besarla.
Sobre la Autora:
Farmacéutica del Hospital La Fe
de Valencia y miembro de Generación Bibliocafé desde su fundación. Ha
participado en los siguientes libros colectivos de este grupo: Nueve relatos y
un cadáver exquisito, Relatos a fuego lento, Una maleta llena de relatos,
Sesión continua, Animales en su tinta, Último encuentro en Bibliocafé, Por amor
al arte, 016: Relatos que se deben contar, 23 relatos sin fronteras, Cuentos
encapsulados y Relatos en blanco y negro.
De su afición por la literatura
han surgido algunos reconocimientos como ser finalista en el primer concurso de
CIFICOM con el cuento «En la noria», publicado en 2015 en el libro «El abismo
mecánico y otros relatos sobre inteligencia artificial» por Cápside Editorial;
en el VI Concurso de Cuentos Falleros con «El falleret», publicado en «El Turista Fallero 2004»; en el
concurso Cortos sin Filtro con «El backup», publicado en el ebook: «Relatos
cortos: sin filtro» (2013), por Eautores.
En solitario ha publicado una
novela infantil en Amazon llamada «El
cristal y la Perla» (Jam Ediciones, 2014).
También ha publicado en
noviembre de 2015 el cuento «Volver a Vindraban» dentro de la antología de
ciencia-ficción: «Antes de Akasa-Puspa» de Editorial Sportula, coordinada por
Juan Miguel Aguilera.