Por Salomé Guadalupe
Ingelmo (España)
Cinco espantosos crímenes perpetrados
en menos de tres meses bastaron para que Jack el Destripador, cuya identidad
sigue siendo un misterio, aterrorizase a la violenta e impasible Londres. Después,
el considerado padre de los asesinos en serie modernos desapareció sin dejar
rastro ni certezas.
or Dios, Charles, sabes tan bien como yo que este
experimento no puede llegar a buen puerto. Es antinatural. Casi abominable. ¡Una
mujer deambulando por los pasillos del London Hospital disfrazada de médico!
―Es que es
médico.
―No digas sandeces. Puede que haya traído consigo un
título, pero ni todas las prestigiosas universidades de Europa juntas lograrían
anular un hecho fundamental: Dios la creó mujer. Eso no cambiará simplemente
porque se ponga una bata igual a la mía. ¿Acaso crees que los enfermos no se
dan cuenta de lo que hay debajo? Su presencia aquí puede turbar a… los pacientes.
He sido testigo de demasiadas miradas lascivas en el corto periodo de tiempo
que lleva entre nosotros. Me basta para saber que está de más aquí. Tenemos que
hacer algo para poner fin a esta violenta situación. Hay que restaurar la
armonía perdida. La reputación del hospital está en juego. No podemos permitir
que los caprichos de una muchacha testaruda a la que se le ha metido en la
cabeza jugar a ser doctora pongan en peligro una institución honorable como
ésta. ¡Oh, vamos, Charles! Lo digo por su propio bien. La mujer es un ser
delicado; el Señor la creó así. Por eso la obligación del hombre es protegerla.
Aun en contra de su propia voluntad si es necesario. Ellas, seres obstinados,
rara vez calculan las consecuencias de sus actos. Para eso estamos nosotros,
para poner freno a los pájaros que tienen en la cabeza y evitar que se hagan
daño. No niego que parece una joven de gran cultura. Y se diría todo lo
inteligente que puede llegar a ser su sexo. Pero no es prudente, Charles. No es
prudente en absoluto. No sabe cuál es su lugar. Debería casarse. Es bien
parecida y no le costaría encontrar marido. Podría elegir a un médico con
consulta propia y ayudarle en sus tareas como recepcionista o incluso como
enfermera.
***
Acaricia tiernamente la cabeza del ser deforme que se
acurruca entre las sombras, en una esquina de la celda. Al principio sus
músculos se tensan. Se retrae igual que ante la escasa luz que se filtra entre
los barrotes del ventanuco. La teme como al sol, al que debe las pústulas
esparcidas por su cuerpo. Sólo su hirsuta cara, gracias a la densa pelambrera
que la protege, está libre de esos estigmas. Pero entonces la bella joven empieza
a tararear una nana muy dulcemente, apenas en susurros. Una canción de cuna al
ritmo de la cual el ser se mece. Sus ojos acuosos la miran con adoración, como
si se tratase de una Virgen. Un reguero de baba cae por la comisura de sus
labios entreabiertos, tras los cuales se vislumbran unos dientes irregulares y
rojizos, incrustados en encías lívidas y atrofiadas. Jadea agradecido, emitiendo
un sonido más digno de piedad que de horror. Una especie de gruñido animal desagradable
pero necesario; apenas puede respirar a través de esas oquedades purulentas por
las que escapa un hilillo de sangre que ella restaña delicadamente con su
pañuelo.
Finalmente se decide a romper el hechizo que ejerce sobre
él la sobrecogedora escena.
―Poca gente comprende que esa pobre criatura no tiene la
culpa de ser un monstruo. Su sangre está enferma. Simplemente eso.
La joven no deja de acariciar a su nuevo protegido. Ni
siquiera se vuelve hacia el recién llegado.
―Ah, la sangre… Ese fluido tan poco conocido aún, pero
tan determinante.
―Gracias a este desdichado hemos empezado a comprender un
poco más sobre ella. Hay algo en su sangre que falla, que hace que el oxígeno
no se distribuya bien por su cuerpo. El sol le hiere, es cierto, pero sus muchas
quemaduras no se deben sólo a eso. Es el oxígeno que hay en su cuerpo el que le
hace quemarse de dentro hacia fuera. Su sangre absorbe demasiado oxígeno. Tanto
que éste se vuelve un veneno para él y le abrasa, le destroza los tejidos dejándole
en ese estado lamentable. A veces temo que un día su cuerpo entre en combustión
espontánea y se carbonice. Lo veo convertido en una antorcha humana,
despidiendo humo. Aunque no creo que algo tan espantoso pueda llegar a suceder
realmente. Es más bien una pesadilla. Pero no por ello esa imagen resulta menos
aterradora.
―Un oficio complejo, el nuestro. Resulta muy difícil no
llevárselo a casa en forma de psicosis cuando uno sale del hospital tras haber
cumplido su turno.
―Doctora Libia, ¿vedad?
Extiende la mano mientras ofrece a la desconocida una de
sus sonrisas más cordiales. Evidentemente la pregunta resulta un poco estúpida
siendo ella la única presencia femenina en el hospital al margen de las
enfermeras, reclutadas siempre cuidadosamente entre mujeres de mediana edad, de
cuerpos voluminosos y no pocas veces más velludos que los de los propios doctores.
No obstante agradece su buena intención. Es la primera bienvenida sincera que
recibe desde que se incorporó a su nuevo puesto.
―Sí, así es. Y tengo el placer de hablar con…
―Charles. Charles Winslow. Según tengo entendido lleva casi
una semana en el hospital, y yo aún no me había presentado. Resulta
imperdonable por mi parte. Mi madre tiene razón cuando dice que mis modales son
terribles. No me extraña que procure mandarme lejos cada vez que reúne a sus
amigas. He pensado que quizá le gustaría tomar un té conmigo. Así podría
subsanar mi falta. Aunque si está demasiado ocupada…
―No tanto como para rechazar una invitación que venga de usted
―responde desenvuelta mientras dispensa una última caricia a la criatura.
―Jamás había visto tan calmados a casos extremos de porfiria
como éste. Asombroso. ¿Qué les da?
―Comprensión. Es terrible sentirse un monstruo.
―Creo que entiendo lo que quiere decir. Hace unas semanas
le pedía al doctor Frederick Trevis que me dejase hablar con el señor Merrick.
Es una persona bastante tímida y, debido a las terribles tribulaciones que ha
sufrido a lo largo de su vida, suele sentirse incómodo con los extraños. En
modo alguno habría deseado importunarle; el pobre hombre ya tiene suficientes
padecimientos sin necesidad de que a estos se añadan incómodas visitas. Sin
embargo nutría una gran curiosidad que iba mucho más allá de lo meramente
médico. De hecho, si le soy sincero, no le examiné en absoluto. No quería
conocer al paciente sino al ser humano. Confirmé con alborozo cuanto había oído
contar al doctor Trevis: es una persona de maneras exquisitas y sensibilidad
envidiable. Una verdadera pena. Un ángel obligado a vivir en la piel de un
demonio.
―En efecto es trágico. No obstante sospecho que él recibe
más compasión de cuanta se reserva para los demonios obligados a vivir bajo
aspecto angelical.
―¿Por qué habríamos de nutrir piedad por el mal
disfrazado de belleza?
―Nadie puede evitar ser lo que es. Hasta el mal, le guste
o no, debe obediencia a su propia naturaleza ―Acompaña su respuesta con un
gracioso mohín.
―¿Un poco más de té?
―Sí, por favor.
―Libia, si no me equivoco, es un nombre griego.
―Efectivamente.
―¿Es usted griega?
―Más o menos ―Su sonrisa se empaña por un momento―.
Digamos que soy en gran medida griega, aunque he viajado bastante por todo el
mundo.
―Habla usted como si fuese una anciana. Y sin embargo
parece tan… joven.
―No se fíe de la fachada. Y menos aún cuando se trata de
mujeres. Resultamos totalmente impredecibles. ¿Quién le asegura que no soy una
vieja bruja bien conservada? A lo mejor he dado con el secreto de la eterna
juventud y, en realidad, porto siglos y siglos de experiencias a mis espaldas.
―Tanto como siglos, no diría yo. Pero he de reconocer que
en nada se parece usted a esas insulsas señoritas que abundan en nuestros
salones.
―Es que no soy una de ellas, querido. No lo soy en
absoluto.
Se lleva a la boca una pasta y la engulle con una voracidad
muy poco conveniente para una joven de buena posición. Un gesto casi obsceno
que sin duda habría provocado desmayos entre sus tías de encontrarse presentes.
Hay algo tan deliciosamente animal en ella…
***
―Sois una sociedad hipócrita y decadente. Mientras las
putas se morían en silencio o se limitaban a contagiar la sífilis a marineros
extranjeros y anónimos soldados, todo iba bien. Pero en cuanto descubrimos que
demasiados caballeros se arriesgan a que el miembro se les caiga a pedazos,
decidimos que ha llegado el momento de inspeccionar el estado de salud de la
población femenina dedicada al ignominioso oficio de la prostitución. ¡Hay que
asegurar la integridad de las gentes de bien! Aunque ello signifique tener que
tratar a esas perras en celo que se merecen cuanto les pueda pasar. Pero como
las pocas veces que una de esas “desventuradas” se ha atrevido a venir al hospital
para pedir ayuda, ha sido expulsada sin miramientos por orden de uno de nuestros
colegas, esos ilustres doctores que jamás se mancharía las manos reconociéndolas,
lo único que se nos ocurre es contratar a una forastera para convencerlas.
Evidentemente el médico de la reina ha debido de pensar que las prostitutas
supondrán lo mismo que los médicos del hospital: que una mujer joven y soltera
que vive de sus ingresos sólo puede ser, en realidad, una compañera de
profesión disfrazada de galeno. Una táctica interesante para ganarse su
confianza. Yo también preferiría que me reconociese una mujer a que lo hiciese
uno de esos viejos sátiros disfrazados de santurrones. Claro que si el doctor
en cuestión fuese joven y atractivo como tú, a lo mejor me lo pensaría.
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Edvard Munch, Vampire (1895) |
―¿Qué has querido decir con lo del médico de la reina? ―balbucea
torpemente. Nunca antes ha conocido a una mujer tan desinhibida. No puede
evitar sonrojarse como un colegial.
―Por favor. Resulta evidente el motivo de mi
contratación. Es un secreto a voces que el Dr. William Gull está tratando de
sífilis al duque de Clarence, el príncipe Alberto, el nieto de Su Majestad. Esa
vieja arpía nunca se habría preocupado de la salud de los bajos fondos de no
ser porque a su querido “Eddy” le gusta demasiado inspeccionar agujeros sin
cerciorarse antes de si existe peligro. Y para eso estoy yo aquí, para ocuparme
de mantener las normas de seguridad en los agujeros de Londres. Para garantizar
el bienestar de sus honrados ciudadanos, grandes aficionados a la espeleología.
―¡Libia, por Dios, a veces me desconciertas!
―Disculpa. No pretendía escandalizarte. En ocasiones
olvido por completo que pertenecemos a dos mundos totalmente distintos.
―Bueno, tan distintos no serán.
―Ni te imaginas hasta qué punto. Quizá, incluso, irreconciliables.
―Oh, vamos, vamos. No dramatices. Sé perfectamente que no
eres como las mujeres inglesas. Creo que precisamente por eso te quiero más. Y
si es mi madre lo que te preocupa, ella también tendrá que aprender a quererte.
Créeme. Si aún no os he presentado no es porque me avergüence de ti, sino más
bien al contrario. Ella es tan estirada como todas las damas de su edad. Vive
obsesionada por las formas y las apariencias, como la mayor parte de nuestra
sociedad. A veces pienso que estamos todos podridos. Y desde que te conozco,
mucho más. Tú eres tan espontánea y sincera… Tan transparente. En Londres todos
tienen una doble vida que deben esconder. Sin embargo tú eres tal como te
muestras. En ti no hay doblez ni engaño. Las viejas brujas que frecuentan el
salón de mi madre deberían besar el suelo que pisas.
No es que no creyese sinceramente todas y cada una de
esas palabras... No obstante seguía postergando el encuentro que le quitaba el
sueño. Su madre no la entendería jamás. Y mucho menos aprobaría su forma de
vestir, maquillarse, moverse, hablar, reír, comer… Nadie en todo Londres la aceptaría
públicamente. Nunca serían invitados a cenas o fiestas. Quizá incluso peligrasen
sus empleos una vez ella hubiese acabado su misión en el hospital. Claro que
con el peso de que gozaba la prostitución en el Est End, puede que eso no
sucediese en un siglo o dos.
***
―Sé que no resultaría adecuado que nos casásemos ahora; deberíamos
guardar luto por mi madre algún tiempo. Pero quizá podríamos empezar a proyectar
nuestra boda. Una lástima que ella no llegue a verla. Ahora que ya es demasiado
tarde, me arrepiento de no haber encontrado nunca el momento oportuno para
presentársela.
―No te tortures, querido. Nadie puede predecir cuándo
sufrirá un ataque al corazón una mujer de mediana edad. Incluso si nunca ha
tenido problemas cardíacos, siempre hay una primera vez. Y justo ésa puede convertirse
en la definitiva. Es cuestión de suerte. De mala suerte, quiero decir.
―Hace algún tiempo me dijiste que había dos cosas que
necesitabas solucionar antes de nuestra boda… Me pregunto si ya están
resueltas.
―Casi. Una la acabo de liquidar definitivamente ―sonríe aliviada―.
La otra aún me quita el sueño por las noches. Pero no te preocupes; soy muy
perseverante. Cuando me propongo algo, siempre lo consigo.
―A propósito de perseverancia, ¿qué tal van tus estudios
sobre la…? ¿Cómo demonios la llamas tú? ―Chasca los dedos mientras se esfuerza en
recordar el término acuñado por ella.
―Muerte súbita
infantil.
Su gesto alegre muda por completo. A menudo se pregunta
si le hará bien ese trabajo que pretende desarrollar aprovechando su estancia
en el hospital. En un futuro podría ayudar a reducir la tasa de mortalidad
infantil durante los primeros meses de vida, pero ella es tan sensible ―especialmente
cuando se trata del sufrimiento de los bebés― que le preocupa que pueda
terminar afectando a su estabilidad emocional. Quizá cuando tenga a su propio hijo en brazos deje de interesarse tanto
por los de las demás mujeres, procura confortarse.
―Eso, muerte súbita infantil. Bueno, y ¿qué tal?
―Siguen muriendo bebés sin causa aparente ―responde
lacónicamente.
―Y ¿no has llegado a ninguna conclusión? ¿No tienen esas
muertes algún elemento en común que te permita descubrir un patrón de actuación
de la enfermedad o lo que quiera que acabe con ellos?
―Por cuanto yo sé, podría no tratarse de una enfermedad.
En común tienen que son bebés, así que bien podrían haberse convertido en
víctimas de vuestro hombre del saco. Quizá los bebés londinenses mueran de
ataques al corazón provocados por esas estúpidas historias de fantasmas que les
contáis. Sois una sociedad cruel. Tan cruel que torturáis psicológicamente a
vuestros propios vástagos desde su más tierna infancia. ¿Qué clase de monstruo
sin escrúpulos podría hacerle daño a un bebé?
***
Busca a sus presas en los fumaderos de opio y burdeles de
Whitechapel. En una ciudad depravada como ésa, es fácil convencer a un hombre
de que te siga a cualquier callejón oscuro sin que se preocupe mínimamente por
su integridad física. En la machista Londres victoriana, ¿qué podría temer un
hombre de una mujer grácil como ella? De no ser el contagio de alguna
enfermedad venérea. Lo que, por otro lado, constituye el pan nuestro de cada
día.
Mientras se coloca meticulosamente las medias de seda,
con extrema delicadeza para no dañarlas con sus largas uñas, el antiguo camafeo
tintinea entre sus pechos. La preciada pieza choca con la cruz de plata, ese
amuleto que Charles le ha regalado para mantenerla protegida de todo mal. Le gusta
llevarla al cuello; infunde confianza en los hombres más tímidos. Muchos
espíritus supersticiosos parecen depositar su fe en ese sencillo talismán. No
pocos lo han empleado incluso como pretexto para acercarse a ella y “entrarle”.
“Entrarle”… Qué deliciosa expresión. La ha oído ya varias
veces en los locales de dudosa reputación que frecuenta por las noches. Cuando
se convierte en otra persona. O cuando vuelve a ser ella misma. Empieza a no
estar demasiado segura de cuál de las dos versiones es la verdadera, y eso
resulta peligroso. Sonríe inadvertidamente al pensar en todo lo que le evoca.
La repite una y otra vez mientras rememora placeres secretos, escenas vividas
infinitas veces a lo largo de los siglos: carne penetrada, cálidos y
palpitantes fluidos…
El insistente silbato de un policía la destierra sin
ninguna delicadeza de sus lúbricas ensoñaciones. Evidentemente ese bastardo
misógino ha vuelto a atacar de nuevo. Pero ella sabe tener paciencia. Ha vivido
muchos siglos y ha aprendido a esperar. Antes o después llegará su turno. Una
noche cualquiera, en una esquina oscura como tantas otras, Jack encontrará la
horma de su zapato. Y entonces no tendrá piedad. No será rápida e indolora.
―¿Has sido una niña mala? ―pregunta con voz ronca.
―Por supuesto. Ni te imaginas cuánto. Pero eso, querido,
no es ni la mitad de lo mala que puedo llegar a ser.
Habla lentamente, haciendo amplias pausas, dándole tiempo
a su lengua para que recorra los labios carnosos. “Seeer”, esa última palabra,
se hace eterna en su boca. Es sólo una sílaba, pero pronunciada por ella suena
extrañamente inquietante. De repente parece tener un acento extranjero que
antes no había advertido. Algunos de los sonidos que emite resultan vagamente
guturales, y cada una de sus eses asemeja al siseo de una serpiente. Casi se
diría una bestia salvaje.
Algo le dice que ha vuelto a elegir mal. Tendría que
haber escuchado a su instinto, ése que le advertía de que ella era demasiado.
Tendría que haber buscado otra presa. Una que se adaptase mejor a tal
definición: un conejito asustado y tembloroso. Ella no parece un animalito
desvalido. Y, desde luego, no está asustada. Se dice que de nuevo va a tener
que ser él quien reciba el castigo. Acepta esa idea con resignación. Con una
cierta dosis de alivio y una suerte de placer que no quiere reconocer. Quizá
tantos errores no sean más que un tímido mensaje de su subconsciente.
En efecto no hay duda de que se ha equivocado de presa.
La voracidad que observa en sus ojos se lo confirma. Es el reflejo de una reacción
instintiva que nada tiene que ver con un impulso libidinoso, sino más bien con
la naturaleza del depredador. Con la necesidad irreprimible de cazar y con un
hambre insaciable.
Mientras se limpia discretamente con un delicado pañuelo
de hilo, escruta el cuerpo exhausto: el pecho descarnado, las cuencas hundidas,
la respiración entrecortada y el pulso apenas perceptible.
―¿Qué sucede, querido? ¿Pareces turbado? ¿Te has quedado
sin sangre en los bolsillos? ¿O es que acaso te ha comido la lengua el gato? ―Estalla
en una vibrante carcajada.
Observa con horror cómo las púas del collar de castigo se
aproximan lentamente a sus ojos. Quizá podría resistirse a su fuerza sobrehumana…
de no haberse dejado colocar las esposas que le mantienen inmovilizado, atado a
la cama. Además se siente tan débil. Gritaría… de no ser porque ya no tiene
lengua. Su madre dice siempre que ésa es la parte más deliciosa de las cabecitas
de cordero asadas. Y en eso se ha convertido: en un tierno corderito a punto de
ser sacrificado.
***
Teme que su prometida sufra algún tipo de desviación
sexual. Se ha mostrado siempre tan desinhibida que, aunque procura no pensar en
ello, en más de una ocasión se ha preguntado si no será ninfómana. Sabe de
sobra que las mujeres, a excepción de las vulgares prostitutas, no suelen interesarse
por el sexo. Sin embargo algunos colegas tratan, con extrema discreción, casos
de masturbación femenina. Hasta sus oídos ha llegado que la ablación del
clítoris es un remedio eficiente para una enfermedad tan vergonzosa como
impropia.
Cuando la vio salir de aquella sórdida habitación con las
ropas en total desorden, despeinada y con las mejillas teñidas de un rubor
innatural, todos los temores que había acumulado en silencio durante meses se
convirtieron de golpe en certezas. Certezas dolorosas e ineludibles cuan
piedras lanzadas con maestría por un hondero experimentado. Se sentía como
debió de sentirse Goliat ante el enclenque David. Miraba incrédulo a aquella
frágil criatura que estaba a punto de convertirse en su esposa. La que le había
derribado de un golpe certero en mitad de la frente. Aunque era dentro del pecho
donde sentía ese dolor punzante.
La siguió con la mirada mientras se alejaba por las
calles de Whitechapel. La vio pararse bajo la espectral luz de un farol para
terminar de abotonarse la chaquetilla del vestido, colocarse correctamente el
polisón y rebuscar en su bolsito de mano. Extrajo una pequeña polvera cuyo
espejo empleó para darse unos toques de carmín en los labios. Parecía preparada
para salir de los suburbios. Y volvió a la parte alta de la ciudad, a su vida
oficial, sin echar siquiera un vistazo atrás. Sin rastro de remordimiento.
Oculto en las sombras, esperó. Deseaba ver la cara de su
rival. Pero al poco cambió de idea y huyó lo más deprisa que pudo. No quería
ponerle rostro a ese cuerpo que se entrelazaba con el de ella en su mente. Era
consciente de que, si no, le atormentaría hasta el último de sus días. Además
empezaba a sospechar ―quizá injustamente― que en el lugar de esos rasgos que no
llegaría a escrutar, podría colocar los de muchos hombres. Que habían sido
muchos los que habían pasado por los brazos de esa angelical criatura. Y que
serían muchos más en el futuro. Muchos. Demasiado.
Se debatió consigo mismo el resto de la noche. No sabía
qué decisión tomar. La cabeza le decía que debía poner las cosas en claro con
ella, revelarle que había descubierto su secreto, desenmascararla ofreciéndole
pruebas de su iniquidad si era necesario. Pero el corazón le aconsejaba que
fingiese ignorarlo todo y siguiese adelante con los preparativos de la boda.
Que sencillamente intentase olvidar lo que había visto y mirase hacia otro lado
durante el resto de su vida. Al fin y al cabo, eran muchos los matrimonios que
habían descubierto en esa fórmula el secreto para vivir eternamente felices. Su
propia madre había cerrado los ojos. Hasta que la muerte volvió los de su
marido definitivamente insensibles a los encantos de las cabareteras, y la
viudedad le regaló un bien merecido descanso.
Él había sido tan presuntuoso como para pensar que su
matrimonio habría resultado distinto del de la mayoría de sus compatriotas.
Pero ahora que el hechizo se había roto, que había recobrado la serenidad y la
sensatez, veía claro lo que debía hacer.
Sin embargo sus buenas intenciones se desvanecieron en cuanto
la tuvo delante. Cuando vio cómo le servía el té, algo se rompió dentro de él.
Fue como si el dique que había estado construyendo pacientemente durante toda
la noche saltase de golpe por los aires a consecuencia de la riada que inútilmente
pretendía contener. No obstante no hubo gritos ni reproches. Sólo la exposición
fría y desapasionada de la realidad. A pesar de que parecía imposible, no
comparecieron las palabras malsonantes.
Ella ni siquiera lo negó. Estaba muy serena. Insólitamente
serena. Posó la tetera sobre el mantel de flores con delicadeza y respiró
profundamente.
―Fue un error.
―Lo sé. No me cabe la menor duda. Y te perdono. Te
perdono de corazón. Lo olvidaremos y no volveremos a hablar de ello nunca más.
Será como si jamás hubiese sucedido. Todos nos equivocamos alguna vez. Seguro
que estás nerviosa por la boda. Has soportado mucha presión últimamente: lo de
mi madre, los preparativos, el trabajo en el hospital, esas malditas noticias
sobre las chicas descuartizadas. Es normal que te sintieses insegura y por eso
cayeses en… en… Empezaremos una vida nueva desde cero.
―Fue un error pensar que podría casarme contigo. Hay cosas
que no cambian jamás. Y yo soy una de ellas. Es mi naturaleza, Charles. No
puedo traicionarla. No puedo prescindir de esos hombres. No podría vivir sin
ellos.
―¡Estás loca! ¡Cómo te puede gustar entregarte a
desconocidos en esos sórdidos lugares! ¡Exponiéndote incluso a que ese Jack te
confunda con una descarriada y te abra en canal! ―grita casi histérico, sin
reprimir un gesto de repugnancia.
―¿Ese impotente patético? ¡No
me hagas reír! Nada pudo contra mí. Él no sentía ningún respeto por la sangre.
Alguien tenía que poner freno a sus desmanes. Alguien tenía que enseñarle lo
que significan la obediencia y la sumisión que él pretendía. Por eso elegía a
pobres despojos y no a mujeres de verdad. Escogía tristes marionetas
necesitadas de dinero para poder sentirse un hombre a su lado. Y cuando ni
siquiera así lo lograba, las rajaba como a inservibles muñecas de trapo.
―Estás ofuscada, cariño. Seguro que en cuanto nos casemos,
te sentirás mucho más serena. Trabajas en exceso y te implicas demasiado. Yo
nunca te exigiré que abandones la medicina definitivamente, pero tienes que
descansar. Al menos durante un tiempo. Haremos un largo viaje de novios. Un
hijo. Un hijo te devolvería la cordura. Con un bebé al que mecer, pasarían todas
las pesadillas que te atormentan. Estoy seguro ―dice recuperando su proverbial
flema.
―No seas estúpido, Charles. La pesadilla no pasará jamás.
La pesadilla soy yo. Yo soy la
pesadilla. El azote de neonatos. La exterminadora de hombres. Los celos de otra
mujer me arrebataron a mis hijos. Y desde entonces vago por el mundo sin
encontrar paz, asesinando a los hijos de otras mujeres y alimentándome de los
cuerpos de los hombres, que pagan con la sangre su lascivia. Ellos no nos
respetan. Nos usan y nos tiran cuando ya no servimos a sus propósitos. Como ese
Jack, ese bastardo que parecía tan valiente cuando destripaba a mujeres indefensas
en callejones oscuros; pero que murió con los pantalones meados y suplicando
por su miserable vida. Así son los hombres. Yo no tenía problemas cuando los
consideraba simples presas. Pero luego apareciste tú y todo se complicó.
Contravine las normas: los monstruos no tenemos derecho a enamorarnos. Los
monstruos no podemos permitirnos los sentimientos. No podemos concedernos esa
debilidad si queremos sobrevivir.
Mientras ve cómo prepara sus maletas, escucha un relato aprendido
de labios de un viejo profesor muchos años atrás, en el college. Ya entonces aquella improbable historia encandilaba a los
muchachos. Había en ella algo profundamente turbador a lo que la mayor parte de
ellos aún no acertaba a poner nombre. Algo que les perseguía durante la noche,
una vez que ya habían recitado sus oraciones y se habían metido en sus camitas.
Que les hacía sudar y retorcerse entre sus blancas sábanas. Ese algo era la lujuria.
Poco podía imaginar entonces que años después, siendo ya
un adulto que no se dejaba impresionar por cuentos de fantasmas, había de
convertirse en uno de los protagonistas de aquella historia.
***
Yo vivía muy tranquila en Libia. Mi padre Poseidón y mi
madre Libia, de la que tomé el nombre para desenvolverme en tu mundo, pues habría
supuesto una gran imprudencia por mi parte presentarme como la señorita Lamia,
me legaron un gran reino estable y próspero. Me habría convertido en una mujer
feliz de no aparecer Zeus. Los hombres son sólo fuente de problemas. Se
encaprichó de mí como se encaprichaba de casi todo lo que portara faldas,
independientemente de lo que se escondiese bajo ellas, y eso supuso mi perdición.
No paró hasta conseguirme. Él no era célebre precisamente por su discreción en
asuntos de alcoba; su esposa se enteró. Y la mujer despechada vertió su veneno
sólo sobre mí.
He tenido muchos siglos para perdonarla, para entender
que las mujeres enamoradas somos lo suficientemente estúpidas como para lanzar
piedras sobre nuestro propio tejado. Hace tiempo que no le guardo ningún
rencor. Y no fue fácil llegar hasta aquí; ella hizo de mí el monstruo que soy.
Pero sobre todo, ella aniquiló a mis hijos. Mis niños perecieron por su mano. Y
yo no pude hacer nada más que mirar. Reviví una y otra vez esa escena cruel. Me
faltó poco para volverme irremediablemente loca. Creí haber perdido el juicio
definitivamente. Sólo quería despedazar, desgarrar, saborear la carne de los
que eran más afortunados que yo… Sólo quería venganza. Me consumía la envidia
cuando veía madres felices con sus pequeños en brazos. Y por las noches
visitaba calladamente sus cunas y les robaba el aliento para siempre con un
tierno beso. Quería llevármelos conmigo. Pero eso no era posible, porque yo
estaba condenada a la soledad. Yo estaba maldita. Aún hoy lo estoy. Lo estaré
siempre.
Sin embargo he decidido resarcir una parte de mi culpa.
Soy un monstruo, sí, pero hasta los monstruos tenemos principios. Quizá, un
alma. He dejado de perseguir a los bebés. Y puede que un día incluso encuentre
el modo de protegerles de ese misterioso mal que sigue aniquilándoles durante
el sueño, y del que yo no soy responsable. Los hombres se han convertido en mis
únicas presas. Ellos son los verdaderos responsables de mi desgracia. Mientras
ellos sigan robándoles la vida a las mujeres, yo seguiré robando su sangre.
***
Cierra su maleta muy lentamente, como si temiese que un
movimiento demasiado brusco pudiese arrugar sus preciosos vestidos.
―Ten ―dice tendiéndole su antiguo camafeo de pasta vítrea:
sobre el fondo negro, una hermosa figura femenina medio desnuda, sentada sobre
el regazo de un joven dormido que parece estar teniendo un sueño lúbrico. La
joven resultaría deliciosa de no ser por las garras y colmillos con los que ha
empezado a despedazar el pecho de su víctima―. Así recordarás siempre lo cerca
que estuviste de la muerte. Por cierto, Charles, ya he solucionado esa otra
cosilla que quería dejar zanjada antes de nuestro matrimonio. No habrá más
chicas destripadas. Mis pupilas podrán volver a dormir tranquilas. Podrán
regresar a la seguridad de sus vidas cotidianas. Ya sólo tendrán que seguir
bregando con el frío, el hambre, las enfermedades venéreas, las palizas de los
borrachos, las extorsiones de sus chulos, las vejaciones de los clientes, las
amenazas de los policías, los insultos de las gentes “de bien”… Pero sospecho
que eso ya no es asunto mío. En este mundo vuestro, las pesadillas como yo resultan
totalmente anacrónicas. No creo estar a la altura de lo que me exigiría esta
era. Nace un alba nueva. Y en ella no hay cabida para el candor del monstruo. Es
el tiempo de Jack y sus secuaces, no el mío: demasiado ingenua, demasiado
inocente. Me retiraré a algún lugar en el que aún pueda prosperar una visión
romántica del mal. Una visión un poco menos retorcida. Y allí pensaré en ti.
―¿Así que finalmente estabas preparada para unirte a mí?
―Yo sí. Pero para ti es demasiado pronto. Aún te queda
mucho por vivir. Quién sabe. Quizá un día me arrepienta y vuelva a buscarte ―Girándose
en el quicio de la puerta, le guiña un ojo―. Sólo dentro de mucho, mucho
tiempo. Cuando ya seas muy viejo y nadie pueda echarte de menos. Cuando ya no
tengas nada que perder. Nada, claro está, excepto tu sangre.
Sobre la autora:
Salomé Guadalupe Ingelmo (Madrid, 1973). Formada en la
Universidad Complutense de Madrid,
Universidad Autónoma de Madrid, Università
degli Studi di Pisa, Universita della Sapienza di Roma y Pontificio Istituto
Biblico de Roma, se doctora en Filosofía y Letras por la Universidad Autónoma
de Madrid. Miembro del Instituto para el Estudio del Oriente Próximo de la UAM,
desde 2006 imparte cursos sobre lenguas y culturas mesopotámicas en dicha
Universidad.
Ha recibido premios literarios nacionales e
internacionales. Sus textos de narrativa y dramaturgia han aparecido en
numerosas antologías. En la última década ha sido jurado permanente del
Concurso Literario Internacional “Ángel Ganivet” (Asociación de Países Amigos,
Helsinki, Finlandia) y jurado del VIII Concurso Literario Bonaventuriano
(Universidad San Buenaventura de Cali, Colombia).
Publica asiduamente ensayos literarios, tanto académicos
como de divulgación, en diversas revistas culturales y medios digitales
nacionales e internacionales. De entre los últimos: “Literatura testimonial:
justificación personal o voluntad de utilidad histórica. El último vuelo de “Un señor muy viejo conunas alas enormes”. La decadencia de América Latina según García Márquez, en
Revista Destiempos (México) n. 45, Estudios y Ensayos, Junio-Julio 2015, p.
59-81; “Borges, un tahúr en
la corte del rey Assurbanipal”, en Homenaje a Mario Liverani / Omaggio a Mario
Liverani, Revista ISIMU (Madrid: UAM) n. 11-12, p. 49-78; Del Génesis al Big
Bang. La evolución de las narraciones cosmogónicas en las fuentes literarias:
de los antiguos mitos de creación a la más cientificista ficción contemporánea,
en la revista digital miNatura. Revista de lo breve y lo fantástico 141,
marzo-abril 2015,,
p. 98-111; A 218 años de su nacimiento, Mary Shelley: Libre pero atormentada,
en Revista Almiar - Margen Cero III Época Nº 82 / septiembre/octubre 2015,
06/09/2015. Sus
críticas de cine suelen aparecer en la revista digital Luz Cultural y en el diario Luz de Levante.
Específicamente en el ámbito del terror, prologó El
Retrato de Dorian Gray (Editorial Nemira, 2009). Desde 2009 colabora ininterrumpidamente
con la revista digital bimestral miNatura: Revista de lo breve y lo fantástico
<http://www.servercronos.net/bloglgc/index.php/minatura/>, en la que han
visto la luz sus microtextos de naturaleza fantástica, de ciencia ficción y
terror, así como algunos ensayos literarios relacionados con estos géneros. Ha
sido incluida en Tiempos Oscuros: Una Visión del Fantástico Internacional n. 3
(especial monográfico sobre el estado actual del género en España.
Tres relatos suyos, Hoodo Voodo Show,
Ius sanguis y Vendrá la muerte y tendrá tu rostro han sido incluidos en sendas
antologías de la editorial Saco de Huesos: Antología Grand Guignol (colección
Calabacines en el ático), Antología Steampunk (colección Calabazas en el
trastero) y Siglo de Sombras (colección Calabazas en el trastero)
respectivamente. Un compendio de sus obras narrativas pertenecientes a los
géneros de terror y ciencia ficción puede consultarse en la Biblioteca TerceraFundación .
Más información sobre su producción literaria en